martes, 31 de enero de 2023

"Akakiski" de tuna y cancha

“Akakiski” de tuna y cancha
Escribe, Efraín Gómez Pereira

Era muy niño cuando vi a la tía Ceferina, ingresar rauda, casi desesperada, a la cocina de Tomacucho, en Lambrama, y pedir, tras un saludo apurado a mamá Dora, le facilite un yauri (aguja de arriero), porque su hijo, el opa Julián, estaba con “akakiski”.

La respuesta también ágil de Dora, fue alcanzarle no el yauri, sino una tipina de madera alisada, de punta roma, amarradita con un hilo tejido de lana trenzada color bandera, que la tenía al alcance de las manos, dentro de una canastilla de carrizo colgada casi frente al fogón de la cocina de adobe y piedras, que escondía una torre de leños secos de unca y eucalipto; y una hilera de ollas y peroles. La tipina es una aguja de arriero hechiza, que se usa para liberar las mazorcas secas de los choclos y las pancas, en la cosecha de maíz.
La tuna y las consecuencias de comerla con cancha de maíz. 

El diálogo fugaz en quechua terminó con un “grazz mamitay” lanzado por Ceferina, al abandonar la casa y enrumbar hacia la suya, que estaba a la vuelta de la esquina, tras la siempre verde y alegre huerta de asnapas de la tía Goya y pegada a las casas de los Espinoza, Avendaño y los Ayala. Corrió casi con desesperación arrastrando sus pies descalzos y callosos, pisando piedras y guijarros sin sentir dolor ni pena. Unas polleras raídas, que en algún momento habrían sido rojinegras, volaban al ritmo de la caminata danzarina y apresurada.

La curiosidad de infante pudo más que mis ganas de terminar el desayuno. La porción de papa huayco con cachicurpa, y el tazón de ulpada, se resignarían a esperar mi regreso, pues en un descuido de mamá Dora, salté de la mesa y corrí tras Ceferina. A la aventura arrastré a Albino, primo que vivía junto a la casa.

A hurtadillas nos acomodamos en la ventanita que daba luz al cuarto de Julián. La tía estaba sin sombrero y lucía una cabellera negrísima, que hondeaba en unas trenzas bien cuidadas. Ceferina era una mujer mayor, ya anciana, que vivía sola con su hijo, el opa Julián, un joven con severa discapacidad de lenguaje, pero con una habilidad y fuerza envidiable para las labores domésticas y agrícolas.
La anciana destacaba, con otras dos o tres mujeres más del pueblo, como la curandera o partera con mayor reconocimiento. Con la ayuda de sus manos experimentadas llegaron a ver la luz de la vida, muchos lambraminos, entre ellos los Gómez Pereira y Gómez Gamboa.

Julián estaba en una tarima de queuña sobre pellones de lana de oveja, boca abajo con las nalgas expuestas. Lanzaba gruñidos de dolor, casi gritos guturales que asustaban. Albino y yo nos miramos y, sin decir palabra, persistimos en nuestra posición de curiosos.
La mezcla de maiz cancha con tuna provoca un estreñimiento denominado akakiski. 

Ensimismada en su afán por atender a su hijo, la vieja no reparó en nuestra presencia y procedió a cumplir con el ritual. Un padrenuestro masticado en quechua marcó el inicio. La escenografía era surrealista. Una ollita de barro con agua caliente, una tullpa unida por dos piedras de río, como si fuera un puente; una suisuna que alguna vez fue blanca, la blusa rosada con botones de varios colores arremangada hasta el codo, manos largas casi blancas; la pared de piedra sobre piedra con sombras dibujadas por la luz matinal; los cuyes alborotados, como si supiesen de la emergencia. Un cuadro digno de un museo.

La mano blanca de Ceferina hurgó en los resquicios de la pared de piedras y extrajo un atadito de trapo percudido, que guardaba un pedazo de enjundia de gallina, una grasa amarillenta húmeda que la tenía escondida, para situaciones como esta.

Empapó el dedo índice con la grasa y embadurnó con suavidad el ano de su hijo, quien no dejaba de quejarse, ensayando un casi inentendible “Ayayau, caraju”. Concentrada en su máxima disposición, la vieja también embadurnó la tipina con la grasa y comenzó a hurgar en la intimidad trasera de Julián. “Upallay, caraju”. 

La punta de la tipina, manejada con habilidad de cirujano por la preocupada vieja extraía, una a una, pedazos de semilla de tuna fermentadas hasta formar bolsones de lana blanquecina que, al mezclarse con la harina de la cancha de maíz masticada por el opa, había causado un estreñimiento acumulado de tres a cuatro días.  La fibra y las semillas de la tuna se fermentan y secan y al mezclarse con la harina, taponan el orificio anal, lo que impide la digestión y evacuación de excretas, que podría extenderse por más de una semana con consecuencias fatales.

Habrán pasado dos minutos y se sintió como una pequeña explosión de gas, un sonoro pedo aguantado sacudió la casa casi hasta los cimientos; y Ceferina con voz de alivio lanzó un grito de triunfo. “Aca, caraju, amaña jodehuaicho”.

La olla con agua caliente sirvió de depósito de la caca acumulada que brotó llenando de hedor nauseabundo las cuatro paredes. Saltamos de la ventana, asqueados, casi al vómito, pero con la satisfacción y el morbo de haber cumplido con ver lo que muy pocos llegan a ver. Julián se había empachado de la mezcla en Urpipampa, donde un profesor y algunos lugareños le ofrecieron el coctel del “akakiski”.  
Lambrama, escenario de la experiencia narrada en la nota. (Foto de Victor Ugarte).


Sucede que el “akakiski” o el “tapasiki”, es un “accidente” causado por comer tunas y cancha sin advertir los riesgos que esto acarrea, sobre todo en los niños que no conocen de las consecuencias. La anécdota narrada es de hace más de sesenta años, época en la que los jóvenes más atrevidos, hacían concursos de quien comía más tunas con cancha, sorprendiendo a los incautos, que siempre había.

