LA LÚCUMA CENTENARIA DE LAMBRAMA
Escribe: Efraín Gómez Pereira
Hay hechos, casos, imágenes que jamás se borrarán de la memoria. Tienen ese “algo” que queda impregnado en uno y lo mantenemos desde nuestra niñez, desde siempre. Retrocedo a los años 60 del Siglo pasado y veo en imágenes, que pasan una tras otra, como una película inacabable, la prodigiosa huerta de Itunez, a un par de kilómetros al sur de Lambrama, donde Laureano y Dora, mis inolvidables padres, supieron hacer armoniosa vida sabática durante las vacaciones escolares de enero a marzo.
Claro, nosotros, sus hijos, gozando de la naturaleza y riqueza forestal de la zona que ofrecía desde choclos sin discreción, hasta una codiciada variedad de frutos nativos y comerciales. El río Atancama que baña el huerto y ensalza la vida silvestre con sus aguas cristalinas, también nos engreía con truchas, ricas truchas a las que dábamos cuenta en los desayunos con choclo tierno, mote paraccay o papa huayco, que acompañaban tazones de loza con café, leche fresca o ulpada. Una vaca Holstein “Princesa” nos aseguraba la leche diaria.
Allí, en Itunez, que fuera adquirido por mis padres al legendario Sanchico, un talabartero experto en curtir cueros de vaca en su propia poza artesanal a fuerza de baños con agua fermentada de tara, había una envidiable presencia de árboles frutales. Un duraznero que nos entregaba frutos gigantes, aunque poco desabridos, dos o tres árboles de níspero, par árboles de naranja agria, manzanos criollos, granadillas, capulíes, tunas y, sobre todo, un enorme ejemplar de anteporoto o pajuro, una especie leguminosa que nos regalaba vainas gigantes de un suculento néctar que son una maravilla comerlos sancochados, como si se tratase de un plato de habas o mote.
Fuimos muy felices en Itunez. Y quién no, si el aire puro, las lluvias de verano, los remansos y piedras resbaladizas del río, las sombras y aromas de los eucaliptos que rodeaban parte de la chacra, el amarillo de las retamas, las rosas silvestres, la diaria sinfonía musical de los tiutis, piscalas, tuyas, pichincos y loros que sobrevolaban los maizales en busca del choclo más tierno, a pesar de los trapos viejos colgados sobre el naranjal como espantapájaros, eran solo para nosotros, para los hermanos Gómez.
En esa zona, muy cercana a la pallca donde se encuentran los ríos Atancama y Lambrama, en una delta que encierra la hacienda Sima, había un atractivo natural que mirábamos con infantil expectativa y admiración. A vista y paciencia de los caminantes, que eran esporádicos, un enorme árbol de lúcumo nos atraía como un imán, como una flor a las abejas.
A unos metros de la carretera, a poca distancia del puente Sima, en una chacra rústica casi abandonada, frente a las viviendas de don Rosalío Espinoza y de doña Filomena Peralta, se erguía solitario y firme, lo que hoy podemos afirmar, el lúcumo centenario de Lambrama.
Es un árbol que según el saber de los lugareños está ahí desde siempre. Debe tener más de 150 años y, a pesar de esa longevidad, sigue maravillando a sus ocasionales visitantes, con frutos sabrosos del denominado “oro de los Incas”, la lúcuma lambramina.
Estando en Itunez, o de visita a la tía Clara en la hacienda Sima, en busca de duraznos blanquillo, lima dulce, o leche y queso que siempre tenía a mano, era inevitable saltar la pirca y subir con esfuerzo tarzanesco, al legendario lúcumo, no solo para buscar su ansiado y exquisito fruto, sino para gozar del solaz que nos regalaba, al mirar desde sus alturas, el valle lambramino, el bosquecillo de Tanccama, y la cuesta de Pichiuca, con la permanente vigía de la ciudadela inca Chaqnaya.
Las lúcumas caían solas y las recogíamos casi en competencia, para esconderlas bajo las cenizas que había al pie del árbol, que eran residuos de hornos artesanales que los lugareños levantaban para preparar apetitosos y jugosos dulces de calabaza. La ceniza era un complemento natural que abrazaba los frutos acelerando su madurez, que llevábamos a dos o tres días después de la “cosecha”.
Cuántos lambraminos, urpipampinos recordarán sus ajetreos aventureros por hacerse de una lúcuma y gozar de su sabor cremoso, pegajoso e incomparable. Cuántos habrán caído en el mito del “lucmarusaiqui” si es que con la pepa del fruto te daban un hondazo en la cabeza, donde supuestamente crecía una bola, un tumor del tamaño de la pepa de lúcuma.
Ese árbol legendario sigue de pie. Hace poco gocé de su verdor que se evidencia en la fotografía que acompaña la nota. Hoy es un ejemplar celosamente custodiado por su propietario, el lambramino Mario Paniagua, quien se siente orgulloso de tener a mano, esa belleza que es parte de la historia de los lambraminos, de los rumichanqas y los waqrapucus.