Julián, el “Opa” de Lambrama
Escribe, Efraín Gómez Pereira
Un pueblo pequeño esconde grandes historias ligadas, en muchos casos, a personajes pequeños, inadvertidos. Son hechos que, a pesar del paso de los años, trascienden generaciones.
En Lambrama, década de los sesenta y setenta, del Siglo pasado, cuando era un niño, conocí a tres personas que formaban parte de una legión de llactamasis que destacaban más allá de la “normalidad” de un poblador común.
Julián, Zacarías y María, eran personas con diferentes grados de discapacidad intelectual. Los recuerdo adultos, grandes y distintos entre sí, y entre los de la comunidad. Eran los “opas” del pueblo. Zacarías era lento. Se paraba en la puerta de las bodegas o panadería, hasta que le alcancen algo a mano. María, era laboriosa, lavaba ropas en cantidades industriales en el río. A quienes la fastidiaba, los perseguía a pedradas. Tuvo dos hijos, quienes son profesionales y personas de bien.
En ese entonces, el trato hacia las personas “diferentes”, más en un pueblo de mayoría analfabeta, era de discriminación absoluta, producto de la ignorancia y desconocimiento. Eran consideradas “castigos” a la familia por causa de algún pecado mayor. No había -y creo que en la actualidad, tampoco - un ente especializado en atender esta necesidad real.
Las propias familias se hacían cargo de esa “carga”. En algunos casos, otra familia las acogía, para bien o para mal.
Julián era vecino en Tomacucho. Nieto de la tía Ceferina, una mujer que dominaba la medicina tradicional y los rezos para tratar males diversos. Era la comadrona que asistía a las parturientas. Los hermanos Gómez y muchos lambraminos vimos la luz del sol con la ayuda de sus diestras manos.
El “Opa” Julián, un hombre robusto, de fuerza poderosa, era casi un ermitaño, que se aislaba de la casa para atender sus propias responsabilidades. Tenía su propia ganadería imaginaria con tropas de vicuñas y venados en las cumbres y laderas de Chipito, donde se adentraba por días enteros.
La leña que Ceferina requería para calentar la tullpa y preparar las lawas de cada día; los forrajes de murmuskuy, pisonay o suncho, que los cuyes y cabras esperaban para alimentarse a diario, eran facilitados por las diestras, aunque lentas, manos de Julián.
Casi siempre enfundado en un poncho occe y sombrero loccosto, raído. En su mundo aislado, personalizado, parsimonioso, era dueño de una habilidad insuperable para el aporque o cultivo de los maizales de las chacritas de la abuela. Los surcos de maíz chullpi o paraccay, en Espitira o Accomocco, eran trabajados con envidiable pausa y dedicación artesanal. Producto de ese esmero, sus cosechas de choclos y huiros eran ejemplares.
Lo vi en las tardes de Rosario o Misa en la iglesia colonial, enfundado en una camisa limpia, peinado y afeitado de sus ralas barbas. Parado en la enorme puerta de acceso al aposento religioso, parecía dar la bienvenida a los feligreses, con una amplia sonrisa que descubría una hilera de dientes compactos.
En muchas oportunidades era partícipe de nuestros juegos infantiles. Hacíamos bromas de todo calibre, imitándolo, burlándonos de su condición, de los que él mismo se reía a mandíbula batiente. Le bajábamos de un tirón su viejo pantalón y se descubría un miembro prominente. "Alamerda". Sus carcajadas eran estruendosas, que nos contagiaban risas incontenibles. Éramos niños inconsecuentes, también desinformados y discriminadores. Otras épocas, sin duda.
Visitaba la casa buscando una taza de café que le ofrecía mamá Dora. Sentado muy cerca a la puerta, tomaba el café en dos o tres sorbos sonoros. “Grasmamá” y retrocedía hasta la puerta, no sin antes mirar de reojo y con lujuria, a la empleada de hogar que se esmeraba en mantener caliente el enorme fogón. “Sumac warmicha, pukauyacha”, murmuraba.
En ocasiones, enamoraba a la pukauya, con gestos sexuales que le causaban gracia a la “chola”. Con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda hacía un aro al que introducía de manera repetida el índice derecho, desvistiendo con la mirada a la pashña. La pukauya se ponía más colorada aún. “Opay merdas”, y soltaba una carcajada.
Una noche avanzada, Julián respondió con inusual reacción a un “susto” que le había preparado el tío Andrés, cansado de la bulla estridente que el Opa hacía a medianoche o de madrugada soplando la fukuna, a la que le sacaba una sonido terrorífico que no dejaba dormir y paralizaba a la vecindad.
Andrés enfundado en una sábana blanca como manta encapuchada, se cuadró ante el Opa, gritando ¡¡Ahhh!!, cuando Julián volteaba la esquina común de la casa, con la finalidad de asustarlo y sacarle los diablos. Lejos de inmutarse o correr asustado, el Opa se abalanzó sobre el tío, y lo corrió a pedradas. “Kukuchi caraju… Kukuchi caraju”.
En las yunzas de carnavales los muchachos del pueblo se esmeraban en buscar a Julián, para que ayude a cargar al árbol de Lambras o Chuyllur, desde Tanccama o Taribamba y preparar el hoyo en la esquina de la plaza para ser plantado un día antes de las celebraciones festivas.
Julián vivía su propio carnaval y era feliz con el cuarto de cañazo que le daban a mano. Entonado y chispa, se iba tarareando huainos de su propia creación, zigzagueando hasta su casa en Tomacucho.
En las muy raras ocasiones en que el sanitario del pueblo o la justicia local requerían hacer una exhumación de cadáver en el cementero local, Julián era convocado y, a punta de picos y palas, cumplía con el encargo, recibiendo a cambio, un cuarto de cañazo, que era su “debilidad”.
Tras la muerte de Ceferina, que era su ángel guardián, cayó en abandono. Deambulaba fuera del pueblo por días y noches enteras. Los vecinos le facilitaban algo de comer y de vestir. Se pegó al alcohol y murió, ya viejo, en abandono y pobreza, sin que haya habido una mano cercana para socorrerlo.
Recuerdo a Julián como un ser marginal, incomprendido, fuera de época; pero, al mismo tiempo, un ser humano servicial, atento y querendón con quienes compartía de cerca o eventualmente. Un ser extraordinario.