miércoles, 24 de febrero de 2021

Semana Santa en Lambrama de antaño

Semana Santa en Lambrama de antaño

Escribe: Efraín Gómez Pereira

Chilon… Tran …Toccoc…”, mezcla de sonido sacrosanto y endiablado, remece los cuerpos de los asistentes a la Misa de Viernes Santo, oficiada en la iglesia colonial San Blas de Lambrama, en esa remota ocasión con un sacerdote de verdad.

Bancas multipersonales, mullidas y elaboradas artesanalmente con tablas de nogal y eucalipto, bien pulidas, soportan el peso, la aglomeración, la congoja y los pecados de mistis, campesinos, hombres y mujeres, que sometidos por la fe en el Señor, participan en la ceremonia a medianoche.

“Chilon”, es la onomatopeya del sonido agudo emitido por un Pito, instrumento artesanal de viento similar a una quena pequeña, elaborado con el hueso fémur de una llama o vicuña, magistralmente interpretado por el campesino Leoncio Sánchez, el “Pitero” del pueblo.

“Tran”, sonido grave producido por el golpe seco de una matraca, una caja de resonancia con aldabas que servía, además, para la convocatoria a Misa o Rosario. El responsable de cargar y sumar la melodía del “Tran”, era el mozo Aquilino Gómez.

Mientras que el “Toccoc”, era emitido por un gallo viejo, un Toccocho, escondido bajo el poncho del joven impetuoso Lázaro Pereyra, que le daba un golpe seco en la espalda al plumífero.

 

Iglesia San Blas de Lambrama, escenario de fiestas tradicionales en Semana Santa.

Los fieles que abarrotaban la iglesia, esperaban en silencio y con ligeros murmullos, la entrada de la delegación de dolientes que iban a participar en la escenificación de la muerte, pasión y resurrección de Cristo.

El grupo cerrado con ponchos negros y cubiertos de pies a cabeza, rodeado por custodios látigo en mano y otros arrastrando cadenas, llegaba hasta la urna donde descansaba la imagen del Señor. Rodeaban la urna, de madera y vidrio, a la espera que finalice la misa.

La misa transcurre en riguroso recogimiento, con rezos y cánticos entonados en quechua, en las que se recuerda la pasión y muerte de Cristo. “Apu Yaya Jesucristo, qespechecney Diosnillay…”. Ante el Altar, donde destaca la efigie del Patrón Santiago y su caballo blanco, yergue una hilera de banderas negras, algunas de ellas orladas con hilos de oro y plata. Cirios y velas de diferentes tamaños iluminan los interiores del templo. Jarrones con vistosas flores nativas y ramas de arrayan y retama, ponen el color.

La iglesia, con lleno total, es el centro de recogimiento. Tras la  Misa, se realiza la escenificación. Mantos y lazos blancos emergen desde las bancas y cubren la urna de Cristo yacente. Mientras apurados fieles toman sus posiciones para simular la travesía hacia el Gólgota. Látigos, agresiones, empujones en una batahola inusitada, entre gritos y llantos, generan el ajetreo local.

Con extremo cuidado, con devoción hasta los huesos, retiran la imagen de Cristo de su urna, bajo una lluvia de pétalos de rosas y cumayos, para “crucificarlo”, tras un breve paseo en los interiores de la iglesia, que por la aglomeración de gentes, apenas deja un reducido espacio para el montaje del camino al Calvario.

Entre cantos, llantos y lágrimas compungidas, sobre todo de las mamachas, y los lejanos golpetazos de las cadenas, matraca y pito, Cristo es “crucificado”. La tradición permitió algunos cambios, con la finalidad de resguardar la integridad de la imagen de Cristo yacente, y se optó por “crucificar” a un Cristo vivo. En ocasiones, bajo el mismo ambiente de dolor, el “crucificado” era don Vidal Espinoza. La misa terminaba con una invitación a los feligreses a participar de las fiestas bajo el Altar Mayor, en la plaza.

El Altar Mayor

A un costado de la Comisaría, se levanta el Altar Mayor, erigido por el ocasional y responsable Carguyoc, un hombre entregado que en el último año, se dedicó a preparar todo lo necesario para ser un buen anfitrión.

Son dos o tres listones de eucalipto clavados en el piso y que llegan hasta el cielo. Están adornados de mantas de colores, espejos, lazos e imágenes de Cristo. Dan sombra a una improvisada mesa de celebraciones con mantas de colores, con sillas y sillones, apretadamente ordenadas, a donde tienen acceso solo los mistis, las autoridades y los Carguyoc precedentes.

Altar Mayor en Caype, similar a la que se montana en la plaza de Lambrama. (Foto: César Navío) 

Para este grupo la atención es prioridad mayor y la responsabilidad recae en los familiares. No debe faltar comida ni trago durante la semana que dura la fiesta. De ninguna manera.

Al frente, en el llano está el pueblo. También con acceso a las ofrendas brindadas por el Carguyoc. Generalmente había dos Altares, lo que suponía una competencia entre ambos Carguyoc y mejores posibilidades de comida y trago para los fiesteros del pueblo.

Frente al Altar Mayor, se improvisa un escenario para los danzantes de tijeras, contratados por el oferente. Llegaban dos exponentes maravillosos del “chinchina”, Actuncha Vargas y Lliulli. Ambos presentaban lo mejor de sus capacidades, comenzando de un violinista y un arpista magistrales, que hacía hablar a los instrumentos.

Danzar en piruetas bien estructuradas, tragar sapos o culebras, incrustarse agujas de arriero en la lengua, nariz, orejas o en el pecho y con ellas jalar un arpa; flagelarse con patakiskas, tragarse clavos o sables, engullir botellas enteras de aguardiente, huevos con cáscara, eran parte de la competencia, la misma que llegaba al clímax, cuando los danzantes, ya con evidentes signos de borrachera, o chispas, se retaban a trepar hasta lo alto de la torre de la iglesia, a través de un lazo tensado entre el campanario y una banca de la plaza.

Ganaba el más osado. Aquel, por ejemplo, que se cargaba una criatura sobre las espaldas y entrecruzando las piernas y manos subía y bajaba por el lazo, dándose tiempo para hacer quiebres o piruetas en el aire, sin protección abajo, al medio de la ruta, con el niño en manos. La atención y el silencio de los seguidores era de tal rigor que solo se quebraba con el “ohhh”, que salía en coro, al bajar el danzante de la cuerda de cuero y el niño, era reclamado por el brazo de su madre, con un premio embotellado.

Los fieles de la iglesia y los fiesteros de la plaza eran uno solo. Vivaban y aplaudían a su danzante favorito. Los niños, con piedras de río convertidas en sonoras tijeras, danzaban en competencia, emulando a sus ídolos, Actuncha o Lliulli. La plaza y sus calles circundantes también eran de los niños fiesteros, de los niños danzantes.

