jueves, 27 de enero de 2022

Las truchas de Lambrama

Las truchas de Lambrama
Escribe, Efraín Gómez Pereira

La hermosa fotografía que ilustra esta nota, nos motivó a escribir sobre el río Lambrama, recordando nuestras travesías infantiles en busca de las preciadas truchas. Desde muy niños, menos de diez años de edad, solos o acompañados de hermanos, primos o amigos, salíamos muy de madrugada, equipados de un anzuelo y un carrizo, a “truchar” en sus generosas torrenteras.

Al despuntar el alba, advertidos por el bullicio de los pichinkos que rondan la huerta familiar, provistos de un allachu y una cajita, recolectamos lombrices, en especial las rojitas y delgadas, para ser usadas como cebo en el anzuelo. 
Río Lambrama, cobijado por Apu Chipito, en fotografía de Juan Carlos Gamarra Ramos. 

Las mejores lombrices o cuicas, se encontraban en la huerta de tierra negra, ubicada entre las viviendas de Vidal “Ttanaco” Zanabria y Zoilo Gamarra, en Chacapata, a donde se ingresaba subrepticiamente, engañando inclusive a los chakuallccos.

Para obtener el apetitoso manjar había que ser paciente y disciplinado. El anzuelo bien amarrado al hilo de nylon, el plomo o “tete” ubicado a una cuarta exacta del gancho, la carnada bien colocada cubriendo todo el metal, eran elementos que aseguraban una buena pesca.

La aventura empezaba en el mismo puente Chacapata, desde donde se surcaba el río hacia abajo hasta Huaranpata o hacia arriba, hasta Uriapo. Había pozas en los que nunca se fallaba, porque siempre te regalaban ejemplares pequeños o grandes. Los muy chiquitos eran devueltos al río. El desayuno familiar esperaba las truchas.

Una a una, las pozas o claros de agua eran asaltadas por el carrizo, a la espera que caiga un ejemplar o pique una trucha. Al sentir el jalón del carrizo, así sea muy leve, había que levantar con firmeza la caña de pescar y, aleluya, un culebrón del pescadillo te ganaba la primera sonrisa. La pesca sería buena.

Para juntar las capturas, era necesario buscar un palito en forma de gancho, una pallcca de murmuskuy, con características muy especiales y donde se ensartaban las truchas por las agallas. Había mañanas en que la sarta traía hasta dos docenas de truchas. 
Lagunas lambraminas muy bien aprovechadas para la producción de truchas en jaulas flotantes municipales. 

En jornadas más amplias, salíamos a pescar al río Atancama, por los parajes de Unca y Cruzpampa, con cosecha asegurada. También íbamos al río Kisuará, por el apretado valle Chocconccoy, bajando desde las espaldas de Pichiuca para recalar en el puente de Paccaypata. Ahí la pesca era abundante. Para cargar las truchas se tenía que usar talegas. Otros tiempos, sin duda.

El río Lambrama que nace en las alturas de Queuñapunku, se alía en Ccahuapata, con los riachuelos procedentes de Llakisway y Yucubamba, para trasuntar por más de 30 kilómetros, valle abajo, hasta llegar a Facchac, y sumarse al caudal del Pachachaca, ya en valle abanquino. En su tránsito, capta las aguas de los ríos Atancama, Kisuará, Molino y otros riachuelos de agua dulce y cristalina.

Es un río de aguas libres y saludables, fruto de la erradicación de mineras ilegales que en algún momento pretendieron enquistarse en su curso superior. Esa condición –libre de contaminación- le permite albergar en sus cauces, una potencial riqueza hidrobiológica que es muy bien aprovechada por emprendedores locales.
Uso empresarial del recurso hídrico para la instalación de granjas y criaderos de truchas.

En la cuenca se han instalado en los últimos años criaderos y granjas familiares de esfuerzo y capital privados, con apoyo del programa estatal Procompite, que están en producción y se encuentran en Lambrama, Atancama, Soccospampa, Suncho, Choccemaray, Marjuni, Cruzpata, Chirhuay, Urpipampa, Caype, Payancca y otras jurisdicciones, que integran a 25 socios. A estas se suman las jaulas municipales instaladas en lagunas altoandinas, con el Programa Nacional de Innovación en Pesca y Acuicultura, que también están en producción.

