“Akakiski” de tuna y cancha
Escribe, Efraín Gómez Pereira
Era muy niño cuando vi a la tía Ceferina, ingresar rauda, casi desesperada, a la cocina de Tomacucho, en Lambrama, y pedir, tras un saludo apurado a mamá Dora, le facilite un yauri (aguja de arriero), porque su hijo, el opa Julián, estaba con “akakiski”.
La respuesta también ágil de Dora, fue alcanzarle no el yauri, sino una tipina de madera alisada, de punta roma, amarradita con un hilo tejido de lana trenzada color bandera, que la tenía al alcance de las manos, dentro de una canastilla de carrizo colgada casi frente al fogón de la cocina de adobe y piedras, que escondía una torre de leños secos de unca y eucalipto; y una hilera de ollas y peroles. La tipina es una aguja de arriero hechiza, que se usa para liberar las mazorcas secas de los choclos y las pancas, en la cosecha de maíz.
El diálogo fugaz en quechua terminó con un “grazz mamitay” lanzado por Ceferina, al abandonar la casa y enrumbar hacia la suya, que estaba a la vuelta de la esquina, tras la siempre verde y alegre huerta de asnapas de la tía Goya y pegada a las casas de los Espinoza, Avendaño y los Ayala. Corrió casi con desesperación arrastrando sus pies descalzos y callosos, pisando piedras y guijarros sin sentir dolor ni pena. Unas polleras raídas, que en algún momento habrían sido rojinegras, volaban al ritmo de la caminata danzarina y apresurada.
La curiosidad de infante pudo más que mis ganas de terminar el desayuno. La porción de papa huayco con cachicurpa, y el tazón de ulpada, se resignarían a esperar mi regreso, pues en un descuido de mamá Dora, salté de la mesa y corrí tras Ceferina. A la aventura arrastré a Albino, primo que vivía junto a la casa.
A hurtadillas nos acomodamos en la ventanita que daba luz al cuarto de Julián. La tía estaba sin sombrero y lucía una cabellera negrísima, que hondeaba en unas trenzas bien cuidadas. Ceferina era una mujer mayor, ya anciana, que vivía sola con su hijo, el opa Julián, un joven con severa discapacidad de lenguaje, pero con una habilidad y fuerza envidiable para las labores domésticas y agrícolas.
La anciana destacaba, con otras dos o tres mujeres más del pueblo, como la curandera o partera con mayor reconocimiento. Con la ayuda de sus manos experimentadas llegaron a ver la luz de la vida, muchos lambraminos, entre ellos los Gómez Pereira y Gómez Gamboa.
Julián estaba en una tarima de queuña sobre pellones de lana de oveja, boca abajo con las nalgas expuestas. Lanzaba gruñidos de dolor, casi gritos guturales que asustaban. Albino y yo nos miramos y, sin decir palabra, persistimos en nuestra posición de curiosos.
Ensimismada en su afán por atender a su hijo, la vieja no reparó en nuestra presencia y procedió a cumplir con el ritual. Un padrenuestro masticado en quechua marcó el inicio. La escenografía era surrealista. Una ollita de barro con agua caliente, una tullpa unida por dos piedras de río, como si fuera un puente; una suisuna que alguna vez fue blanca, la blusa rosada con botones de varios colores arremangada hasta el codo, manos largas casi blancas; la pared de piedra sobre piedra con sombras dibujadas por la luz matinal; los cuyes alborotados, como si supiesen de la emergencia. Un cuadro digno de un museo.
La mano blanca de Ceferina hurgó en los resquicios de la pared de piedras y extrajo un atadito de trapo percudido, que guardaba un pedazo de enjundia de gallina, una grasa amarillenta húmeda que la tenía escondida, para situaciones como esta.
Empapó el dedo índice con la grasa y embadurnó con suavidad el ano de su hijo, quien no dejaba de quejarse, ensayando un casi inentendible “Ayayau, caraju”. Concentrada en su máxima disposición, la vieja también embadurnó la tipina con la grasa y comenzó a hurgar en la intimidad trasera de Julián. “Upallay, caraju”.
La punta de la tipina, manejada con habilidad de cirujano por la preocupada vieja extraía, una a una, pedazos de semilla de tuna fermentadas hasta formar bolsones de lana blanquecina que, al mezclarse con la harina de la cancha de maíz masticada por el opa, había causado un estreñimiento acumulado de tres a cuatro días. La fibra y las semillas de la tuna se fermentan y secan y al mezclarse con la harina, taponan el orificio anal, lo que impide la digestión y evacuación de excretas, que podría extenderse por más de una semana con consecuencias fatales.
Habrán pasado dos minutos y se sintió como una pequeña explosión de gas, un sonoro pedo aguantado sacudió la casa casi hasta los cimientos; y Ceferina con voz de alivio lanzó un grito de triunfo. “Aca, caraju, amaña jodehuaicho”.
La olla con agua caliente sirvió de depósito de la caca acumulada que brotó llenando de hedor nauseabundo las cuatro paredes. Saltamos de la ventana, asqueados, casi al vómito, pero con la satisfacción y el morbo de haber cumplido con ver lo que muy pocos llegan a ver. Julián se había empachado de la mezcla en Urpipampa, donde un profesor y algunos lugareños le ofrecieron el coctel del “akakiski”.
Sucede que el “akakiski” o el “tapasiki”, es un “accidente” causado por comer tunas y cancha sin advertir los riesgos que esto acarrea, sobre todo en los niños que no conocen de las consecuencias. La anécdota narrada es de hace más de sesenta años, época en la que los jóvenes más atrevidos, hacían concursos de quien comía más tunas con cancha, sorprendiendo a los incautos, que siempre había.
En la actualidad, seguramente ya no se registran esos accidentes, pues un laxante adecuado sería suficiente para apaciguar la tragedia. Aunque, quién sabe.