El Carguyoc, debía asegurar vastos lotes de leña, chicha de jora en cantidades industriales, aguardiente de caña con los mejores macerados, visitas de invitación y cortesía a los compadres y vecinos notables, semanas antes, comprometiendo con una tinka y un abrazo.

Al final de las fiestas, el Carguyoc tenía todavía fuerza y ánimos para visitar a los ilustres, a los vecinos que habían aportado para que su Cargo, haya resultado exitoso. Les llevaba, además del trago para la tinka, un buen trozo de carne asada “Achura” en señal de agradecimiento, a la espera que el Carguyoc del próximo año, se esmere desde ese mismo momento por cumplir el encargo.

Esta fiesta, era seguramente la más popular de Lambrama, del siglo pasado, lamentablemente, ha devenido en el olvido, como otras manifestaciones culturales y populares, que merecen ser rescatadas y valoradas.

Doce platos

En Lambrama, se acostumbraba al recogimiento cristiano por Semana Santa con bastante rigor. Una o dos semanas antes, no se comía carne. Se asistía todas las tardes al Rosario, comandado por las esposas de las autoridades o de los mistis. Las señoras llevaban mantos y velos negros de tul o seda. Las campesinas, llevaban velos tejidos de lana, que destacaban sobre sus sombreros también hechos de lana de oveja. La convocatoria se hacía con las matracas.

La sopa viernes, prevalecía en las mesas, hasta el Viernes Santo, donde se comía los tradicionales doce platos. Recuerdo, sin orden de prelación, las sopas de calabaza, de habas, de olluco, de arroz y quesillo, de choclo tierno “Ccolla lawa”, sazonados con el legendario sabor del Limancho, infaltable en estas épocas.

Se complementaban las humitas tiernas, el api de leche, las tortillas de quinua o cebolla china “Ccacho cebolla”, el capchi de chuño y de habas, los dulces de calabaza y durazno. La comida se servía a las 12 del mediodía, en punto y era engullida, tras las oraciones de agradecimiento al Señor. Eran otros tiempos.  


Laureano Gómez Chuima

Laureano Gómez Chuima

Escribe: Efraín Gómez Pereira

Todos los seres humanos tenemos un héroe de carne y hueso. Está cerca, muy cerca de nosotros, desde que nacemos. Es quien conduce el barco de nuestras vidas. Es el responsable de nuestro destino. Muchos reconocemos su importancia en vida; otros muchos, cuando ya no hay remedio. Me precio de estar en el primer grupo.

Laureano, mi padre, mi héroe, era un cholo mestizo alto, bien parecido, de cabello ondulado, bigotes bien cuidados, y mirada serena. En Lambrama, su tierra, formaba parte de una legión reducida de “mistis”. Lo recuerdo serio, recio, estricto, riguroso en sus responsabilidades. Poco expresivo con sus afectos. A su manera, quería a sus siete hijos, procreados en dos matrimonios. Se entregaba por ellos, en cualquier circunstancia.

Al enviudar de Dora, se quedó con cinco niños. Genaro, Alfredo, Rafael, Efraín y Mery. El mayor frisaba los 12 años. La menor, era una criatura de apenas cuatro.

Tras cinco años de rigurosa soledad, se casó con Victoria, Mamá Victoria, con quien tuvo dos hijas; Gladys y Martha. Sus hijos, somos ciudadanos de bien, sin reproches ni lamentos. Formados en la escuela de Lambrama y en colegios de Abancay.

Lo recuerdo como al mejor padre que todos quisieran tener. Éramos muy amigos. Con él brindé mi primera cerveza traviesa, aún adolescente. Lo vi envejecer tierno y muy dedicado al Señor. No sé por qué, me decía Papá y a mis hermanos los llamaba por su nombre. Lo recuerdo siempre, riendo a carcajadas.

En Lambrama, Laureano Gómez Chuima, era un ciudadano de respeto, muy respetado y querido, con una legión de compadres y ahijados dentro y fuera del pueblo. Activo participante de las jornadas comunales, ya sea como presidente de la Comunidad o Alcalde distrital. Siempre dirigente, líder. De hecho, muchas generaciones de lambraminos lo recuerdan como un hombre cabal, buen ciudadano, autoridad competente y padre ejemplar.

 

Laureano y sus siste hijos, en Abancay, el año que partió a la eternidad.

Dedicado a la actividad agropecuaria, como todos los lambraminos, Laureano, era un reputado “ganadero”, que criaba, compraba, engordaba y comercializaba vacunos en Abancay y Lima. En razón de esta actividad, en casa no faltaba carne, en especial el “huachalomo”, con el que él mismo preparada jugosos salteados “a la chorrillana”.  Llegó a instalar, junto a sus hermanos Antero y Zenón, un pequeño centro de engorde en Cañete, lugar de paso obligado antes de llegar a los mataderos de la ciudad capital.

Por los menesteres de su actividad comercial viajó por muchos pueblos y localidades de Lambrama y Grau, donde además de hacer negocio, cultivó amistades fraternas, cuyas generaciones hasta hoy lo evocan.

Mantengo un vivaz recuerdo de sus prolongados viajes, que los hacía junto a dos o tres peones aguerridos, montado en su mula Roma o su caballo Chilingano, con quienes desafiaba noches, lluvias o heladas de las altas punas. Un botellón con café pasado no faltaba en su alforja compañera de viajes, muy prolijamente facilitado por Dora, en su momento, y por Victoria, luego. En muy raras ocasiones, sus hijos éramos partícipes de estas aventuras.

Foto  memorable. El día que contrajo matrimonio con Dora. En Lambrama, con sus padres y suegros.

Lo veo tecleando su guerrera Remington verde de metal, cuidadosamente colocada sobre una mesa tallada de madera, en el segundo piso de su casa, en Tomacucho, redactando escritos, actas de asambleas, padrones de sus negocios, cartas, solicitudes y demandas judiciales, cual reputado abogado.

En realidad era un lego en materia abogadil. Pero con su educación de Quinto de primaria, se declaraba un “tinterillo”, que le podía hacer frente a cualquier letrado encopetado de la corte de Abancay. De hecho, aunque no están registrados en ningún anuario oficial, don Laureano Gómez Chuima, le ganó juicios al Estado, post Reforma Agraria, en defensa de la intangibilidad de la hacienda comunal de Pucuta, en Lambrama, y de la privada Auquibamba, en Abancay. Cómo se jactaba de esos logros, cuando compartía con sus amigos.

Hoy, 23.10.2018, se cumplen diez años de su partida. Y sus hijos, nietos, hermanos, familiares, amigos y paisanos haremos una romería hacia el cementerio de Lambrama, donde descansa junto a Dora y sus padres, Julián e Higidia. El camposanto fue levantado, hace más de 50 años, en las afueras del pueblo, justamente cuando Laureano era alcalde.

Laureano falleció a los 87 años. Ese año, en enero del 2008, todos sus hijos y nietos, nos convocamos en Abancay y Lambrama, como presagiando el destino. Compartimos con Laureano y Victoria, inolvidables días.