En la actualidad, seguramente ya no se registran esos accidentes, pues un laxante adecuado sería suficiente para apaciguar la tragedia. Aunque, quién sabe.

viernes, 27 de enero de 2023

La alegría por la "wanlla papa"

La alegría por la “wanlla papa”
Escribe, Efraín Gómez Pereira

La época de cosecha agrícola en Lambrama, sea de maíz o papa, los cultivos tradicionales más importantes, tiene una especial connotación, entre divina y pagana. La variada cultura andina, rica en expresiones, se manifiesta de diferentes maneras, involucrando a hombres y mujeres, que casi de memoria participan en diversos actos. Son costumbres o tradiciones transmitidas de generación en generación, sabe Dios desde cuándo. 

No hay muestras ni escritos, no hay partituras ni archivos que grafiquen las evidencias de danzas, bailes, canciones, juegos y artes populares, que de alguna manera se mantienen vigentes -por costumbre-, a pesar de la fuerza impositiva de culturas foráneas.
Wanlla lambramina, riqueza cultural que se debe valorar. (Foto referencial)

Una de estas expresiones, de las que mantengo vivo recuerdo, es la “wanlla papa” que también se manifiesta en la “wanlla sara”, “wanlla oca”, que viene a ser un homenaje, un ritual de reconocimiento a la generosidad de la tierra por haber entregado una cosecha abundante y cuya evidencia visible es la papa más grande que se haya cosechado: la “wanlla papa”.

La papa más grande era entregada por el dueño del predio al “capitán” del grupo, en señal de agradecimiento a la Pachamama y por el bienestar de la familia, porque gracias a que hubo buena cosecha, está garantizado el alimento del núcleo. 

La papa era lanzada con ligera fuerza sobre la espalda de favorecido o premiado, con el grito de ¡¡wanlla!! y seguido por un bullicioso y monótono coro festivo de hombres y mujeres que participaron en la jornada de escarbe de papas. Fiesta y alegría en la cosecha.
Siembra y cosecha de papas en Lambrama y comunidades, es fiesta comunal. 

Sin embargo, mayor emoción causaba entre los cosechadores, cuando el que encontraba una wanlla en el surco, lo mostraba a todos con gran jolgorio, señalando se haga su propia wanlla. Era el competente y merecido wanllakuy.

Otros, los más osados, escondían varias wanllas, bajo la sombra de tastas, tankar, uncas o tayancos que rodean el predio, para llevárselos el final de la jornada, entre sus llicllas, ponchos o alforjas. El propietario de la cosecha observaba esa aventura y se hacía de la vista gorda. Una tradición de respeto debía respetarse.

En la misma jornada, había campesinos o laimeros sin capacidad de producción propia, sin terrenos donde sembrar, que hacían de jornaleros, y recibían como pago o retribución por el día de trabajo, una lliclla de papas, entre las que se confundían algunas wanllas. Wanlla había para todos.

Entre los cosechadores había solteros, que ya tenían el ojo puesto en una de las pashñas solteras. Las miradas de reojo, las chanzas de doble sentido, las insinuaciones, los empujones, la arrojada de ccoilochumpas (semilla de papa) estaban a la orden, con la complicidad de los colegas de jornada, parientes muchos de ellos, que les hacían el bajo.
Lambrama, pueblo con historia, tradición y cultura.

En estos trances también se hacía presente la wanlla, pues el pretendiente aprovechaba la valiosa oportunidad para enfilar baterías y aguzar la puntería hacia la mujer deseada –que dicho sea de paso, sabía que era cortejada-, a quien le propinaba un amoroso wanllazo en la espalda, bajo la nuca, amortiguado por un colorido mantón tejido de lana de oveja, ante la mirada cómplice de sus vecinos, que también entre gritos de euforia, hacían olas de festejo y celebración porque nacía o se consolidaba una nueva pareja. En camino un pronto matrimonio o el tradicional servinacuy.

Recuerdo haber observado de niño, experiencias de wanllazos protagonizados por hombres y mujeres cercanos a la familia que eran partícipes recurrentes de las actividades productivas de don Laureano. En una de esas oportunidades, se cosechaba papas en el fundo de Ccahuapata, lugar utilizado como potrero y donde se custodiaban reses de la ganadería familiar. 
Fundo Ccahuapata, escenario de inolvidable wanllazo.

Una chacra con tierras descansadas y potenciadas por el guano de corral, ofrecía una cosecha abundante del tubérculo, más aun de una nueva variedad que Laureano había llevado en uno de sus viajes a Lima. La papa Renacimiento, de textura blanca y de gran tamaño, ideal para frituras, para el comercio. 

Precisamente una papa de esta variedad, se convertiría en ese entonces, en la wanlla más grande que jamás se haya visto por lares lambraminos. Un ejemplar de casi dos kilos de peso, que sorprendió a propios y extraños, cayó sobre las espaldas de Vidal Zanabria “Thanako”, cholo trejo y recio que en esa jornada era el capitán premiado. ¡Wanlla!

Otras wanllas similares fueron halladas en la misma cosecha, muchas de las cuales sin embargo tenían el centro vacío, “papa sin corazón”, le decían y eran descartadas de las llicllas y costales que eran cargados por recios chuscos alazanes y bayos.

En la misma zona, frente a Ccaraccara, don Gregorio Gómez, tenía un predio pequeño que lo usaba como cabaña de estación y donde criaba vacas, carneros y cabras. El fundo prodigaba a su familia de las mejores papas amarillas y ccompis de la zona. Grandes, abundantes, sedosas en textura y harinosas en la fibra, las papas de don Goyo, eran la envidia. Muchos pugnaban por tenerlas de semilla, pero era muy difícil que la mejoraran o igualaran. No había como las wanllas de don Goyo, eran insuperables.
Papa nativa de buena producción y excelente sabor en las watias. 

