Los quesos de la tía Flora
Escribe, Efraín Gómez Pereira
Las enormes hojas verdes del maizal que se bambolean con el viento y brillan con el rocío de las mañanas, bajo un intenso cielo azul, cubren casi en su totalidad la fachada de la gran vivienda de campo, que esconde las riquezas y secretos de la tía Flora, en su aislada y bien custodiada hacienda de Sima, al sur de Lambrama.
La enorme chacra cercada por todo el borde de la carretera de cactus, patakiskas y pakpas, camufladas por huarangos frondosos y espinosos, aseguran que ningún animal, mucho menos un piki antojadizo, se atreva a cruzarla en busca de un choclo o un huiro “tankaillusqa”, que se muestran apetecibles.
Por el otro frente, la enorme casa de pared roja y techo de teja, tiene un huerto de frutales, separado de las otras propiedades por el río Atancama.
La entrada principal al fortín de piedras y cercos vivos, tiene una enorme puerta con tranquera que se traspone solo con la autorización expresa de la tía Flora. Un maktillo adolescente, en ojotas y casaca de militar bastante ajado, se mantiene atento a las visitas.
Cuatro perros, grandes y chuscos, permanecen casi siempre tirados de panza sobre el empedrado del enorme patio, que da a un zaguán limpio, donde se luce una mesa artesanal de huarango, sobre la que descansa un enorme jarrón de vidrio transparente con flores de cumayos, amancaes, pisonayes y algunas rosas de colores y formas caprichosas.
Una mecedora de huarango también artesanal, sirve de asiento de descanso diario a la tía, que envuelta en una manta de alpaca de diseños incaicos, se acurruca y dormita sobre un pellejo blanco y brilloso, mientras Ashucha, la joven moza urpipampina, que se encarga de sus atenciones, de sus alimentos y de las vacas lecheras que pastan en la huerta de frutales, se esmera en buscarle piojos en la frondosa y ondulada cabellera negra que, suelta, le llega hasta la cintura.
Las seis vacas criollas y dos de raza Holstein, ofertan cantidades generosas de leche todos los días. Con apoyo de un maestro quesero natural de Pichiuca, una comunidad cercana, la hacienda Sima produce quesos en molde que se envían al mercado de Abancay, donde son bien cotizados.
En tiempo de vacaciones escolares, entre enero y marzo, cuando la familia Gómez se trasladaba de Lambrama a la casa de campo de Itunez, para disfrutar leche fresca, choclos, frutos, aire fresco, truchas, lluvias y truenos, que se confundían con la bullanguera alegría de las mañanas andinas y el melodioso trinar de pichinkos, tuyas, tiutis y chaiñas; siempre teníamos tiempo para visitar a la tía Flora y, con el pretexto del saludo, recibir el cariño de sus duraznos, capulíes y, casi con remilgos de tía tacaña, pedacitos de queso, que apenas daban para una jachudita. Sima e Itunez son vecinas, están muy cerca y separadas solo por el río.
Los quesos de Sima eran una delicia inalcanzable para los propios familiares, mucho menos de los lambraminos, poco acostumbrados a su compra y venta, pues casi todos, tenían su propia producción familiar de leche que les permitía elaborar los tradicionales cachicurpas.
La casa grande de Sima, guardaba en sus marcas o bodegas bajo techo, más de dos docenas de quesos secos, ordenados en filas de a dos, listos para ser enviados al mercado.
Este hallazgo le comenté a Toricha, primo ojiverde, unos años menor que yo, quien con sumo interés, se preocupó por saber la ubicación exacta de la canastilla con los quesos. Si cerca a la puerta o a la ventana, si los perros estaban al ojo. Si la tía se dormía en la tarde o en la mañana y otros datos, que casi por compromiso los inventé.
Pasaron dos semanas y la noticia corrió como huayco creado por un chaparrón de lluvia. Toda Lambrama sabía que los quesos de la tía Flora habían desaparecido sin que haya rastros de nada ni de nadie. El tío Melchor, ex policía y tipo de gran porte y severo con los campesinos, llegó a trote sobre un alazán bien cuidado, a denunciar ante la Comisaría el robo de los quesos. Con flojera y de compromiso con el colega, los dos efectivos de la Guardia Civil del “Puesto” de Lambrama, indagaron, buscaron, amenazaron, sin éxito.
Toricha, afanoso y laqla, como hasta hoy, había visitado a la tía Flora para comprar quesos, sin éxito. “Manan canchu”, fue la respuesta seca, tras lo cual, ideó una forma fácil de hacerse de los moldes. Desde la carretera, hizo un hoyo debajo del cerco de espinos por el que se introdujo en la chacra, antes de la cinco de la tarde.
Superó sin dificultades el maizal y llegó hasta la pared posterior de la casa, cuya ventana estaba abierta. Con la elasticidad de sus doce años, el ojiverde trepó la ventana y, costal en mano, no demoró ni dos minutos en cargar todo el queso.
Los quince moldes pesaban quince kilos. Los levantó sobre sus hombros y cargó lentamente hasta el hoyo que le esperaba en silencio. Salió justo cuando los jesjentos empezaron su concierto vespertino. En lugar de regresar a Lambrama, enfiló hacia Abancay. Para evitar toparse con alguna persona, se adentró por la orilla del río y caminó sin detenerse, por horas, solo acompañado por la luz de la luna y los chispazos de pichinkurus o luciérnagas.
Las luces de la ciudad de Abancay le dieron la bienvenida pasadas las cinco de la mañana. Había caminado toda la noche, incansable, asustado, preocupado, “humpipisapillaña” y con la sed de revancha satisfecha. La tía tacaña, “maqlla vieja” había pagado su negativa.
Los quesos fueron vendidos a un par de conocidos y Toricha, ese mismo día estuvo en Lambrama, con “platita” en los bolsillos, al que le dio uso de a poquitos, como todo un experto, y solo cuando las investigaciones policiales culminaron.