Solemne y aun con su natural voz de mando, heredada de su inolvidable paso por el Ejército peruano, aunque ya con una figura encorvada y ganada por los años, Laureano dejó caer algunas lágrimas para agradecer emocionado esa conjunción de abrazos y amor familiar. “Gracias hijos, ahora sí ya puedo irme al descanso eterno”, afirmó categórico. Ese año se fue.

Descansa en paz Laureano, viejo Unca, eterno Huarango. El Apu Chipito, las aguas gélidas de la laguna de Taccata, tus predios de Occopata, Limunchayoc, Itunez, Luntiyapu, Ccahuapata, y los innumerables parajes por donde dejaste huella, como los inolvidables Cceuñapunku, Ccaraccara, Ccelccata, y otros más, donde hacías la ‘tinka’ con un compuesto de cañazo bien curado, te siguen extrañando.


Lambrama: Taccata pampapi

Lambrama: Taccata pampapi

Escribe, Efraín Gómez Pereira

Es innegable que los abanquinos sentimos inocultable orgullo por tener muy cerca a nuestros corazones y a una ligera distancia física, a la emblemática laguna del Ampay, formada por Uspaccocha y Angasccocha, hasta donde trepamos, hace más de cuatro décadas, en infante y traviesa aventura. Igual sentimos por la generosa laguna de Rontoccocha, proveedora del agua que alimenta a la variada producción agrícola en todo el valle primaveral.

Ampay, biodiversidad, agua, nevado, intimpas, tarucas, zorros, osos de anteojos, aventura, videos y fotografías para el recuerdo; es hoy, ruta obligada para el turismo de aventura local y de la que no escapan ni residentes, ni foráneos. “Ampay ccochacha, Mariño mayucha, vinochachus cahuac, tomarucuykiman…”

La misma sensación de orgullo la tenemos los lambraminos Waqrapukus, por la envidiable nobleza de la laguna de Taccata, unida en un abrazo milenario por las lagunas Orccoccocha y Chinaccocha.

Dice la leyenda que en los años aurorales, el cerro Waccoto y la laguna Mama Taccata andaban distanciados por mantener la hegemonía como el Dios Andino ante los pobladores de las inmediaciones. Los viajeros, arrieros y ovejeros, buscaban el amparo del nevado Waccoto, para lo cual le levantaban apachetas con piedras recogidas en las orillas de Mama Taccata.

 

Efraín en la laguna de Taccata, belleza natural lambramina.

La laguna Mama Taccata, herida en su orgullo femenino, castigaba a quien osara levantar una sola piedra de sus bordes, envolviéndolo con ichu y totora heladas.

En un amanecer lluvioso, con carga de rayos y truenos que se escucharon en todo el valle de Lambrama, Waccoto reaccionó furibundo y lanzó una enorme roca sobre la laguna. Esta rodó por las laderas, arrancando de raíz ichus y queuñas, con tal fuerza que abrió una brecha en medio de la laguna, partiéndola en dos. Así surgieron Orccoccocha y Chinaccocha.

En reacción febril, dolida y severamente afectada en su integridad, con fuerza inusitada, Mama Taccata envió con un potente huaracazo, un huevo de huallata que dio en la base el nevado, abriendo un enorme forado, que es como hoy se observa la cueva o Waccoto Machay. Desde entonces, ambos viven en relativa paz y, cada uno a su manera, vigila la integridad del otro.

Este lugar de encanto, es una joya natural que los lambraminos la han colocado en un pedestal del orgullo pueblerino. Taccata es una laguna emblemática para la comunidad campesina de Lambrama. Ubicada a 15 km en la ruta al distrito grauino de Curpahuasi, alberga en sus dos componentes, una enorme riqueza natural en flora y fauna que merecen ser estudiados con detenimiento.

La Dirección Nacional Técnica de Demarcación Territorial, de la Presidencia del Consejo de Ministros, al aprobar el Estudio de Diagnóstico y Zonificación de la Provincia de Abancay, señala “…La Provincia de Abancay…cuenta con un gran número de lagunas que son una reserva importante de este recurso hídrico, detallándose a continuación… “Laguna de Taccata (Orccoccocha y Chinaccocha), ubicada en el distrito de Lambrama, de la provincia de Abancay, a una altitud de 4350 msnm., las dos lagunas conforman una sola unidad geográfica”.

A este lugar se llegaba, antes que una carretera surcara por su mitad, a lomo de caballos y mulas, en caravanas familiares por vacaciones de fin de año, o en jornadas individuales correspondientes a la vida natural que se desarrolla en chozas de ichu, desde donde se custodian manadas de vacunos, rebaños de ovinos y tropas de equinos criollos, pertenecientes a los lambraminos. 

En la actualidad el acceso a Taccata es más fácil. La carretera la acercó a la población. En una sola jornada, se puede ir de paseo, que incluye relax, el almuerzo campestre, y la posibilidad de aventurarse a una pesca artesanal de truchas, que fueron sembradas por programas municipales o regionales.

Encanto de laguna Taccata, en Lambrama

En esta región, de frío gélido en ciertas épocas del año, se pueden avistar especies arbóreas y arbustivas de rebuscada presencia, que son usadas por los lugareños para proveerse de material de construcción de las chozas o de leña para sus cocinas o tullpas. La laguna tiene un habitual inquilino, la totora en abundancia que los lugareños la emplean para tejer sogas, trabas, petates y canastas.

El ichu abunda en las pampas y laderas de Taccata, como en toda la puna lambramina, y compite en prestancia con la fuerza del viento silbador y de las agresivas nevadas, cobijando waraccos y perdices; y brindando calor a los humanos que lo emplean para techar sus chozas o chucllas, que siempre están humeando, señal de que está siendo habitada.

También destacan por su ligera abundancia la queuña, quishuar y el chachacomo, así como las flores nativas de colores caprichosos como la sotoma y el surfu, que las jóvenes casamenteras o las casadas felices, las llevan hidalgas en sus sombreros tejidos con lana de oveja, haciendo un arcoíris de colores con mantas, botones y llicllas.

Las aves que viven en las aguas de Taccata son variadas. Patos, gallaretas, ajenjos nadando en fila india, como posando para las fotografías. Sobresalen las imponentes figuras de las gráciles parihuanas, vestidas de eterno rojo y blanco, así como las delicadas huallatas, que siempre van emparejadas. Halcones y águilas, vuelan entre las rocas, compitiendo en la bulla de los jacakllos, y siempre alejados del majestuoso cóndor, que muestra su figura de collar blanco, de cuando en vez. También se pueden observar perdices, cuculíes, búhos o tucos, loros, killinchos y sewar ccentes.

Taccata: Chinaccocha y Orccoccocha en fotografía del lambramino José Yupanqui P.