Pero la fiesta de las wanllas no terminaba en las entregas de homenaje o los wanllazos. El final de cosecha era ocasión para el lucimiento de las papas nativas recién cosechadas, las “ccollapapas” que iban hacia horneras artesanales levantadas en los linderos de la chacra, donde humeaban olorosamente convertidas en apetitosas watias.

Las watias eran compartidas por los cosechadores, propietarios, aynis o ayudadores, luego de las jornadas. Para el efecto, salían de las alforjas o costales utilizados para llevar sus meriendas; porciones de queso fresco, de cachicurpa, rocotos verdes o ajíes molidos, con cuyas mezclas se daba rienda suelta a un compartir campesino, como parte importante de los ritos populares que auguran y aseguran buenas cosechas. Fiesta comunal a la que se sumaban las tinyas y los lahuitos, además de cañazo y abundante chicha de jora.

Estas vivencias se están alejando de la costumbre comunal y campesina de nuestros pueblos, con el temor que, como muchas otras expresiones, pasen al olvido y sean solo parte de los recuerdos, que no se debe permitir. La cultura ancestral merece ser reconocida, rescatada, valorada y protegida. Es una riqueza invalorable que nos da personalidad e identidad. ¡¡Viva la wanlla lambramina!!

lunes, 23 de enero de 2023

La "negra" Julia de Lambrama

La “negra” Julia de Lambrama
Escribe, Efraín Gómez Pereira

Las familias antiguas eran muy prolíficas para procrear hijos sin los límites, ni los cálculos ni las preocupaciones de ahora. En Lambrama, había parejas que fácilmente han superado la media docena de hijos, hasta la docena. Pobres o no pobres, la llegada de un vástago al seno familiar era una bendición, un regalo de Dios que había que cuidarlo, hasta su transformación plena en hombre o mujer de bien, capaz de generar sus propios recursos y aportar al desarrollo y crecimiento del núcleo.

Los padres eran, generalmente, campesinos sin formación educativa. La escuela no era para ellos, sino para los hijos. Ese era el norte motivacional del trabajo familiar. Las actividades productivas, basadas en la agricultura y ganadería, además del comercio muchas veces incipiente, marcaban el ritmo de la economía doméstica.

Muchas familias lograron crecer sobre la base de estas actividades. Otras permanecen en situación de alta vulnerabilidad, a la que se suma la poca o nula posibilidad de que puedan acceder a bienes, terrenos o animales de crianza, que les sirva como capital de trabajo o garantía de que habrá alimento para la familia.
Julia, personaje de la semblanza, con Faustino, su pareja de vida. 

En este escenario, retrocediendo unos cincuenta años en Lambrama, criar una prole de once hijos, nacidos casi anualmente, con el sostén de la fe y la esperanza, además claro está de no decaer en el intento y acudir a todo medio posible que genere ingresos, era una odisea para cualquier pareja, y más aún para una mujer joven.

La evidencia de este cuadro es doña Julia Mendoza Tello, la “negra” Julia, conocida y activa comerciante que con una niñez forjada en Chacapata, supo capear temporales de distinto calibre y con esfuerzo propio, y tal vez limitándose de algún placer o lujo personal, formó once hijos, entre hombres y mujeres, entre traviesos y parcos, quienes en la actualidad destacan como profesionales, empresarios o emprendedores prósperos.

Hija de Leoncio Mendoza, el recordado “mariscal” y doña Nicolasa Tello Kari, desposó con Faustino Chipana Ccahuana, hace más de medio siglo. Fruto de esa alianza surgieron en cadena humana César, Zenobia, Hernán, Néstor, las gemelas Dina y Hermitania (fallecida al nacer); Angélica, Aida, Dirma, las otras gemelas Betzabé y Betzi, así como Hermógenes, un niño adoptado en Marjuni.
Chipana Mendoza, parte de una gran familia lambramina.

Los menores, cuando aún respiraban aires de Chacapata, Chimpacalle y Taccata eran, como todo niño lambramino, activos partícipes de los quehaceres del hogar. Llevando los animales a los pastizales, trayendo leña, buscando pasto para los cuyes, acarreando agua desde el río, ayudando en las chacras; y, como no, asistiendo de manera disciplinada a la escuela, en la meta de convertirse en hombres y mujeres de bien. Hechuras de Julia.

Cada vez que viajo a Lambrama, que es una vez al año, es grato encontrarse con Julia, en su bodega de la plaza, donde afanosa ella, te ofrece si no una gaseosa, una cerveza Cusqueña al tiempo. ¿Chayaramunkichu? el tradicional saludo y la pregunta por los hermanos ¿Cómo está Mericita?

Julia, con voz trémula, se regocija cuando habla de su viaje a Lima, hace más de una década, donde participó en una jornada internacional, representando a la mujer andina. La mujer lambramina, en un escenario irrepetible.
En Taccata, donde estableció un habitat para sus crianzas. 

Orgullosa de sus hijos y nietos, de su vital existencia en su añorada Lambrama, a pesar de su avanzada edad, y que podría dedicarse a visitar a los hijos, pasear con ellos y descansar; como una buena guerrera sigue ocupada en lo que mejor sabe hacer: el negocio. Su tienda de abarrotes no se abandona. 

Acompaña con naturalidad y responsabilidad de mujer andina, las tareas de cultivo de alimentos en los que apuesta su marido, con quien comparte además de los laimes de papa en las alturas, el manejo de sus maizales en Plantahuasi, ahí nomás, a la vista de la casa.
Con los hijos, en ambiente de calor familiar. 

La pareja ha sabido capitalizar su esfuerzo de décadas, logrando acumular un buen lote de animales en su cabaña de Taccata, así como adquirir, para su residencia, la antigua casa de los Cáceres, ubicada en la céntrica y tradicional Ccotomayo. 