Lambrama y su recurso hídrico es un gran potencial para emprendimientos como la crianza de truchas. Los mercados locales y, especialmente, los de Abancay, tienen una predilección por la trucha lambramina, que por su sabor y color, es disputada por comerciantes y restaurantes.
Las truchas lambraminas son activas participes de las ferias o festivales que organizan los municipios de Abancay y Lambrama, en los que se comercializa la producción obtenida en los criaderos y en las lagunas. Hay un buen camino para el desarrollo exitoso de las piscigranjas o truchicultura en Lambrama y sus comunidades. Bien por ello.

lunes, 24 de enero de 2022

Sigue la lucha por el relleno sanitario en Abancay

Sigue la lucha por el relleno sanitario en Abancay
Escribe, Efraín Gómez Pereira

Nuestra alegre y primaveral ciudad de Abancay, al parecer está condenada a vivir en ambiente de contaminación permanente, entre otras causas, por las emanaciones de gases y vertidos tóxicos del colapsado botadero municipal de Quitasol, ubicado a escasos dos kilómetros del casco urbano.

La salud ambiental de la tierra de los Pikis, que es mentada en épocas de campaña electoral como una acción prioritaria, no es de interés de quienes hoy gobiernan la capital de Apurímac. Los abanquinos deben reaccionar, ahora.

Las declaraciones de emergencia decretadas por el ministerio de Ambiente y las órdenes judiciales que disponen la inmediata ejecución de obras para un relleno sanitario, como respuesta a las luchas de los pobladores de Quitasol y del Frente de Defensa de Abancay, son desconocidas temerariamente por las autoridades.

Como objetivo estratégico de campaña municipal, Guido Chahuaylla ofreció “Implementar relleno sanitario para el buen manejo y gestión de los residuos sólidos” y como meta para el año 2022: “90 % de la población beneficiaria hacen uso adecuado del manejo y la gestión de los residuos sólidos”.
Pobladores de Quitasol, lideran luchas por relleno sanitario para Abancay

Ya está en el último año la gestión edil y nada de eso hizo. Al contrario las iniciativas populares y el proyecto de relleno sanitario ya financiado con recursos de la cooperación internacional que espera la contraparte municipal, fueron torpedeadas negligentemente, con pretextos vanos.

Por esta inoperancia que linda con la omisión de funciones y atenta contra Derechos Constitucionales, la Asociación de Propietarios y Productores Agrarios Patrón Santiago de Quitasol y el Frente de Defensa de los Intereses de Abancay, denunciaron penalmente y presentaron Acción de Amparo contra Guido Chahuaylla Maldonado, alcalde de Abancay.

La respuesta judicial fue una Sentencia de Vista de la Sala Mixta de la Corte Superior de Justicia de Apurímac, en agosto del 2021, disponiendo la clausura inmediata del botadero municipal de Quitasol y la implementación de un plan de recuperación de las áreas degradadas.
Botadero municipal de Quitasol, colapsado foco de infección, que debe ser cerrado. 

La sentencia está en fase de ejecución y obliga a Chahuaylla a acatarla bajo apercibimiento de imponer las medidas coercitivas legales. Se conoce que ante la resistencia edil, el juzgado ha ordenado enviar todo lo actuado al Ministerio Público, para que intervenga conforme a sus atribuciones.

La lectura legal de esta renuencia municipal a acatar disposiciones superiores, es que podría desencadenar en multas acumulativas millonarias y en la destitución del cargo del alcalde de Abancay. 

Entre tanto, los pobladores de Quitasol y el Frente de Defensa, se mantienen en alerta permanente para seguir bregando por la salud de los abanquinos, con la certeza que el proyecto “Mejoramiento y Ampliación de la Gestión Integral de Residuos Sólidos Municipales de la Ciudad de Abancay” con Código SNIP 2162888 se hará realidad, en este o en el próximo gobierno edil.

Eso significa que Abancay debe contar, tarde o temprano, con un relleno sanitario, que incluye la infraestructura de disposición final de residuos sólidos y la recuperación de áreas degradadas. Obra que llevaría tranquilidad a los habitantes de Abancay y Tamburco, y a alejar los riesgos de contaminación que hoy son alarmantes.

jueves, 20 de enero de 2022

Gracias, "Profe" Genaro

Gracias, “Profe” Genaro
Escribe, Efraín Gómez Pereira

Hay situaciones impensadas que marcan nuestro derrotero sin medir tiempo ni distancia. La madurez, esa condición de elevada responsabilidad con la propia existencia que se adquiere con el paso y peso de los años, a veces sorprende a uno cuando recién está empezando a crecer, cuando está en el tránsito generacional de niño a adolescente o de este a joven.