En la zona, hábitat natural de las vicuñas, se ha gestionado desde hace muchos años, el centro de protección natural de vicuñas, razón por la cual se pueden observar a estas bellezas en medio de las cercas y alambradas levantadas por los lambraminos y custodiadas por guarda parques campesinos, para cuya seguridad tienen un local comunal construido en un descanso entre las dos lagunas.

En las laderas de Taccata, mirando hacia el Waccoto, se han visto en muy raras ocasiones, zorros, gatos salvajes y unchuchucas. Las vizcachas que se deleitan trepadas sobre las rocas de las laderas en busca del sol, son codiciadas por los cazadores furtivos. Los guarda parques también se encargan de su custodia y defensa, al igual que de toda la flora y fauna de Taccata.

La laguna de Taccata es un centro de obligada visita para quienes desde lejos extrañan los aires, sabores y colores de la tierra que los vio nacer. Lambraminos o foráneos, deberemos aprender esta breve estrofa del huaino que le rinde terrenal homenaje: “Taccata pampapi tropantin vicuña, presocha rishactiy silvaykamuhuanqui. Tarucatapis, vicuñatapis tropanmanta taccanima; chaychus mana mamanmanta ususinta taccaruyman…”

La soledad de la Unca en Lambrama

La soledad de la Unca en Lambrama

Escribe: Efraín Gómez Pereira

Cuántas historias perdidas. Cuántas anécdotas familiares y comunales escondidas en la ausencia de sus coposos follajes. Cuántos amores forjados bajo sus sombras ausentes. Cuántos encuentros amorosos furtivos entre las húmedas encañadas de sus finos y caprichosos troncos, testigos silenciosos de esos avatares.

Al mismo tiempo, vivencias inolvidables de niños, adolescentes, jóvenes y adultos campesinos que, por la naturaleza de la vida rural, pasaron muchos años, quizás los mejores de sus vidas, en este pedazo de tierra lambramina, que hoy solo lo vemos en la añoranza, en una dolida añoranza.

Chozas de ichu humeantes y únicas, cabañas rústicas y acogedoras, casas artesanales con puerta y aldaba; cobijaban a familias de Lambrama y Atancama, que en períodos de pastura, se sucedían en este hermoso remanso, a orillas del río Atancama, para la crianza de vacunos criollos destinados a la producción de leche y quesos, los famosos “cachicurpas”; además de algunas ovejas, cabras y caballos.

El paraje se ubica en el extremo norte de la comunidad campesina de Atancama, una de las 19 comunidades del distrito de Lambrama. Está cruzado, desde que tengo memoria, por la carretera que une Lambrama con Chuquibambilla; y era, hasta el Siglo pasado, uno de los últimos bastiones de ecología nativa del distrito que, lamentablemente, la irresponsabidad humana, la ha convertido en solo recuerdo.

 



Lambramino Mario Chuima en Unca, con ejemplar sobreviviente de un bosque 
desaparecido por la mano del hombre. 

En Unca, lugar de travesías a la que nos referimos, había un hermoso bosque de Uncas –de ahí su denominación-, una especie arbórea forestal en dramática situación endémica. Desde lejos, se veía un manto verde oscuro, con algunos puntos claros salpicados, que correspondían a los corrales de crianza de los pueblerinos.

En el bosque, los árboles de Unca –milenarios, aliados naturales de los habitantes de la zona- se abrazaban en un pacto eterno, pugnando por ganar las primeras gotas de lluvia de temporada, entre setiembre y marzo, generando con la humedad creada en sus bases, una capa firme de musgos bien apretados, que eran a su vez, temporales cobijos donde se desarrollaban a libre albedrío y voluntad, las sabrosas, aromáticas y envidiabes Limanchos, esenciales para “endulzar” las tradicionales, legendarias y nutritivas lawas de choclo tierno o chuño.

Allí mismo, sus ramas caprichosas, que se escapaban firmes desde los troncos duros como el acero, sus hojas verdosas y sedosas, competían con sus vecinas por alcanzar la luz del sol serrano, mañanero, que a duras penas lograba contrastar con el frío andino, ya casi al mediodía.

Este bosque de Uncas, en Unca, no esta demás reiterarlo, era un pulmón ambiental, como muchos otros bosques naturales no solo de Uncas, sino de queuñas, tastas, chachacomos, alisos, layanes, sihuar, nogales, que nos dan vida, sin que nosotros valoremos ese gran aporte.

Las Uncas de Unca, servían a los lambraminos y atancaminos, para proveerles de leña de primera calidad, de madera fina para procesar mangos de picos y chakitaccllas, bateas, queros, platos, cucharas. Sus ramas duras se usaban como listones en la construcción de las mismas chozas altoandinas, que con techos de ichu compactado, crean un microclima que permite hacer frente el frío y a las lluvias torrenciales.

Solitaria unca, en fotografía de lambramino José Yupanqui P.

La Unca era una aliada natural en la crianza de los animales. Bajo sus sombras, se saboreaba leche recién ordeñada, calientita y salpicada de cancha de maíz chullpi. Manjares incomparables. Entonces no se advertía de riesgos para la salud. No se hablaba de “intolerencia a la lactosa”. Eran otros tiempos.

En los corrales de Unca se realizaban las tradicionales “waca markay”, en las que los comuneros, en fiesta de calor y tradición, al compás de tinyas y lahuitos, y alegrones por el compuesto de cañazo bien curado, identificaban sus animales con marcas de hierro candente en las ancas y astas, o cortes horizontales en las orejas de becerros y potrancas. Fiesta familiar, fiesta popular, que duraba una semana o más.

Quienes han tenido el privilegio de haber vivido algunas temporadas en Unca, tienen en su memoria, a flor de piel, el dulce sabor de los frutos de la Unca, que se recogían a mano abierta, sin límites. Privilegio de pocos que ya no se puede repetir.

La mano del hombe, la crueldad de su ignorancia que no mide ni proyecta el futuro, destrozó este bosque, este pulmón de vida, en los años 60, 70 y 80 del Siglo pasado. Desnaturalizados comerciantes panaderos de Abancay, irresponsables autoridades comunales de Lambrama, permitieron sin inmutarse, la depredación de ese hermoso bosque, del que se llevaron camionadas, no solo de los troncos y ramas, que son incomparables para leña, sino las mismas raíces a punta de dinamizados inhumanos.

Hoy en Unca, paraje de mil historias, solo quedan dos viejos árboles, como evidencia dolorosa de la crueldad del hombre. Estas Uncas, viven su propia soledad, ahora al amparo de la mirada de los lugareños, que aunque un poco tarde, han entendido que deben ser protegidos.

El Gobierno Regional, a través del programa de Bosques Manejados y del Sacha Tarpuy, que anuncia la plantación de 5 millones de árboles forestales, debe incluir a la Unca en el listado de especies nativas que son necesarios preservar como aliado de las defensas hídricas y del medio ambiente, además de la propia historia de nuestros pueblos.