Como esta breve semblanza, seguiremos hurgando en la memoria de los lambraminos para destapar historias de personajes que en su momento supieron hacer algo o mucho por su pueblo, así como conocer a lambraminos de ahora que, igualmente, hacen algo o mucho por esta hermosa tierra del Apu Chipito.

miércoles, 18 de enero de 2023

"Medalla de Lima" para José David

“Medalla de Lima” para José David 
Escribe, Efraín Gómez Pereira

Fue una jornada cargada de emoción que terminó con la degustación de un jugoso pollo a la brasa, en el céntrico jirón Unión de Lima. El agasajado quería pollo con harta crema y no había vuelta que darle. 

En el día de Lima, invitados por la Municipalidad Metropolitana, llegamos a la Plaza Mayor, superando escollos de seguridad policial en las avenidas de acceso, necesarios por la ocasión.

Lima de aniversario tenía la visita de provincianos del sur del país, que llegaban en bloqueadas y piquetes, para la “toma de Lima”, exigiendo la renuncia de la presidenta de la República, Dina Boluarte y el cierre del Congreso. Seguridad por todas las esquinas.
José Williams, presidente del Congreso y Rafael López Aliaga, alcalde metropolitano, flanquean a José David y su Medalla de Lima. 

Lima en enero, es Lima en calor. Como buen serrano, aguanté estoico los ajustes de un terno de lanilla que sacudimos del ropero, pues la ocasión lo ameritaba. Accedí sin dificultades a Palacio Municipal, donde estaban José David, el homenajeado, y Gloria, su madre, tan o más emocionada que los propios.

La razón de la invitación a tan magna ceremonia era José David Gómez Pineda, mi hijo, quien recibiría la “Medalla de Lima”, máxima condecoración que otorga la Municipalidad Metropolitana, a personalidades que, por su calidad humana, trayectoria artística y promoción de los derechos de las personas con discapacidad, aportan a la cultura del país.

El reconocimiento fue entregado por el alcalde metropolitano, Rafael López Aliaga y el presidente del Congreso de la República, José Williams, durante la Sesión Solemne por el 448 aniversario de la fundación de Lima.
Papá orgulloso,  y quién no...

 Un impresionante marco de emociones que convocó ministros, congresistas, alcaldes, diplomáticos, y personalidades de diversas líneas que también, al igual que José David, regresaron a casa con su “Medalla de Lima” colgada al cuello.
 
El Salón de Sesiones del Palacio Municipal, ovacionó a los empresarios, emprendedores, promotores sociales y deportistas homenajeados: Carlos Añaños, Delfina Baylón, Jennifer Jiménez, Javier Musiris, Juan Pumayauli, padre Omar Sánchez, Julio César Uribe y Erasmo Wong.

José David Gómez, artista de 27 años, con Síndrome de Down, es un apasionado de la música, la danza y la actuación, y en los últimos años, ha paseado su arte y mensaje de inclusión, a diferentes escenarios del país y del extranjero, donde recibió el reconocimiento de entidades públicas y privadas. Ha viajado a Argentina, México, Ecuador, Colombia, Chile y Estados Unidos. 
Con Mario Ríos, presidente de Conadis 

En 2109, en Washington recibió el International Gold Excellence Awards, de Peruvian American National Council en reconocimiento a su labor como promotor de derechos de las personas con discapacidad a través del arte. En 2021, fue nominado como Joven del Bicentenario, por la revista Caretas, valorando su aporte a los derechos e inclusión. 

Con este nuevo galardón nacional, en el presente año espera volver a viajar fuera del país, representando a Perú y llevando su mensaje de aliento a más familias, a través de la música y la danza, artes que practica desde que tenía cinco años de edad.
Sí se puede...

Mi orgullo de padre reclama babero extra largo. Pues el mérito alcanzado por José David, a quien, a horas de nacido, algún médico desinformado le calculó muy poca existencia, rebasa todas las expectativas esperadas por el entorno familiar.

Es la evidencia de que un trabajo –sí, trabajo-, organizado, metódico, disciplinado y constante, puede alcanzar estos resultados. José David, hechura de su madre, Gloria, es un trabajador incansable por la vida. 

Desde los quince días de nacido ingresó a terapia física. Escuelas especiales y centros de tratamiento también especiales donde encontramos manos y mentes serenas que nos acompañaron en los primeros y constantes intentos; han permitido que este jovencito de 27 años, siga escalando y mostrarle a la sociedad, muchas veces hipócrita o inhumana, que la discapacidad no es incapacidad, y que el lema deportivo tantas veces arengado, también se aplica en este trabajo: Sí, se puede.

Ah, el pollo a la brasa fue pagado por José David, propina al mozo incluida. Muestra de que también genera sus ingresos propios. ¡¡Pásenme un babero!!

lunes, 16 de enero de 2023

Mis zapatillas Mitsuwa

Mis zapatillas Mitsuwa
Escribe, Efraín Gómez Pereira

Tenía once a doce años de edad. La edad de las travesuras colegiales. La edad de los primeros aspavientos en arte del amor, aunque este sea platónico. La edad de la junta de compinches para hacer “cosas de grandes”.

El estudio comprometido, con la rigidez y dedicación de los maestros del Miguel Grau, era llevadero en todos sus extremos. Había que ser responsables y cumplir con las tareas, con los exámenes y tener tiempo dedicado, casi disciplinado, para los juegos.

Era la etapa de las competencias entre secciones. Había juegos rutinarios, como el fulbito y básquet, que ocupaban a la mayoría de mozalbetes. Había que ser inventivos para alejarse de la rutina. Como buen miguelgrauino, empujado por el “qué dirán” y la presión de los mayorcitos, apostábamos los goles en el Coliseo por vasos de chicha. Por caporales en El Carrizal, a escondidas, subrepticiamente.
Local de la GUE Miguel Grau de Abancay, escenario de la batalla infantil. 