Yo tenía siete años de edad, cuando mamá Dora falleció en Lambrama. Laureano quedó viudo con cinco menores hijos: Mery, de cuatro; Rafael, de nueve; Alfredo, de once y Genaro de trece. Laureano, mi padre, era un emprendedor exitoso que le permitía a la familia afrontar sin aprietos el tema de la manutención. 

Sin embargo, había una ausencia dolorosa y muy difícil de suplir: la Mamá y su amor. Tras cinco años de riguroso luto, Laureano rehízo su vida de pareja casándose con “mamá” Victoria, con quien incrementó la prole con la llegada de Gladys y Martha. Victoria llegó con Lino, de siete años. La familia se asentó en Tomacucho, retomando un ritmo de vida tranquila, en un pueblo apacible.
Alfredo, Gladys, Efraín, Mery, Rafael, Martha y Genaro, los hermanos Gómez de Lambrama, con Apu Chipito de fondo. 

Genaro, el adolescente mayor de los hermanos, vería que su desarrollo existencial sería trastocado severamente, pues con el tránsito de los hermanos hacia Abancay, para seguir estudios secundarios en el Miguel Grau y Santa Rosa, asumió la tarea de “padre y madre” para sus menores.

Lo recuerdo ordenado, pulcro y respetuoso con los encargos que le dejaba Laureano. Era un menor/joven que además de cumplir sus labores de colegial y normalista, administraba la casa, primero en la residencia de don Ángel Villar, por la capilla el Señor de la Caída, y luego, en la calle Grau, en los dominios de don Luis Ugarte.

Genaro era el primero en levantarse y despertar a los hermanos. Nos guiaba, en grupo armonioso, a la pensión de Efraín “Zorro” Salas, por los alimentos del día. Se encargaba que en las tardes no falte el tradicional lonche, para lo cual pedía los insumos a don Lucho (azúcar, leche, café, panes) anotando los pedidos que eran pagados a fin de mes por Laureano.

Los fines de semana se dedicada a lavar y planchar la ropa de los pequeños. Una plancha Gallito a carbón era duchamente manejado por Genaro, quien además revisaba que todos estemos aseados y presentables para la semana entrante. Con esas lecciones diarias todos los hermanos sabemos cocinar, lavar, planchar, limpiar como rasgo natural.
Con los hermanos, disfrutando una broma de Laureano, hace más de una década en Abancay. 

Genaro creció con una marca diferenciada. Una elevada responsabilidad que le impidió, de alguna manera, hacer lo que los adolescentes y jovencitos colegiales hacen comúnmente; es decir: jugar, pasear, enamorar, soñar. No había tiempo para ello y si lo había, debía hacerlo con extremo celo y cuidado, porque de él dependía la seguridad de cuatro menores.

Apenas culminada la secundaria, en el colegio Miguel Grau, fue enviado a Ica. Papá quería que su hijo fuera policía. Sin embargo, vestir de verde no estaba en los planes del impetuoso Genaro. Quiso ser profesor y regresó a Abancay donde, además de cuidar a sus menores, participó del fútbol competitivo. Jugando por La Salle llegó a una final de la Copa Perú, en el Estadio Nacional de Lima. 

En vacaciones de verano, en Lambrama, apoyaba las actividades productivas del hogar. Era un jovencito ágil y veloz para las tareas cotidianas que Laureano le confiaba. Caminaba a grandes trancos, un chaski incansable.

Como docente paseó sus conocimientos por diferentes escuelas de la región dejando huella en centenares de niños y niñas, quienes hoy lo recuerdan con cariño. Como todo ser humano, ha afrontado la existencia con errores y aciertos. 
Con nuestros hijos Efraín y Omar, en Lambrama, en noviembre 2021.

Hoy, que cumple 70 años bien vividos, es un hombre jovial, atento, sereno y cariñoso con su entorno. En sus llamadas telefónicas, que son habituales, nos encomienda al Señor, y a no dejar de orar por nuestros padres. Habla el quechua con una dulzura envidiable.

