Mis abuelos en el recuerdo
Escribe, Efraín Gómez Pereira
Resulta difícil generar un árbol genealógico cuando no se tiene a mano los documentos que acrediten los orígenes y existencia de los ancestros, sino testimonios variados y aislados. En mi caso, lo más cercano que pude llegar fue hasta mis bisabuelos y abuelos, con información basada en recuerdos de mis tíos Zenón, Antero y Virginia.
La fotografía que ilustra esta nota corresponde al casamiento de Laureano y Dora, mis padres, tomada en las afueras de la casa de los Pereira, en Lambrama, hace más de siete décadas. Aparecen para la posteridad, José Rafael Pereira, Dora y Celestina Tello; Julián Gómez Gamarra, Laureano e Higidia Chuima Trujillo.
José, Dora, Celestina. Julián, Laureano e Higidia, los abuelos y padres de los hermanos Gómez Pereira, de Lambrama.
Es innegable que para la época, esta unión rompía esquemas. Mistis e indios, formando familia, era casi inconcebible, más aun en un pueblo pequeño donde todos sabían lo de todos. La llegada de Laureano al entorno de los Pereira tuvo que sortear serios cuestionamientos. Los Pereira, con un corte de abolengo casi racial, habrían negado en un principio esta osadía de los Gómez, indios quechua hablantes, pero con una presencia social y económica de especial connotación en el ámbito distrital.
La ventaja que llevaba Laureano, era que se trataba de un mozo atrevido, informado. Conocía Lima, licenciado del Ejército, sabía de negocios. Con quinto de primaria, era un cholo-misti bien hablado y firme en sus aspiraciones y decisiones. Dora sumó con creces a la decisión, marcando su propio deseo que finalmente se impuso. Venció el amor.
Laureano y Dora, edificaron sus raíces en Tomacucho, en una casa grande habilitada por Julián e Higidia, y levantando en los primeros años, la residencia de Los altos. Allí se formaron sus cinco hijos, los hermanos Gómez Pereira.
El bisabuelo materno, Martín Pereira era un próspero negociante de abarrotes y propietario de terrenos agrícolas. Un hacendado. Con raíces en el poblado de Pacobamba, en el distrito andahuaylino de Huancarama.
José Rafael, el abuelo, fue hermano de Arturo y Costantino, blancos, altos y de buena presencia. Era un tipo muy apuesto, un caballero. Siempre al terno, servidor de la agencia de Correos que en Lambrama tenía una oficina. Recuerdo que llevaba bigotes bien cuidados; un reloj Longines cruzado en su chaleco. Un bastón inseparable y un sombrero de pana oscuro. Su conversación era muy dulce, seseaba las palabras dándole un especial énfasis. “Buenos días, papá”, era mi saludo.
fotografía familiar.
Celestina, mi abuela materna, era una mujer menuda. Muy serena. Llevaba lentes oscuros y un sombrero de paja que bailaba al son de su caminar. La visitaba a propósito buscando sus galletas de animalitos y sus caramelos Perita y Monterrico. Me gustaba el lonche con pan común y leche hervida que preparaba en una cocinilla eléctrica, que se sonrojaba hasta no más poder con la energía procedente de Plantahuasi.
En su huerta, que bordeaba la casa grandota levantada al costado de la iglesia San Blas, hacíamos el gana-gana por lograr las frutillas que crecían a su libre albedrío bajo las pircas de piedra o en los cantos de las acequias. Otros tiempos, sin duda.
Por el lado paterno, Julián, el abuelo, era según los testimonios, prole de un Inca. Fernando, el bisabuelo, era un indio terrateniente cuyas propiedades abarcaban desde la plaza, Ccotomayo, Occopata, Pampacalle, Chacapata y Tomacucho. Casi un tercio del centro urbano era su dominio. En las afueras del pueblo tenía propiedades muy personalizadas como Gomezmocco, Gomezpata, Gomezpampa, Yucubamba, Ccaraccara. Su madre, Apolonia Gamarra, era natural de Anta, Cusco, hija de un soldado arequipeño que tras la guerra recaló en Lambrama, huyendo con una hija de tres años.
Fue de los primeros lambraminos en tener un vaquero encargado de cuidar sus manadas de reses y tropas de caballos en las alturas. El vaquero era un indio que se asentaba con toda su familia en una choza levantada en las punas, para hacerse cargo de la custodia de los bienes de otros.
Julián, era un hombre de baja estatura pero de fuerza hercúlea, peleador, capaz de levantar con el dedo meñique un odre con un quintal de aguardiente. Era un viajero contumaz, un arriero, que se aventuraba llevando y trayendo, a lomo de mulos, carne seca, cecina, aguardiente de caña, café, cacao, coca, chocolate, chancaca, vinos, machas secas, cochayuyo, en periplos que duraban meses desde Lambrama hasta Cusco, Quillabamba, Puerto Maldonado, y por la costa, Chala y Acarí, en Arequipa.
Lo recuerdo sentado sobre un pellón de lana en la entrada de la cocina, en Tomacucho. De raleadas barbas, escondía, sin embargo, un frondoso bosque de pelos blancos en el pecho.
Higidia, la abuela paterna era una mujer quechua hablante, grandota y delgada. Nunca dejaba el mantón y sombrero tejidos con lana de oveja. Preparaba unas lawas de chuño o chochoca de sabor incomparable, con hojas de muña como su secreto. Alguna vez la miraba fijamente el rostro tratando de ver las marcas dejadas por las secuelas del sarampión y su reacción severa en un quechua también severo: “¿Qué me miras, acaso hay pelea de toros en mi cara?”
Con raíces abanquinas por los Trujillo, el apellido Chuima procede de Patapata, en Chuquibambilla, Grau. Hija de Rosa Trujillo, madre soltera natural de Payancca, se dice que un criador de llamas, un llamichu rico de Patapata, la adoptó como hija concediéndole el apellido Chuima.
Los abuelos son parte importante en la formación de las generaciones familiares. Sus raíces tienen cimientos que soportan troncos y ramas que seguirán extendiéndose en el tiempo. Vale la pena mirar el pasado, aunque sea el más cercano, para sentir orgullo de nuestras raíces. ¿Y quién no?