A la hora del recreo, los cigarrillos Dexter Junior, salían de entre las medias para dejarnos envalentonados hacer argollas con el humo azul, subidos en un eucalipto “más allacito” de la piscina de Chinchichaca, que casi nunca tenía agua.

La alameda central de la avenida Seoane, que baja directamente hasta el óvalo El Olivo, servía para duras carreras de chapitas. Unas libres como el viento, otras cargadas con barro ocre seco o cáscara de naranja aplastada, para darle peso y estabilidad. No había prisa para llegar a casa.

A la salida, sobre todo los viernes, hacíamos de aventureros del medio oeste, para enfrentarnos en encarnizadas batallas con hondas y pepa de higuerillas, hasta que el equipo enemigo sucumba o se rinda. El campo de batalla era Plasticuchayoc, hoy parte de la gran y desordenada ciudad en que se ha convertido Abancay.
Muchachones de la Promoción 75, ante 3l mural del Coliseo del colegio Miguel Grau. 

Con todos estos ajetreos juveniles, interminables e inagotables, los zapatos de cuero “Made in Grauino”, hechos a mano y a medida, con planta de jebe y tachuelas de madera, para que aguanten el agua de las lluvias, apenas llegaban a setiembre u octubre. Llegaban, pero con boquerones en las puntas y con huecos en las suelas. Entonces no había más remedio que acudir a las zapatillas Mitsuwa, de la rayita azul, para usarlas como zapato de diario.

Una lavadita al paso y tiza blanca para hacerlas presentables, servían como mecanismo de camuflaje que escondía el gasto del uso diario, del cambio de color de blanco a gris. 

Una mañana de jueves, en el aula de Música, el profesor Bedoya, recio, bien peinado, siempre de terno verde petróleo, un perfume recargado y maletín de cuero eterno, ni bien ingresó al salón, con un gesto de repugnancia, olfateó mirando aquí y allá y lanzó: ¿Hay una llama en el salón? 

Todos mutis. Unos mirando a otros y los otros a los unos. “Salgan todos e ingresan uno por uno, descalzos. Los zapatos los dejan afuera”, ordenó Bedoya.
Fui de los primeros en salir. Sentía el mundo sobre mis espaldas. Sentía la mirada burlona de todos los muchachos sobre mi baja estatura. El mal olor de las zapatillas, el olor a llama, provenía de las mías. Y no me había percatado. Ya me había familiarizado. Qué vergüenza.

No regresé. Cargado de vergüenza y temor, tomé la decisión de abandonar el colegio. Me fui a los baños, para intentar lavar las zapatillas. No pude hacerlo. Al parecer nadie reparó mi ausencia y me fui a casa. 

Llorando de impotencia lavé las Mitsuwa, con jabón y escobilla de cerdas. Para el día siguiente no habían secado. Aun así, me las puse y me dirigí al colegio. No ingresé a ningún salón. La vergüenza me ganaba. Pasó el viernes. Esperé el lunes, para ver qué pasaba.

No pasó nada. Mantuve mi posición de abandonar las aulas. Salía de casa con dirección al colegio y sin que nadie me vea, me escondía y así pasaban las horas. Al cuarto día de mi aislamiento de la realidad, me encontró el profesor Vivanco, de matemáticas. Ya sabía del tema y me habló como un experto consejero. Me convenció de volver a las aulas, a la normalidad. Así lo hice y nadie dijo nada.

Cuando ingresé al salón de Vivanco, sentí que mis cabellos lacios se paraban de punta, y mis pocos bellos de los brazos se estremecían. Mi rostro quemaba. Me sentía más colorado que un camarón frito. Pasaron minutos que parecieron horas y me percaté que cada quien estaba en lo suyo.

Tomé aire, me relajé y mi mirada huidiza chocó con las del profesor Vivanco. “Gómez, por favor borra la pizarra” La normalidad me sacudió. Ya tenía puesto un zapato Bata, planta de jebe, chillando, que Laureano apresuró en comprar, cuando vio el desastre de mis Mitsuwa. Nunca le conté mi batalla de la que me rescató el “Chato” Vivanco. Cosas de niños.

viernes, 13 de enero de 2023

Epopeya del lambramino Marcelo Chuima

Epopeya del lambramino Marcelo Chuima
Escribe, Efraín Gómez Pereira 

Hay hechos suscitados en pequeños pueblos que con el paso de los años se convierten en leyenda. Lambrama en sus casi 200 años de existencia como distrito, tiene personajes notables, que destacan por haber alcanzado logros impensables, casi épicos. 

Laureano y Zenón, mi padre y tío, respectivamente, narraban extasiados, el orgullo que sentían de llevar el apellido Chuima, legado por su madre, doña Higidia Chuima Trujillo, una campesina quechua hablante de gran prestancia en Lambrama del siglo pasado.

El orgullo estaba relacionado a la capacidad dirigencial, paternal y humana de su tío Marcelo Chuima Trujillo, campesino también quechua hablante, y propietario de vastos terrenos comunales en Atancama, Sima, Utawi y Lambraspata, con presencia notoria en la quebrada de Weqe, bañada por las aguas del río Atancama.
Hermoso valle de Lambrama que integra Sima, Itunez, Weqe y Atancama. [Fotografia de Luis Yupanqui Pumapillo].

De niño, cuando vacacionábamos en la casa huerta de Itunez, gozando de leche fresca, queso, choclos tiernos, duraznos, nísperos, anteporotos y las rebuscadas naranjas agrias, subíamos hasta Weqe, para gastar el trasero de los pantalones vaquero, rodando a piernas sueltas, incansables, en una gigantesca piedra llamada Suchuna, un rodadero natural.

Era, al igual que las praderas de Unca ubicada en la misma cuenca, escenario de la fiesta de los Wakamarkay que don Laureano y los Chuima, organizaban en los meses de cosecha de maíz, cuando los vacunos de la familia bajaban de las punas a disfrutar de pastos y chala que eran abundantes en las quebradas, con Itunez como eje de referencia.