Lo rememoro así, al adolescente y joven, en su papel de “padre y madre”, a quien a través de este espacio, le rindo homenaje con emoción de hermano agradecido tomando el nombre de mis hermanos, de sus hijos, su esposa que, estoy seguro, sienten lo mismo. Todos al unísono, le decimos: Gracias “profe” Genaro.

domingo, 16 de enero de 2022

"Mamitay, ninachaykita"

“Mamitay, ninachaykita”
Escribe, Efraín Gómez Pereira

Cinco de la madrugada, el viento sopla con inusitada fuerza meciendo la copa de los nogales, eucaliptos, layanes y lambras que rodean en un abrazo a la generosa huerta familiar. Los rosales, ajíes y capulíes se sacuden aferrándose a sus raíces. Desde el frente, los apus Chipito y Kaukara, vigilan atentos el valle de Lambrama.

El silbido de la ventisca mañanera compite con el bullicioso tronar del río, que haciendo escuchar su agresividad permite distinguir cuando arrastra piedras que al golpearse con otras, genera un sonido fantasmal, de temor obligando a los vecinos a persignarse con preocupación cristiana.

En esta competencia natural, entran a tallar los pichinkos, tuyas y piscalas, que se desviven por entonar trinos en el alba, cual despertadores naturales de la vecindad. Acompañadas por el alegre y repetitivo “pichiu pichiu” del pequeño gorrión o pichinko, y los variados tonos musicales de sus pares, las familias se prestan a iniciar el día, un día que debe ser de labor productiva. 
El autor de la nota en una chuklla cercana a Taccata, en Lambrama. 

Es la hora en que los hermanos Gómez, despiertan en sus camas de los altos, en la casa de Tomacucho. Es la hora en que don Cirilo Ayala o el tío Mario Gamarra, activan sus dominios y conocimientos sobre el generador de energía eléctrica ubicado en Plantahuasi. 

La luz eléctrica se enciende poquito a poco, formando la luminosidad desde un puntito amarillo que se deja ver en los focos ubicados en el dormitorio de una prole de niños felices, hasta iluminar por completo los aposentos obligando a sus ocupantes a despabilarse y levantar cueros.

Como si fuese una ceremonia pre establecida, los hermanos se lanzan en un coro sin tregua: “luz, luz, luz…”, hasta que se hace la luz. Ocupación diaria que nadie sabe cómo surgió o quién lo inventó y que queda como la marca de un hierro candente en el recuerdo familiar.

La llegada de la luz activa el enorme receptor Nordmende, apostado sobre una repisa ubicada en el cuarto de los padres, para sumar al bullicio de madrugada saludos imaginarios y huainos alegrones emitidos por Hualaycho, desde Radio Tahuantinsuyo del Cusco, o por Luis Pizarro Cerrón, de Radio El Sol de Lima.

A esa misma hora, cubierta de un mantón de lana a cuadritos, un sombrero negro de pana gastado, con toquilla oscura; la abuela Higidia, espigada, delgada y de lento caminar, se saluda tocando el sombrero con el índice derecho, con un natural “monotias mamitay”, con su vecina doña Jesusa, quien lleva entre manos un pedazo de teja rota – un kallmi- y se acerca a la cocina donde ya está mamá Dora, o “mamá” Victoria, en sus respectivas épocas, a quienes le pedirá un poquito de fuego. 

“Mamitay, ninachaykita”, pide doña Jesusa en un dulce y casi apagado quechua que redondea también con un apacible saludo: “monotias mamitay”. Una vez dentro de la cocina familiar, que esconde en sus esquinas rumas de leña seca, ollas enormes para chicha, y donde se ve cututos y cuyes correteando dinámicos bajo la mesa; doña Jesusa se arremolina en su pollera y se sienta frente al fogón. Espera unos minutos y se retira con otro dulce “gracias mamitay”. 
La casa de Tomacucho, en Lambrama, escenario de la costumbre ancestral del nina mañakuy. 

La vecina lleva el fuego de la vida entre manos, en un pedazo de carbón o una bosta seca –excremento de vacuno- que se convierte en elemento conductor del fuego. Todavía imagino que la veo desde el balcón de los altos, caminado de regreso a su casa, a unos 200 metros, avivando el fuego con soplidos permanentes que evitarán este se enfríe o se apague. 

