Silla lambramina de mil historias
Escribe, Efraín Gómez Pereira
“Si esta silla hablara, escribiría un libro de piropos y de poesías” (Joel Santos).
Debe tener mi edad o quizás unos años más. Tiene su propia historia arraigada a la familia Gómez de Tomacucho, en Lambrama. Hace más de una década me acomodé en su duro asiento, para conversar de todo y de poco, con mi señor padre, Laureano Gómez Chuima, en su residencia de la avenida Juan Pablo Castro, en Abancay.
Mullida, descolorida, a ojos vistas gastadita, antigua, viejita, de mucho uso; muestra, sin embargo, en la actualidad, porte y firmeza que ya los muebles de la madera más fina quisieran tener. Sigue dando reposo y sosiego a sus actuales usuarios, mis hermanos Gladys y Ebilton, en su cocina de descanso de Quitasol.
Era la silla personal de don Laureano, que la usaba en sus ajetreos diarios en su “oficina” de Los Altos, en su residencia de Tomacucho, lugar de grandes y emotivos recuerdos familiares.
En esa reliquia de guarango hechizo, que seguramente salió de las hábiles manos de un antiguo ebanista abanquino, don Laureano se sentaba para redactar sus escritos de tinterillo lego, para hacer la filiación de sus vacunos que debía traer a Lima en sendos camiones en viajes que duraban sus buenos y largos días; para escribir esquelas y cartas familiares y sociales, y elaborar documentos de negocios.
Esa silla junto a una memorable máquina de escribir Remington verde de metal, pesada como las antiguas, y una radio grande marca Nordmende, que alegraba al barrio; eran parte de la propiedad intocable del viejo, cuyo pesado cuerpo se apostaba sobre sus cuatro patas cruzadas que soportaban sin chistar ni chirriar, los casi cien kilos de humanidad.
Había un par de esas sillas en casa, o quizás más, del mismo corte y de un tono ligeramente verdusco. La otra era usada por Dora, mi inolvidable madre, cuando dedicaba sus tardes a coser camisas, sus blusas, o arreglar pantalones de su prole de cinco menores hijos, en una también memorable Singer a pedales.
¿Cuántos años “trabajó” la silla en Lambrama? No lo sé. ¿Cuándo se mudó Abancay?. Imagino que cuando los Gómez Pereira, volcamos nuestra existencia hacia la ciudad capital de departamento dejando la escuela fiscal de Lambrama, para proseguir estudios secundarios en el Miguel Grau y Santa Rosa, respectivamente.
Habrá paseado sus servicios en la residencia de don Angel Villar, en la avenida Prado, por la capilla del Señor de la Caída, por un par de años. También se habrá apostado en la calle Chalhuanca, en la residencia de don Luis Ugarte, donde estuvimos varios años.
Finalmente cuando “mamá” Victoria, con las hermanas menores Gladys y Martha, se mudan a la vivienda de Juan Pablo Castro, habrá encontrado su lugar de destino final, para seguir dando descanso a Laureano y su prole de segundas nupcias.
Útil y servicial como es, y como son todas las sillas y bancas caseras, que no reclaman ni un lugar privilegiado en la sala, ni cojines, ni una manito de pintura o pasadita de laca que las haga sonreír; esta viajera de cuatro patas cruzadas, un respaldar tejido de tres lajas y una sentadera de miles de historias, se encuentra en Quitasol, avivando recuerdos, jalando la nostalgia de quienes la reconocemos y nos regocijamos con solo mirarla y retroceder el tiempo.
Historias que jalan remembranzas como esta silla vieja, este pequeño detalle que muchas veces los dejamos pasar sin reparar en su presencia ni valorar que fueron parte importante de nuestra existencia, de nuestra familia. ¿Cuántas pequeñeces nos rodean reclamando una mirada, nuestra atención? Si pudieran hablar, imagina los tomos de historia que se sumarían.
La silla de don Laureano merece un homenaje; una lijadita, una charoladita y, un lugarcito de respeto. Sus más de seis décadas de servicios prestados a la familia, lo exigen. La merece.