Hasta Weqe bajaban en otros momentos para abrevar, los toros que Laureano nos hacía cuidar en las pasturas de Jukuiri y Cuncahuacho. Íbamos tras ellos, huaraca en mano o pajareando pichinkos, con hondas de jebe hechizos, en un ambiente de vida tan natural que no conocía horarios, menos preocupaciones.
Atancama, comunidad lambramina, escenario de la semblanza histórica. 

Weqe era, asimismo, lugar de relax tras los juegos infantiles que disfrutábamos en las laderas de Calizfaccha, desde donde corríamos, cuesta abajo, montados en hojas de cabuya o paqpa, hasta darnos de pies, rodillas o siki, contra las pirkas de piedra que resguardaban del río. Travesuras inolvidables.

Este escenario maravilloso del recuerdo, fue cuna de Marcelo Chuima Trujillo, el tío abuelo a quien evocamos en esta breve semblanza. A inicios del siglo pasado, Lambrama era un pueblo pequeño, ordenado, organizado y aparentemente pacífico, donde todos vivían en armonía comunal.

Como en otros pueblos de esa época, las brechas entre ricos y pobres, entre mistis y cholos e indios, eran naturales, parecían naturales. Los abusos cometidos por los hacendados, por las autoridades, por el propio “gobernador” –que era casi el dueño del pueblo- parecían no molestar a nadie. Era en pan de la normalidad. 
Lambrama pueblo apacible, de gente trabajadora y solidaria.

Los cholos que aspiraban a formar familia, debían cumplir con atender al gobernador, entregándole sin pago alguno, toros, vacas, caballos, ovejas, cerdos, gallinas o cuyes. También trabajar en sus chacras, dejando de hacerlo en las propias. Era una obligación impuesta por las costumbres, sino serían sometidos a sanciones y castigos.

Marcelo, un hombre fortachón, decidido, inteligente y calculador, veía esta realidad con extrema preocupación. “Abusivos, carajo”, mascullaba en su soledad, rumiando alguna acción que ponga coto a esa realidad.

Y se presentó la ocasión, hace más de cien años. Con prepotencia y abuso de poder, el misti Bautista Tello, a través de leguleyadas y favoritismo de las autoridades locales, se apropió de amplios terrenos agrícolas de Marcelo, en Sima y Utawi, formalizado el accionar con decisiones judiciales tanto en Lambrama, Chalhuanca, Abancay y Cusco.

Al conocer el fallo, Marcelo cerró los puños y apretó los dientes hasta ponerse colorado. Pensó en mil cosas para ir con todas sus fuerzas para recuperar lo suyo. “Imatak caraju, ñoqapan chai allpacukunaqa”, apuntaría como base de su batalla que daría que hablar en los siguientes meses. Lambrama y los lambraminos se verían conmovidos.
Utawi, terreno comunal que hace más de cien años fue disputada judicialmente. 

En Cusco fue amenazado de muerte si persistía en el caso. Regresó a Atancama y por varios meses vivió escondido en los montes. Al mismo tiempo acumulaba documentos que respalden su posición de propietario. Juntó a la familia y les informó su decisión de viajar a Lima, en busca de justicia. Algunos lo apoyaron, otros le tildaron de loco.

Con esa mirada inicia una epopeya digna de ser contaba en mil idiomas. Acompañado de tres paisanos, uno de ellos, un Peralta de Urpipampa, empieza una peregrinación hacia Lima. A pie, de día y de noche, por tres meses. Sus alforjas cargadas de maíz, charki, queso, molidos, y sobre todo de fe y esperanza, se apretaron en las caronas del chusco criollo en una dura travesía que cruzó el río Pachachaca, Andahuaylas, Ayacucho, Huancayo y Lima, superando gélidas temperaturas de las punas y el seco calor de la costa. En el camino tuvieron que hacer charki del caballo que de tanto esfuerzo había muerto.

El centro de operaciones de Marcelo fue la plaza San Martín, durante dos meses. Allí se juntaba con algunos paisanos ya afincados en Lima, quienes al enterarse de la osadía del lambramino, acudían prestos a ayudar, a colaborar “aunque sea con alguito”. Allí conoció a un abogado cusqueño que enterado del caso se ofreció ayudarlo sin costo.
Atancaminos en la plaza de la Comunidad. 

El primer escrito presentado ante la Corte Superior, resolvió el caso en favor de Marcelo. Los magistrados, con las evidencias documentadas que expresaban abuso y usurpación de propiedad declararon nulo todo lo actuado en Abancay y Cusco, y con el sello lacrado por la orden judicial, la epopeya de Marcelo Chuima, coronó el cielo. Además, logró que el Estado peruano le brinde garantías personales a Marcelo y familia. 

La tinka con cañazo, por los apus Utawi y Chipito, selló el logro inimaginable, pues apenas llegado a Lambrama, tras otra travesía también de varios meses, recuperó sus tierras y otras más, convirtiéndose en un pequeño gamonal. Lambrama y la justicia lambramina marcaron un antes y un después. Elevaron el color de la justicia hasta las alturas. Dicen que las nieves perpetuas que acariciaban la cresta del Chipito brillaron como nunca antes y el sol andino reverberó por varias semanas. Desde esa fecha, que no tiene calendario marcado, Marcelo es una leyenda y orgullo de los Chuima de Weqe, de Atancama y de Lambrama.

domingo, 8 de enero de 2023

Mis abuelos en el recuerdo

Mis abuelos en el recuerdo
Escribe, Efraín Gómez Pereira

Resulta difícil generar un árbol genealógico cuando no se tiene a mano los documentos que acrediten los orígenes y existencia de los ancestros, sino testimonios variados y aislados. En mi caso, lo más cercano que pude llegar fue hasta mis bisabuelos y abuelos, con información basada en recuerdos de mis tíos Zenón, Antero y Virginia.