Una vez en sus dominios, la tullpa compuesta de dos piedras de río juntadas como un puente que atrapa los leños, se avispará con el calor esperado, avivado con la fukuna, y alimentado con ramas secas de tayancos y tastas, recogidas oportunamente en las cuestas de Motoypata.

Se trata de una rutina lambramina que se repite desde siempre, en todas las vecindades de Uraycalle, Pampacalle, Chucchumpi, Chimpacalle y otras. Costumbre de un pueblo donde era natural el “nina mañakuy” o el pedir fuego.

El historiador lambramino Policarpo Ccanre Salazar, recuerda que ante la imposibilidad de hacerse de un fósforo de uso diario, muchas familias lambraminas de escasos recursos, utilizaban esa costumbre arrastrada de sus abuelos o desde mucho antes. “La gran mayoría recurría al vecino a pedir candela en un kallmi o llevaban una bosta para prenderla”. 

Refiere también que había familias que para evitar el “nina mañakuy”, enterraban con ceniza, las brasas de carbón en la “kuncha” o fogón artesanal, para que se mantengan vivas durante un buen tiempo. “Así un lambramino que volvía de la chacra en la tarde no necesitaba pedir candela al vecino, sino podía reavivar el fuego que cubrió con ceniza”.

Esta costumbre urbana se practica con mayor énfasis en las alturas, donde las familias hacen vida productiva, aisladas de la población por muchos meses, dedicándose al cuidado y crianza de sus animales, vacunos, ovinos y equinos.

Una cabaña, choza, chuklla o jatus, como un cono techado de paja que crea un microclima favorable en su interior, está ubicada a una distancia relativamente alejada de otras, por lo que la cercanía social, natural entre los hombres, es una necesidad de práctica poco frecuente. 

En las alturas no hay vegetación que se pueda utilizar como leño o combustible diario, por lo que tener una reserva de troncos de queuñas, chachacomos, tastas, uncas o tayancos llevados de las quebradas, es una verdadera riqueza.
Los vecinos de las alturas recurren al uso de las raíces del ichu o paja, que es abundante en la zona, pero el elemento más requerido, buscado y custodiado es la bosta seca de ganado vacuno: la ccawa. 

Las familias andinas se esmeran en recoger estos elementos y juntarlos en las inmediaciones del jatus, armando montículos que se convierten en insumos indispensables para el sostenimiento de la vida, a través de la provisión de alimentos cocidos.

Los leños de especies arbustivas nativas muy escasas, son vitales para mantener vivo el fuego que garantiza la elaboración de alimentos diarios. La ccawa se convierte en un elemento básico para el “nina mañakuy” entre los vecinos de las alturas, quienes deben tener una destreza superior para trasladar el fuego del vecino hasta sus predios sin que este se extinga.

La ccawa es también usada en las quebradas, tras la cosecha de maíz, para preparar huatias y calentar hornos para elaborar los deliciosos y acaramelados dulces de calabaza.

Enterrar las brasas con ceniza de raíz de ichu o de mazorcas de maíz, es una práctica ancestral que permite a los lambraminos, tener la seguridad que mañana habrá mate de sotoma caliente en el desayuno, y para el almuerzo, una deliciosa lawa de chochoca salpicado de charki, que además de prodigar de nutrientes y proteínas, brinda un sabor incomparable. “Mamitay, ninachaykita”, frase ancestral, tan natural como el saludo diario.

lunes, 10 de enero de 2022

Adiós, Juliana "Tía Lora"

Adiós, Juliana “Tía Lora”
Escribe; Efraín Gómez Pereira

Juliana Mariño Almanza, ¿la ubicas? ¿Y a la tía Lora? Todo miguelgrauino de los años 70, 80 y 90, debe recordarla, tiene que recordarla, porque forma parte de la memoria local que ha acompañado a miles de jóvenes de muchas generaciones de abanquinos, estudiantes del colegio Miguel Grau, de Chinchichaca.

Ha fallecido Juliana, la tía Lora, la recordada y añorada tía Lora, que con su carisma a flor de piel, su prominente nariz de envidiable olfato, imponente presencia a través de sus deliciosas e incomparables papas rellenas, se había ganado el cariño de muchos.