Julia, de Lambrama

Julia, de Lambrama

Escribe: Efraín Gómez Pereira

Diminuta, de figura frágil y ojos vivaces. Dinámica y activa para todos los quehaceres domésticos. Presta, siempre dispuesta para atender al mínimo detalle cualquier pedido, cualquier encargo, por más difícil que se muestre.

Destacaba su natural humildad, que se confundía con una casi sumisión patriarcal. “Ari papay. Ari mamay. Ari niñucha”, repetía casi de memoria con voz delicada, a cualquier inquietud de los “señores de la casa”.

Su risa, fresca y chillona, era contagiosa. Creo que era su arma de defensa que le permitía afrontar cualquier momento malo. O, tal vez, esa era su personalidad. La vida era para reírse. A veces soltaba una carcajada que terminaba en lloriqueos quejumbrosos, llenos de lágrimas. “Chajcha pashña”, le increpaba alguien del entorno, no sin antes también reír contagiado por la muletilla soltada. Era inevitable no reírse con su risa.

Era una joven mujer libre. Quechuahablante. Campesina y pollerona. Se llevaba de maravillas con mi madre, Dora, a quien no solo admiraba, sino quería como a su propia madre.

Doña Julia, Julia Ccahuana, a quien veo eventualmente cada vez que regreso a Lambrama, era la empleada doméstica, la nana, la encargada de ayudar a una madre de cinco menores hijos. Dora, mi madre, la había “adoptado” apenas a sus ocho años y la cuidó y crio, como una hija más, hasta su matrimonio.

 

Julia, de Lambrama, con Efraín. Abrazo melancólico que se repite cada dos años.

Sus padres vivían en el barrio de Chucchumpi, hasta donde se llegaba a través de escaleras artesanales de piedra que intuían el camino. Cada vez que visitaba a sus padres, Julia nos llevaba, de regreso, canchita “chullpi” con pedacitos de “cachicurpa”, el queso lambramino de lujo. En casa había cancha en abundancia; pero, cómo disputábamos la que, desde su pobreza, nos traía Julia.

Hoy, a Chucchumpi se sube a través de una vistosa escalera de peldaños pavimentados, que sale desde la plaza de Armas, en línea recta cruzando Ccotomayu, por la residencia de don Manuel Milla, donde se encontraban los panes más sabrosos del pueblo y donde los comprabas, portando tu propia canasta de alambre, de paja o tu bolsa de tocuyo. No había bolsas plásticas, que hoy han invadido todos los rincones del mundo.

Julia se casó con un muchachón jovial que trabajaba en una mina de la costa. Dora y Laureano, armaron una gran fiesta, con chicha, arpa y violín. Se casaba su “hija” mayor. Le regalaron, además, un caballo y una vaca preñada. Ese día Julia soltó alas y voló hacia su nueva vida.

Ya casada, siempre regresaba a casa, a “ayudar en alguito”. El marido, se iba a la costa. Cada vez que este regresaba a Lambrama, una a dos veces al año, endiosado, masticando el español y enfundado en botas punta de acero, una casaca de cuero y luciendo un reloj de cuerdas en la muñeca, le llevaba ropa de colores chillones. Sombrero, zapatos y mantas nuevas. Julia vivía el paraíso en esos días, pues era a quien miraban con sana envidia, sus coterráneas, las mujeres de su edad. Julia reía. Vivía feliz. Era feliz.

Tuvo dos hijos. La hija, igual de risueña y reilona como ella. La “Evacha”, quien chiquita, “jalachaqui” y con su mantita de colores, heredada de su madre y que le cubría casi todo su cuerpo, acompañaba a Julia cuando visitaba la casa. Era la amiga de juegos de mi hermana menor, Mery, también chiquita, “ccoñasurucha”.

No tengo idea cuánto le pagaban de mensualidad a Julia. Obvio, no estaba en planilla, no tenía vacaciones. No era el uso corriente. Pero sí recuerdo que Laureano y Dora, mis padres, la consideraban muy bien, como a todos quienes trabajaron en casa, en la tarea de apoyo doméstico. Era una hija más. Compartía con ella y con otras trabajadoras del hogar, las sorpresas que nos llevaba desde Lima. Dulces, fruta, ropa.

Así como a Julia, recuerdo a otras niñas y adolescentes, que vivieron con nosotros, en un natural tránsito de su desarrollo personal, dejando su familia, su propia localidad para “aprender” en casa. Si, pues, aprendieron y mucho.

Recuerdo a Antonio –Antuco- que era un joven aguerrido, casi el secretario, el hombre de confianza de Laureano. Lo vi en casa toda la vida. Tenía su propio cuarto, sus propias pertenencias. Era nuestro compinche de juegos y travesuras. Era un hombre muy identificado con “Papá Laureano”.

Pero, regresemos con Julia. Se levantaba al despuntar el día, cuando las luces del pueblo, manipuladas por la destreza de don Mario Gamarra o don Cirilo Ayala, iluminaban las casas desde las cinco de la mañana, por unas cuatro horas. Luego la luz regresaba a las cinco de la tarde, también por cuatro o cinco horas. Lambrama tenía energía eléctrica por horas, como todos los pueblos de nuestra región. Eran otros tiempos.

Julia era experta en preparar humitas. Esperaba que estas lleguen a cocción, a vapor encamadas con pancas y ramas de anís; y casi a la medianoche, compartía un café con mi madre. A mí, me separaba, casi en secreto, dos o tres humitas “kulli”, que eran la predilección de los hermanos en los desayunos.

Cuando se trabajaba en las chacras, ya sea en la siembra, cultivo o aporque de maíz o papas, desde un día antes, Julia lideraba a un grupo de “mamachas” encargadas de preparar el picante consistente en arroz, tortillas, estofado, yuyo, papa sancochada, mote y ají. El picante de chacra era llevado por las mamachas, en grandes ollas de barro, protegidas en mantas de tela blanca, pulcra. La comida llegaba al campo en una procesión de mujeres que iban en fila india, con el alimento en las espaldas. Comer picante en las chacras era una aventura deliciosa y exclusiva de nuestra tierra. Hacías tus tenedores con trinches conseguidos en ramas de arbustos cercanos; mucho mejor si eran de “murmuskuy”. Era parte de nuestras tradiciones, inolvidables.

Hoy, Julia es una anciana que vive con su hija. Es amiga de Victoria, la viuda de Laureano, con quien también fructificó una amistad que rompe esquemas. Una le lleva alguna propina y ropa, aunque estén usaditas; la otra le llena de afecto y gratitud. “Yo he criado a los hijos de papá Laureano, que son tus propios hijos”, le dice en runasimi, entre risas. Ambas ríen. Ambas lloran y se abrazan.

Entre sonrisas y nostalgia, en el recuerdo y gratitud a Julia y a todas las Julias que “viven en casa de los señores”, mi homenaje a esta mujer que, sin proponérselo, me lleva a mi Lambrama de infancia. Viva la Vida.  