La fotografía que ilustra esta nota corresponde al casamiento de Laureano y Dora, mis padres, tomada en las afueras de la casa de los Pereira, en Lambrama, hace más de siete décadas. Aparecen para la posteridad, José Rafael Pereira, Dora y Celestina Tello; Julián Gómez Gamarra, Laureano e Higidia Chuima Trujillo. 
José, Dora, Celestina. Julián, Laureano e Higidia, los abuelos y padres de los hermanos Gómez Pereira, de Lambrama. 

Es innegable que para la época, esta unión rompía esquemas. Mistis e indios, formando familia, era casi inconcebible, más aun en un pueblo pequeño donde todos sabían lo de todos. La llegada de Laureano al entorno de los Pereira tuvo que sortear serios cuestionamientos. Los Pereira, con un corte de abolengo casi racial, habrían negado en un principio esta osadía de los Gómez, indios quechua hablantes, pero con una presencia social y económica de especial connotación en el ámbito distrital.
Laureano y Dora, flamantes esposos, hace más de setenta años. Inolvidables. 

La ventaja que llevaba Laureano, era que se trataba de un mozo atrevido, informado. Conocía Lima, licenciado del Ejército, sabía de negocios. Con quinto de primaria, era un cholo-misti bien hablado y firme en sus aspiraciones y decisiones. Dora sumó con creces a la decisión, marcando su propio deseo que finalmente se impuso. Venció el amor.  

Laureano y Dora, edificaron sus raíces en Tomacucho, en una casa grande habilitada por Julián e Higidia, y levantando en los primeros años, la residencia de Los altos. Allí se formaron sus cinco hijos, los hermanos Gómez Pereira.
Laureano y sus hijos Gómez Pereira. 

El bisabuelo materno, Martín Pereira era un próspero negociante de abarrotes y propietario de terrenos agrícolas. Un hacendado. Con raíces en el poblado de Pacobamba, en el distrito andahuaylino de Huancarama.

José Rafael, el abuelo, fue hermano de Arturo y Costantino, blancos, altos y de buena presencia. Era un tipo muy apuesto, un caballero. Siempre al terno, servidor de la agencia de Correos que en Lambrama tenía una oficina. Recuerdo que llevaba bigotes bien cuidados; un reloj Longines cruzado en su chaleco. Un bastón inseparable y un sombrero de pana oscuro. Su conversación era muy dulce, seseaba las palabras dándole un especial énfasis. “Buenos días, papá”, era mi saludo.
José y Celestina, los abuelos en memorable 
fotografía familiar. 

Celestina, mi abuela materna, era una mujer menuda. Muy serena. Llevaba lentes oscuros y un sombrero de paja que bailaba al son de su caminar. La visitaba a propósito buscando sus galletas de animalitos y sus caramelos Perita y Monterrico. Me gustaba el lonche con pan común y leche hervida que preparaba en una cocinilla eléctrica, que se sonrojaba hasta no más poder con la energía procedente de Plantahuasi. 

En su huerta, que bordeaba la casa grandota levantada al costado de la iglesia San Blas, hacíamos el gana-gana por lograr las frutillas que crecían a su libre albedrío bajo las pircas de piedra o en los cantos de las acequias. Otros tiempos, sin duda.

Por el lado paterno, Julián, el abuelo, era según los testimonios, prole de un Inca. Fernando, el bisabuelo, era un indio terrateniente cuyas propiedades abarcaban desde la plaza, Ccotomayo, Occopata, Pampacalle, Chacapata y Tomacucho. Casi un tercio del centro urbano era su dominio. En las afueras del pueblo tenía propiedades muy personalizadas como Gomezmocco, Gomezpata, Gomezpampa, Yucubamba, Ccaraccara. Su madre, Apolonia Gamarra, era natural de Anta, Cusco, hija de un soldado arequipeño que tras la guerra recaló en Lambrama, huyendo con una hija de tres años.
El abuelo Julián, de mediana estatura, pero de fuerza hercúlea. 

Fue de los primeros lambraminos en tener un vaquero encargado de cuidar sus manadas de reses y tropas de caballos en las alturas. El vaquero era un indio que se asentaba con toda su familia en una choza levantada en las punas, para hacerse cargo de la custodia de los bienes de otros.

Julián, era un hombre de baja estatura pero de fuerza hercúlea, peleador, capaz de levantar con el dedo meñique un odre con un quintal de aguardiente. Era un viajero contumaz, un arriero, que se aventuraba llevando y trayendo, a lomo de mulos, carne seca, cecina, aguardiente de caña, café, cacao, coca, chocolate, chancaca, vinos, machas secas, cochayuyo, en periplos que duraban meses desde Lambrama hasta Cusco, Quillabamba, Puerto Maldonado, y por la costa, Chala y Acarí, en Arequipa.

Lo recuerdo sentado sobre un pellón de lana en la entrada de la cocina, en Tomacucho. De raleadas barbas, escondía, sin embargo, un frondoso bosque de pelos blancos en el pecho. 

Higidia, la abuela paterna era una mujer quechua hablante, grandota y delgada. Nunca dejaba el mantón y sombrero tejidos con lana de oveja. Preparaba unas lawas de chuño o chochoca de sabor incomparable, con hojas de muña como su secreto. Alguna vez la miraba fijamente el rostro tratando de ver las marcas dejadas por las secuelas del sarampión y su reacción severa en un quechua también severo: “¿Qué me miras, acaso hay pelea de toros en mi cara?”
Con mis hijos, ramificación del árbol lambramino de los Gómez Pereira.

Con raíces abanquinas por los Trujillo, el apellido Chuima procede de Patapata, en Chuquibambilla, Grau. Hija de Rosa Trujillo, madre soltera natural de Payancca, se dice que un criador de llamas, un llamichu rico de Patapata, la adoptó como hija concediéndole el apellido Chuima.