No había recreo más enjundioso entre la prole de muchachones de todas condiciones, que pugnábamos por hacernos de una, muchas veces, inalcanzable papita de la tía Lora. Misios o con propinas que nos caían de vez en cuando, era una suerte de ahorro dirigido, guardar la moneda hasta el primer recreo de la semana, con la cara ilusión de saborear el amasijo del tubérculo relleno con no sé qué y frito, sabe Dios en qué aceite. 
Imagen de la Tía Lora, perennizada por el arte de Sergio Quispitupa. 

La joya culinaria, grasosa y picante, se mostraba una sobre otra, encima de dos azafates de fierro enlozado blanco, despostillados de tanto uso y jaloneo, y cubiertos con un mantel que en algún momento habría sido blanco. El mantel “wiswi” de tanta grasa, tenía su propio atractivo.

“Lorenza”, como la llamábamos y no Juliana, como debía ser, era la vivandera más esperada en las pausas del Miguel Grau, de Abancay. Apenas sonaba la campanada que anunciada el recreo, los pikis de primero, segundo, hasta quinto de media, salíamos en tropel, a la “gana gana”, a fin de lograr ese apetitoso manjar, cubierto de ají, un ají muy especial que obligaba a querer más y más.

La picante y sabrosa uchucuta verde, salía de un pote de plástico, con una cuchara hábilmente manipulada por la tía Lora quien embadurnaba la papa, que ya la tenías en mano, previo pago de un sol de oro –esa moneda amarilla, grandota- sin servilleta ni platillo descartable. A la mano, así esté sucia. ¿Miedo a una infección? Nada de nada. Parecíamos inmunes, curtidos.

Las bandejas de papa, custodiadas por un guerrero voluntario, a cambio de una papa o una porción de canchita con ají, esperaban humeantes en el último peldaño de las graderías de la canchita de fútbol. El más aficionado y reincidente en hacer de vigilante de las papas rellenas era el “Oso” Juro. Claro, se ganaba una papa gratis, para él solito.

Mis recuerdos me ubican al “Chino” Huertas, haciendo gala de su capacidad adquisitiva, comprando hasta dos papas al hilo. La primera la engullía de un solo bocado, dejando sus labios verdes y picantes; y la segunda la saboreaba con una calma de aristócrata, como diciendo “mírame”. Alguno de nosotros se acercaba a pedirle una “jachudita” y el muy jodido, para no compartirlo, ni siquiera el olor, lo salpicaba con su saliva. Igual, seguíamos siendo amigos.

“Lorenza” o Juliana, siempre calzaba un sombrero blanco con un cintillo negro y un mandil a cuadritos con dos bolsillos bien grandes. El “toma y daca”, entre la vendedora y los compradores era natural, sin cajeros ni protocolos. Todo a la mano y muy de prisa.

En las celebraciones por el centenario del colegio la tía Lora, al igual que los auxiliares Meleco y Blas, así como todos los profesores miguelgrauinos, fue paseada sentada en una carpeta, por el perímetro de la loza deportiva, en hombros de la promoción 75, al grito eufórico y ensordecedor de “Tía Lora… tía Lora..”, en una fiesta irrepetible. 

El año previo a la pandemia la vi por última vez durante las celebraciones grauinas de octubre, en cuya fiesta era infaltable y donde era reconocida y disputada por todas las promociones de exalumnos, para perennizarla en una fotografía. 
Arturo Molina, Efraín Gómez, Iván Miranda y José Luis Miranda, promoción 75, sobrinos de la tía Lora, en las fiestas grauinas pre pandemia.


En esa oportunidad, como todo un caballero, le ofrecí un vaso de Cusqueña de trigo, heladita. Se disculpó alegando el cuidado de su salud y me pidió “más bien ayúdame a identificar a tus colegas que me deben”. Había aun morosos añejos por las papas rellenas que habían degustado hace cinco décadas. Nos reímos en grupo y vimos a la tía Lora, feliz entre sus huestes, sus hijos, nietos, ahijados, sus agradecidos comensales.

Descansa en paz, querida y entrañable Tía Lora. El colegio Miguel Grau, te llora. Abancay, te despide agradecida.

domingo, 2 de enero de 2022

El viejo layan de Tomacucho

El viejo layan de Tomacucho
Escribe, Efraín Gómez Pereira

El viejo árbol de layan o sauco, como se le conoce en otras regiones, siempre estuvo ahí, en su dominante esquina del enorme patio de la casa de Tomacucho, en Lambrama, en las faldas del apu Chipito. 