Un viajecito a Lambrama

Un viajecito a Lambrama

Escribe, Efraín Gómez Pereira

A cualquier hora del día, en el comercial y activo barrio de Las Américas, en Abancay, hay disponibles vehículos de transporte público con destino a Lambrama. Locales amplios han sido habilitados como terminales de ruta. Con boletería, controladores y seguridad incluidos.

Camionetas rurales, automóviles, coasters, combis, han definido la ruta por su dinamismo comercial y, porque desde hace más de un año, los 56 kilómetros de carretera que la separan de Abancay, lucen asfaltadas y en buen estado de conservación, fruto de las demandas del Frente de Defensa de Lambrama y sus aguerridos pobladores. A marcha prudente, se llega a Llactapata, la entrada a Lambrama, en menos de una hora. La tarifa promedio es de diez soles por pasajero sentado.

Atrás quedaron las amanecidas, tres o cuatro de la madrugada, con el despertar de los gallos y su ‘walpawaccay’, para coger el único camión que salía desde la explanada de la iglesia Guadalupe o del ovalo El Olivo, y que había que esperar hasta que, más o menos, se llene de pasajeros con bultos y cargas.

Más atrás aun, ya en los legados de la historia de cada quien; se inmortalizaron las incomparables travesías a bordo de los emblemáticos “Cholito Lambramino”, “Yuringa”, “Titina”, “Gustavito”, “Virgen del Carmen” y otros medio camiones, que hacían de los viajes, desde y hacia Lambrama, aventuras que quedaron marcadas en nuestras memorias.

Dos o tres pasajeros en caseta, algunos sentados sobre barandas acondicionadas como asientos en la carrocería, y los más, parados o sentados en sus propios bultos, hacían un espectáculo irrepetible. No había prisa. La destreza de los conductores y el auxilio de los ayudantes, que generalmente eran menores oficiosos, hacían del viaje un paseo original; cansado, polvoriento, pero original.

Barrio de Chimpacalle, visto desde Chacapata

Cuánta nostalgia al evocar esas travesías, que se repetían al inicio del año escolar, en las vacaciones de medio año y en la clausura del año lectivo, en el glorioso y centenario colegio Miguel Grau, de Chinchichaca.

Hoy, si hay necesidad o prisa de estar en Lambrama, se puede optar por un taxi, ida y vuelta. La antaño lejana Lambrama está ahora, a un paso de la ciudad primaveral. Efectos de la oferta y demanda y del crecimiento económico registrado en la región Apurímac, y que se hace evidente con estos detalles, que muchas veces no son considerados en las estadísticas.

Pero sigamos viajando. Antes de abordar el vehículo que nos debe llevar a Lambrama, una pasadita por el mercado Las Américas, para proveernos del incomparable ‘pan chuta’ o ‘pan común’, todavía en bolsas del plástico, que deberán ser desterradas en algún momento, por el bien de nuestro futuro. Algo de fideos, azúcar, aceite.

En la avenida Panamericana, a provisionarse de una buena galonera de aguardiente de caña, para compartir con los paisanos y familiares, que veremos luego de algún tiempo. Casi simuladas, entre los resquicios de un maletín súper cargado, algunas pendas de vestir nuevas y usadas, que serán entregadas, también disimuladamente a la mano, a niños, hombres o mujeres, que se nos crucen en el camino de tránsito desde la plaza del pueblo hasta Tomacucho, antigua residencia familiar, que es de obligada y añorada visita. Un ramo de flores, en el que destacan rosas blancas y rojas, alcanzado por Victoria, debe llegar fresco para alegrar los nichos de Laureano y Dora.

Esta vez nos tocó un ‘station wagon’ blanco, conducido por un larguirucho jovencito de no más de 25 años, bañado en un natural perfume dominado por el sudor del día o de la acumulación de los días. Lleva una polera azulgrana con el 10 de Messi. No importa, estoy en el asiento trasero junto a la ventana, que irá abierta durante todo el trayecto. A mi costado viaja Lino, mi hermano, que regresa a su pueblo después de tres décadas. Por la comodidad, tomamos los tres asientos.

Adelante, junto al perfumado conductor, viaja una señora, que a pesar del calor serrano que quema sin tregua, no se quita ni la chompa tejida con lana gruesa a colores vivos, ni el sombrero de pana negro ajado, que lleva un par de flores andinas, ya marchitas, pero que deben cargar el recuerdo de una reciente celebración fiestera.

Tras surcar el valle de Abancay e Illanya, subiendo desde el puente Sahuinto, trepamos la subida de Chucchupisccana, desde donde se aprecia el valle del río Pachachaca en su esplendor magnitud. El equipo de sonido del vehículo se desvive haciendo sonar huainos antiguos de Los Chankas, Los Errantes, Los Campesinos, Heraldos, en una bien seleccionada colección lanzadas desde un USB con lucecitas.

Apenas volteado el abra, se divisa la antigua hacienda de Matara, hoy convertido en un pequeño centro poblado, y donde aún prevalecen los frutales y la ganadería lechera que abastece al mercado abanquino. Parada obligada para proveernos de algunas naranjas y mangos, frescos y maduros en todo su dulzor natural, todavía libres de contaminantes pesticidas o fertilizantes.

El viaje continúa. No tenemos apuro. Tranzamos con el chofer que nos espere el tiempo necesario para el retorno. Pues es más que seguro que nos alegraremos de la visita. Una cusqueñas de trigo, nos esperan en la tienda de la plaza. Será inevitable saludar y agradecer con reciprocidad el afecto de paisanos y familiares. No faltaba más.

Con la confianza del retorno asegurado, y la generosidad de la señora de la chompa gruesa, paramos en casi todos los caseríos o centros poblados de la ruta, para tomar fotografías y conversar con las gentes, de algo y de nada. Algunos nos reconocen y respondemos con abrazos sinceros.

Así, pasamos por Marabamba, Suncho, Chirhuay, Molino, Soccospampa, Paccaypata, Urpipampa, Sima, Itunez, Ukuiri, en cuyos parajes se conservan para la eternidad, el sello lacerante de la pobreza y la indiferencia de las autoridades.

En Suncho, donde destaca una posta médica con buena imagen externa, tomamos un caporal de chicha de jora, a un sol el vaso. Más arriba, bajamos del carro y pasamos caminando el legendario y terrorífico Huairacpunku.