Los abuelos son parte importante en la formación de las generaciones familiares. Sus raíces tienen cimientos que soportan troncos y ramas que seguirán extendiéndose en el tiempo. Vale la pena mirar el pasado, aunque sea el más cercano, para sentir orgullo de nuestras raíces. ¿Y quién no?

miércoles, 4 de enero de 2023

Padre-madre, una elevada responsabilidad

Padre-madre, una elevada responsabilidad
Escribe, Efraín Gómez Pereira

Ver crecer a una niña sin la presencia de su madre, supliendo esa ausencia en todos los menesteres, es una tarea que deja una marca indeleble. Lo saben los que cumplen el rol de padre-madre o de madre-padre, respondiendo a los retos del destino.

Desde hace siete años, me toca desempeñar esa tarea, viendo por Dora, mi menor hija, en su proceso de formación educativa, desarrollo y crecimiento personal. 

En diciembre 2016, a través del Facebook, posteaba un texto que marca el inicio de esta bella y dura ¿dura?, etapa de mi vida. “Te vas 2016. Te llevaste mi bálsamo, mi Nega del Alma. Me dejas el reto de ser padre y madre. Lo estoy haciendo con el soporte de mis hijos, mi familia, mis amigos. Con tu recuerdo, Mavia. Con la fuerza que me da el Señor. 2017, aquí estoy. Sereno, pisando tierra. Sé que lo lograré”.

Dora y su promoción 2022 del Innova Schools de Chorrillos. 

Tremendo reto por supuesto, sabiendo que debía afrontar el trabajo de guiar a una menor niña de diez años, por la senda correcta. Con temor y serenidad al mismo tiempo, en la obligada soledad de pareja, pisé firme y sin desmayar en mis responsabilidades de padre, cumpliendo asimismo los compromisos laborales, que aseguren el sustento familiar, asumí el trabajo sin ningún miramiento.

La brecha generacional nos enfrentó en una serie de temas rutinarios. Como padre e hija, o mejor dicho, como amigos, supimos valorar cada uno de los contratiempos presentados, a muchos de los cuales no tenía idea centrada de cómo afrontarlos. Y sigo aprendiendo.

Nerita, la tía engreidora, siempre pendiente.

Pasaron los años con la certeza que hemos construido una base sólida de confianza. Se de sus gustos en lectura, música, vestimenta, comida. Conozco sus fortalezas y debilidades. Leo con mucha anticipación sus caprichos –que no son pocos- y me preparo para no dejarme “sorprender”. Cuando digo “no”, simplemente es no. Sin reproches ni reclamos. Y ella lo asume, desde siempre.

En la amistosa y fraternal confianza que hemos edificado nunca hubo –ni lo habrá- algún atisbo de violencia, tan común a muchos hogares. Algunas escaramuzas de atención, que se sellaron con una sonrisa, un abrazo o un beso. “Te amo, papi”, y se acabaron las rabietas.

En casa prefiere la intimidad e independencia de su cuarto. Pero cuando hay necesidad de hacer lo necesario, como la limpieza, está ahí, decidida. Admiro esa independencia, que la ubica en el mismo umbral de su madre. Al igual que su seriedad y serenidad.

Ha copiado gestos muy personales de su madre, como dejar sus zapatos desordenados, estornudar sin estridencias, darse de golpecitos en el brazo en lugar de rascarse, usar colonias muy suaves, andar en pijama dentro de casa, usar ropa suelta de colores enteros, preferir dulces y helados; en fin, es la presencia de Mavia en gustos y tallas.
Padre e hija, amigos en el aprendizaje. 

Todavía con su madre, tuvimos la mejor decisión de escoger un buen colegio para su formación educativa. Innova Schools de Villa, en Chorrillos, fue su centro de estudios desde inicios de primaria, y donde acaba de culminar la secundaria con gran satisfacción para ella y para su padre-madre.
Valores personales, disciplina, ética, buen nivel de análisis y debate, responsabilidad en la formación académica, comunicación permanente; son las marcas dejadas por el colegio en la personalidad de mi hija, lo que fue posible gracias a un entorno empático entre las autoridades, docentes, tutores y compañeros de estudio.

Amistad colegial que seguramente se fortalecerá con los años.

El paso por el colegio es un tránsito inolvidable, el que sella amistades para toda la vida. Dora ha logrado cosechar muchos amigos con quienes comparte sus aventuras y sueños de adolescente, pero destaca una cara y muy cercana con Ysabella, con quien seguramente seguirá en estos trotes a pesar de la lejanía diaria. Seguirán chateando hasta de madrugada, estoy seguro.
 
En breve, Dora iniciará una nueva etapa en su formación de vida: la universidad. Como muchos de su promoción, aun cursando estudios en el último año, ingresó a la universidad, dejando evidencia de lo señalado líneas arriba; el resultado de un buen nivel académico logrado en su colegio.
Muy pronto a las aulas universitarias.

En este paso trascendente fui gratamente sorprendido por mi hija. En secreto, había gestionado todos los trámites para el examen de ingreso. Ya en las horas previas me avisa para que esté atento. Y sí que lo estuve hasta el abrazo entre lágrimas, cuando leímos juntos el mensaje: ¡Felicitaciones, Dora. Ingresaste!, que celebramos entre llantos y sonrisas recordando en homenaje a Mamá.

Corresponderá a la madurez y responsabilidad que Dora vaya asumiendo en los próximos años, para que el reto planteado tenga un peldaño asegurado. Como padre, confío en la capacidad de mi hija, en el respaldo de sus hermanos, Efraín y José David; sus tíos y tías, que están pendientes, como Nerita, su entrañable tía.

Con este testimonio personal, mi homenaje a aquellos hombres y mujeres que enfrentan y afrontan la sublime tarea de ser padres y madres, o madres y padres, como es el caso de Gloria, la madre de mis hijos.