Chacapata: puente en el recuerdo
Escribe, Efraín Gómez Pereira
Había una enorme roca liza empotrada en el acceso al puente que hermanaba Chacapata con Chimpacalle. Servía de rodadero a los niños de las inmediaciones. Alguna vez intentaron despedazarla a punta de infructuosos dinamitazos. Quedaron hoyos perforados, del diámetro de una barreta, como evidencia del vano esfuerzo. El tránsito era peatonal y ahí comenzaba el camino de herradura hacia Marjuni, Mariscal Gamarra y otras comarcas vecinas de Lambrama.
El río siempre tronador, por el cauce precipitado que golpeaba las corrientes de roca en roca. El agua siempre cristalina, espumosa, con excepción de las épocas de lluvia cuando se hacía color chocolate. Un hermoso y frondoso lambras, siempre verde, competía con una pequeña pero firme unca, en dar sombra a la poza natural de donde se recogía agua para consumo humano en jarras de barro, puyñus y makas. El lambras tenía como hospedero natural a una enredadera que daba frutos agridulces: el rico tintín.
El camino hacia el vertedero de agua bordeaba la residencia y la huerta familiar de don Laureano Gómez, mi padre, por donde transitaban desde madrugada, hombres, mujeres y niños afanosos. Eran vecinos de los barrios de Chacapata y Tamacucho, en Pampacalle, al fondo del centro poblado que permitía una vida en paz y sosiego permanentes.
Chacapata y Tamacucho, conjugaban la vivencia de contadas familias que, en el transcurso de varias generaciones, edificaron sus viviendas de adobe, con techos de paja, teja o calamina, con huertas generosas de hortalizas para el diario comer.
En Tomacucho, los hermanos Laureano y Andrés Gómez, alimentaron de vida y alegría a sus huestes, en casas vecinas que rodeaban a la de la abuela Higidia. Laureano tenía una huerta pegada al río, con hortalizas, asnapas, uchus, rosales, nogales y capulíes; donde en algunas épocas tenía como inquilina a una vaca lechera Holstein “Princesa”, que prodigaba sorprendentes cantidades de leche fresca, todos los días.
En la misma zona, los Espinoza, Ayala, Laguna, así como los Luna, Medrano, Tello y Gamarra, compartían una vecindad de envidiable hermandad. La tía Ceferina, con su leal “opa” Julián, ofrecía sus saberes de curandera y partera. Muchos lambraminos vieron la luz de la vida, con la ayuda de las expertas manos de Ceferina.
Los patios cercados, eran refugio de gallinas y patos criollos que ofrecían nutrientes huevos y crianzas siempre productivas. En los muros periféricos de los patios, pegados a las paredes de las viviendas, habían hermosas pilas de leña seca de unca, huarango, tasta, queuña, que eran el combustible natural, recogida en bosques cercanos como Tanccama, Llakisway, Unca, Ccaraccara, Motoypata.
La vecindad tenía expertos zapateros, alfareros, herreros, veterinarios que compartían sus capacidades a cambio del afecto y reciprocidad, que eran palabra hecha ley.
Hacia abajo, circundando al puente, en el barrio Chacapata, estaban las familias Gamarra, Chipana, Zanabria, Mendoza, Miranda, Villegas, Quintana, Teves, Ccahuana y otras que al igual que sus vecinos de más arriba, convivían en casas grandes, con la misma riqueza o pobreza que la de los otros y algunos con sus infaltables huertos con durazneros, que eran la atracción de traviesos infantes.
En esta parte del pueblo, había una herrería, dedicada a los quehaceres domésticos de hojalatería, que con el aporte de una pequeña e incansable fragua ponía a disposición de los lambraminos, picos, lampas, allachus, herrajes, cuchillos y todo lo especializado en estos menesteres.
El tío Mario, responsable de iluminar de madrugada las calles y viviendas del pueblo desde su centro de comando de Plantawasi, nos prodigaba, con la sapiencia y hábiles manos de su señora, la tía Julia, de panes artesanales salidas de un horno casero.
Chacapata, el barrio de la canchita de fulbito, tenía su propio encanto. En el espacio callejero que permitía jugar el deporte más popular, se hacían competencias “a muerte” entre pikis vecinos hinchas de la “U” y Alianza, y a veces del Cristal. Ccalachakis o con ojotas, algunos con zapatos recios “sokros”, corríamos sudorosos tras una pelota hecha de trapos o de una original de Lambrama; una bola inflada hecha con la vejiga seca de un torete: un “Ispayfuru”. A veces el partido terminaba cuando el río se tragaba la pelota, impulsada por el patadón de uno de los aguerridos.
Cruzando el puente, la callecita empinada de tierra y piedra, era el inicio de la ruta señalada a pueblos vecinos. Desde Chacapata hasta Chimpacalle, habremos transitado miles, millones de veces, buscando una libra de azúcar donde la tía Trini, o un Sol de pan donde la tía Tiburcia, o simplemente de visita a las tías Saturnina y Alberta; o hacia la poza de Surupata, a gozar ccalasikis, de sus heladas aguas en un baño atrevido.
El puente de Chacapata, hecho en faenas comunales, con listones firmes de eucalipto y ramadas de lambras, layan o nogal y cubierto de champas compactas con tierra y grama, era la aduana del pueblo. Daba la seguridad al paso de caballos con cargas pesadas, de manadas de toros, recuas y tropas de animales de crianza o de comercio.
La poza que se formaba en la base del puente, de no más de cuatro o cinco metros de luz, era escenario final de juegos carnavaleros, hasta donde eran llevadas en huantuna las limacas de jean y zapatillas. Hoy, el puente es de material noble. Las calles van mejorando. Un cambio necesario que permite a los lambraminos seguir transitando con seguridad desde Chacapata hasta Chimpacalle. Nosotros seguimos transitando en la nostalgia de los años idos, con la seguridad que muchos añoraremos con pena contenida, a nuestro querido puente de Chacapata. Ama wajaspalla, llactamasikuna.