Huayracpunku, en la ruta Abancay-Lambrama
 

En Chirhuay, paramos a fin de tomarnos unas fotografías sobre el puente que cruza el río Lambrama para encaminar hacia Siusay. Allí mismo, tarareamos el huaino himno de los lambraminos, compuesto por las damas lambraminas Dora Pereira y Jesús Peralta: Candadito. “Candatido, aceromanta llavechayoc. Pirac kichallasunki, manarac ñocca kicharucti. Ccantac kanki sedachamanta, ñoccatac kasac bayetamanta. Kuska kuska purachallata Singer maquina serahuasunchis. Ccantac kanki trigochamanta, ñoccatac kasac cebadamanta, kuska kuska purachallata Chirhuay molino, kutahuasunchis”…

Cantando huainos que sonaban sin parar, llegamos a Lambrama, casi al mediodía. El primer sorprendido con la visita es Dino, que se prodiga en atenciones. Antes de ir a Tomacucho, unas velas en la tienda de la esquina y pedimos al flaco del carro, nos lleve al cementerio. Allí, las flores son levantadas en botellas de plástico cortadas y puestas en los accesos de los nichos. Unas lágrimas por el recuerdo de los padres y abuelos. Una salud con Lino y Dino. La nostalgia envuelve el momento, pero hay que continuar.

Abajo, en la plaza, hay un desfile comunal que está llegando a su final. Destacan los ponchos y polleras a colores de una delegación de hombres y mujeres de tercera edad, que gozan de los beneficios del programa social Pensión 65.

Ese grupo, encabezado por Cipriano Gómez, de 70 años, desfila con su propia banda musical; los Kaperos de Lambrama, integrado por Jesús Sequeiros, 91 años; Feliciano Espinoza, 87; Tiburcio Sánchez, 90 y Santos Aimara, 65 años. En el grupo falta don Bautista Rojas el recordado "Patita", quien con casi 100 años, vive postrado en Abancay. Tarea para las autoridades y docentes de Lambrama, inculcar y promover nuestra cultura entre las actuales generaciones para que estas ricas expresiones no desaparezcan. Para ello el municipio distrital debe respaldar los esfuerzos del colegio y su banda de música, cuyos instrumentos fueron donados por Eliseo Villegas, para que los niños y jóvenes cuenten con el apoyo permanente de un profesor de música.

 

Músicos lambraminos en fiesta de aniversario.

Tras visitar la casa de Tomacucho, donde dejamos otras lágrimas de nostalgia, compartimos con los primos Lázaro, Rolando, Cipriano, Juan, Eliseo, Pablo, Mario, los Kaperos, el alcalde distrital y otros amigos y paisanos, jóvenes y viejos. Fue un viaje de nostalgia a raudales. Observé a Lino, embelesado por los recuerdos de su alegre infancia en Tomacucho y Paccaypata. Ofreció regresar pronto.

Lambrama y sus calles estrechas, su plaza que conserva un envidiable verdor donde se yerguen arbustos de especies nativas; su iglesia colonial San Blas, con sus legendarias campanas del “Chincapum”; su mercado de abastos con salón comunal. Lambrama con su escuela primaria en plena plaza, frente al palacio municipal; su estadio que sigue siendo el mismo de hace décadas; la comisaría que mantiene su arquitectura de adobe y calamina del siglo pasado; sus casas de un piso que rodean la plaza, paradero obligado de cuanto carro pase por sus espacios, rumbo a Grau y Chalhuahuacho. Su inmejorable vista de la serpenteada escalera a Chucchumpi; del manantial inagotable de Ccotomayo; del milenario puente de Chacapata; de la poza generadora de energía de Surupata.

 

Centro de Lambrama, vista desde Surupata.

Lambrama de un par de hoteles, algunas bodegas y restaurantes que ofertan menús a 5 soles, con sopa de chochoca y trucha frita; Lambrama de algunas calles pavimentadas, con su tradicional Michihuarkuna ya convertida en calle transitada.

Lambrama, donde la pobreza es el común denominador en sus 19 comunidades, tierra de esperanza y posibilidades, cobijada al amparo del Apu Chipito, vive con la esperanza que la desigualdad que lacera sus entrañas sea revertida.

La pobreza mayoritaria, la anemia arraigada en sus niños, el alcoholismo no controlado, sus viejos abandonados, merecen más atención. Sus autoridades tienen el deber de gestionar el futuro con desarrollo. Sus pobladores, sus hijos dentro y fuera del pueblo, estamos obligados a aportar algo de nuestros esfuerzos. Así debe ser.

domingo, 21 de febrero de 2021

Recuerdos infantiles de Lambrama

Recuerdos infantiles de Lambrama

Escribe, Efraín Gómez Pereira

Recorrer las calles de Lambrama, además de la agitación natural de un sexagenario, nos remonta a nuestra niñez e infancia, inolvidable y nostálgica etapa, plagada de inocencia, alegría y despreocupaciones.

La estrechez acogedora de sus jirones, todos de tierra y piedras, nos permitían multiplicar travesuras, juegos, escapadas y caminatas con otros mozalbetes, con quienes se armaban grupos de infantes sudorosos, apurados, sin tregua, libres, incansables.

Las tres callecitas de tierra siempre húmeda de Chacapata, paso obligado para saltar a la subida –cuán enorme se veía- hacia Chimpacalle y de ahí, correr raudo hacia el pozo de Surupata, donde se generaba energía eléctrica, para darnos un chapuzón jalasikis (desnudos); eran de otro mundo. Piedra sobre piedra y barro resbaladizo.

Madrugar con un carrizo y anzuelo en mano, para pescar río arriba, desde Tomacucho hasta Uriapo; o río abajo, hasta Huaranpata, eran episodios que nos prodigaban de ricas truchas que, bien fritas y crocantes, engullíamos con choclo tierno de Huaycco, cancha chulpi, mote paraccay, chuñofasi, o ricas papas Ccompis de Ccahuapata. Una taza de café recién pasado, tostado con cáscara de naranja y azúcar rubia y molida en batán, era la base perfecta a la que se sumaban los panes chuta de la panadería Milla.


Tierra y piedras, calle nostálgica en Tomacucho, Lambrama.

Saltar a brincos desde Yarccapata, hacia las graderías de Chucchumpi, saludar a la volada a los primos o mirar de reojo a alguna pukauyacha (carita rosada), y desviarnos raudos hacia Occopata, juntar los caballos para ir por leña con Antonio, al frondoso valle de Tanccama, eran de otro mundo. En la ruta, como en Luntiapo o Taribamba, era inevitable, no arranchar plantas maduras de maíz para saborear el rico huiro, si estaba picado por el Tancayllo, mucho mejor. Un Tautaco hecho de ramas de Murmuskuy e hilo de cabuya como cuerda, creaba el fondo musical perfecto, con tonadas de huaynos lastimeros copiados de radio Tahuantinsuyo.

Bajar desde la esquina de Pampacalle, cruzando Ccotomayo, pasar por la plaza sin mirar a nadie y, casi a hurtadillas, llegar a Michihuarkuna, buscando un resquicio escondido para descargar líquido renal, era también aventura rutinaria. Michihuarkuna emblemática era, además, un remanso escondido para el arte de amar de principiantes.

Michihuarkuna es hoy una avenida asfaltada, un atractivo e iluminado malecón que nos permite mirar el verde valle, Planta wasi, el río ronco, siempre ligero y cristalino. También observar, a la luz del sol, achinando los ojos, el abra de Llakisway, K’aukara y el Apu Chipito, cargado de nieve en algunas épocas del año.