Compartía el privilegiado espacio con otros dos árboles que crecían casi apretados, pero eran un poco menos imponentes. Era el vigía, el vigilante, la aduana de quienes cruzaban la calle que separaba la residencia lambramina de don Laureano Gómez Chuima; hacia arriba con las de doña Casiana y la “hermana” Casimira, y hacia abajo, con las viviendas de la abuela Higidia, el tío Andrés, y las de doña Aurelia y “chaki” Jesusa.

Era hospedero natural de tuyas, piscalas, pichincos, chejollos, ccentes, y otras aves locales, que en las frías madrugadas nos regalaban incomparables conciertos de música variada, inigualable. Pero sus inquilinos predilectos, sobre todo en época de fructificación, eran los chihuacos, plomizos, feos y odiados por los vecinos, porque es ccencha o malagüero.
En una esquina de la casa de Tomacucho se levantaba imponente el viejo layan, hoy ausente. 

Lo recuerdo desde que lo vieron mis ojos. Erguido y fuerte. Siempre verde y en ocasiones con generosos racimos de layanruru, que le disputábamos de puro jodidos, a los chihuacos, a los chanchac chihuacos, a los saltarines chihuacos.

En sus troncos firmes y añosos de una textura blanca brillosa, se ataban toros y caballos, con reatas y lazos trenzados de cuero repujado y engrasado; y procesado artesanalmente. Desde sus ramas prolíficas se extendían cordeles para secar ropa gruesa: frazadas, ponchos, costales, llicllas. En algunas ocasiones para secar carne deshidratada de vacunos y ovinos, convertidos en apetitosos charkis y cecinas, que se guardaban en bolsas tejidas de lazos curtidos, que eran colgadas en las cumbreras de la despensa.

En sus coposos follajes se armaban chacllas o cahuitos, unas ramadas tejidas con listones delgados de eucalipto, lambras, del propio layan u otras especies arbóreas de la zona, donde Antuco Chicclla, Vidal Zanabria, Eusebio Gómez, Agapito Huallpa y Angelo “Haya” descargaban buenos lotes de chala fresca a la espera que sequen al natural, y estaban destinadas a apaciguar el hambre de los animales domésticos en épocas de ausencia o escasez de pastos.

En esas chacllas jugaban los hermanos y sus amigos de Chacapata y Tomacucho, hombres y mujeres, hasta donde se trepaban sin temor a las caídas o a los golpes. Si alguno de ellos se venía al suelo, un lastimero “ayayau caraju, siki nanay”, y nuevamente al techo de chalas, a seguir jugando.

Sus ramas y troncos también fueron amigos cómplices de los hermanos, que jugábamos trepados, haciendo de Tarzán andino. Colgados de sogas amarradas a un nogal que se levantaba dentro de la huerta, a unos pocos metros, hacíamos piruetas atrevidas, emulando al rey de la selva o a los míticos chinchinas o danzantes de tijeras de las fiestas de Corpus Cristi, como Actuncha Vargas, o Lliulli, ídolos de los maktillos de Lambrama.

En épocas de lluvia, octubre a marzo, el patio de Tomacucho, era invadido de barro impidiendo que los niños extiendan sus juegos a ese lugar natural, dejando, sin embargo, un claro milagroso de sombra y ambiente seco, en las faldas de la copa del layan. Ese era un escenario alterno para los juegos infantiles. Era el lugar disputado por los hermanos.

Las ramas cortadas por los niños traviesos se llenaban de agua de lluvia convirtiéndolas en posaderos de occollos y sapos enanos, que eran cazados y descuartizados sin misericordia por los maktas y pashñas juguetones. 

Había tal naturalidad en esos juegos que nadie, ni los mayores, se inmutaban por esas aberraciones. No sabíamos de la sociedad protectora de animales, o cosas por el estilo. La vida era así, al natural.

La última vez que estuve de visita por Tomacucho, me dolió su ausencia, como si se tratase de un ser humano, un familiar, un amigo, un vecino o vecina que ya no está ni para una fotografía de recuerdo. Y es que hay elementos de la naturaleza, como ese viejo y entrañable layan, que forman parte imborrable de nuestra existencia.