 

Antigua emblemática Michihuarkuna, hoy jirón Unión.

El fulbito macho se hacía con pelotas de jebe, trapo o de ispay-furu (vejiga de toro) en el patio de la escuela o en la pérgola de la plaza, al que se sumaban trotes inacabables de chapitas, trompos, tiros, chuchos, cometas, aros, o farfanchos en una esquina cualquiera, en la plaza, o en el parque infantil de un rodadero y un sube y baja, a espaldas de la iglesia matriz.

En Uraycalle, la distracción se trasladaba hacia Llactapata y el estadio, donde hacíamos lo mismo que en la plaza, pero en más compañía. Para la sed, nada mejor que zambullirse en el mismo río, o en la caída de agua permanente de Ccotomayo, que bajaba desde Occopata, donde había un estanque levantado en el mismo puquial, desde donde se distribuía agua entubada para el pueblo, que recogía el líquido en caños ubicados en las afueras de algunas viviendas.

Al mediodía, en época de vacaciones, la diversión se concentraba en el paradero de los carros que llegaban de Abancay o iban hacia Grau. Los niños se arremolinaban en torno a los vehículos para otear quien llegaba. Por si algún tío o primo venía de Abancay trayendo panes o dulces. A veces había suerte.

Incursionar en las chacras aledañas al pueblo para “robar” huiros; entrar a escondidas al fundo de don Manuel Milla, para “cosechar” frutos de capulí; cazar pichinkos y tortolitas con hondas de jebe, con su “pampan” hecho con lengüetas de zapatos viejos, formaban parte del conjunto de juegos que ocupaban el día a día de los niños.

Las noches frescas, serenas con luna llena y estrellas fugando en el firmamento, eran aparentes para los juegos mixtos. Con la libertad permitida en un pueblo donde todos se conocían; infantes y adolescentes, ocupaban las bancas de la plaza, los poyos de las tiendas, para armar grupos e improvisar la chancalalata, berlina, ampay, las escondidas, al “papá y mamá” donde aprendices de amantes, insinuaban sus intenciones, exitosas muchas veces. El juego finalizaba cuando don Cirilo Ayala o Mario Gamarra, bajaban las llaves de la mini central que generaba luz eléctrica por horas para el pueblo.

 

Plaza de Armas, de Lambrama, escenario de miles de historias.

Las calles de Lambrama se han transformado a tono con la modernidad. Quedan algunas con la nostalgia de siempre. Las veredas de asfalto se han superpuesto a las paredes de adobe o champa; los pasajes de tierra, piedra y lodo son ahora de concreto. No hay huecos donde se pierdan trompos o chuis; las veredas nuevas relucen su integridad, hasta un pronto aviso de reparación.

Los niños de ahora juegan, sí juegan, pero la mayoría en la soledad de sus casas. Como en otros lares, juegan con sus dedos y sus ojos, aislados del mundo por los teléfonos móviles que han invadido el pueblo. Solo el fulbito, que sigue siendo el gran imán de convocatorias, los reúne de vez en cuando.

Es la modernidad que nos hace extrañar con aires de dolida nostalgia, esos gritos infantiles, emocionados y cargados de fantasía que retumbaban en los recovecos de la plaza y repicaban en musical eco, en las torres de la iglesia San Blas: “Ampay, ampay… salvo a mis compañeros”.

 

jueves, 18 de febrero de 2021

Víctor Ugarte, mi hermano

Víctor Ugarte, mi hermano
Escribe, Efrain Gómez Pereira

Amigo entrañable, solidario, sincero y querendón. Crecimos juntos una infancia feliz, despreocupada y sana. Teníamos un buen soporte en nuestros padres: Lucho y Laureano; quienes, a su vez, eran amigos, socios, compadres.

Como todo adolescente abanquino de los años setenta, vivíamos con la rapidez de los vientos mirando qué hacer más adelante. Patas en el colegio Miguel Grau, de la misma promoción; hermanos en el barrio, compartíamos experiencias y aventuras, que nos hermanaron de tal manera, que en la actualidad, cuando hablamos por teléfono o chateamos por el WhatsApp, que es muy seguido, nos tratamos como hermanos. Somos hermanos.

Si mal no recuerdo, la primera “borrachera” atrevida juntos, aun adolescentes desinhibidos, fue a punta de un trago añejo que se comercializaba en la bodega de sus padres: una Guinda dulzona y rasposa. 

Esa bodega, nos proveía cigarrillos “Dexter Junior”, que extraíamos subrepticiamente de los escaparates, sin que don Lucho reparara. Con las pitadas ahogadas, haciendo argollas con el humo, nos sentíamos bravos, osados. A la hora del recreo, la cajetilla salía de las medias de uno de nosotros y trepados a los eucaliptos de las inmediaciones del colegio, un poco alejados de la piscina, dábamos rienda suelta a nuestra libertad, a nuestra expectante madurez. Al salto de adolescente a joven.
En el puente Pachachaca, antes de la pandemia. 

En la avenida Díaz Bárcenas había un bar emblemático “El Girasol”, en la misma cuadra del tradicional “Arpachayuc”, donde recalaban jóvenes y adultos, buscando refrescantes cervezas y tararear huaynos ayacuchanos, que salían de una gigante radiola operada a monedas de Un Sol. 

Allí, en medio de mesas y sillas de metal y plástico, alguna noche de época colegial, nos cayó la batida y llegamos seriamente asustados a los calabozos de la Guardia Civil, que quedaba frente a lo que hoy es el Poder Judicial. Había que explicar qué hacíamos dos jovencitos, a las 10 de la noche, en un bar cantinero.

Las explicaciones dadas al policía no convencieron. “Estamos haciendo la tarea de Castellano”. Nada de nada. Al calabozo. Los dos teníamos a mano cuadernos y lapiceros de apunte, en los que habíamos trascrito las letras de la canción “Un Pasajero en tu Camino” de Los Errantes de Chuquibamba, que el profesor Peralta había encargado. Explicación no válida. “Ustedes estaban bebiendo cerveza. Son menores, sus padres deben enterarse”. 

Dejamos la comisaría una vez llegó don Lucho, a liberarnos. A él sí le creyeron que estábamos haciendo la tarea de colegio. Fue una época inolvidable. No solo estudio, tareas, sino juegos y diversión. 

Ahora que ambos formamos parte de una generación abanquina que frisa o está en los sesenta, la edad de la solidez, que afrontamos con el natural temor a la situación actual, que se está llevando amigos y familiares, recuerdo esa época de maravillosa amistad que se ha cimentado con el paso de los años y me permito, a través de estas líneas, abrazar virtualmente a mi hermano: Víctor Ugarte Solís, que está de cumpleaños.

La verdadera amistad no se mide en tiempo ni distancia; solo está ahí, para el momento oportuno, necesario; para todo momento.