Epopeya del lambramino Marcelo Chuima
Escribe, Efraín Gómez Pereira
Hay hechos suscitados en pequeños pueblos que con el paso de los años se convierten en leyenda. Lambrama en sus casi 200 años de existencia como distrito, tiene personajes notables, que destacan por haber alcanzado logros impensables, casi épicos.
Laureano y Zenón, mi padre y tío, respectivamente, narraban extasiados, el orgullo que sentían de llevar el apellido Chuima, legado por su madre, doña Higidia Chuima Trujillo, una campesina quechua hablante de gran prestancia en Lambrama del siglo pasado.
El orgullo estaba relacionado a la capacidad dirigencial, paternal y humana de su tío Marcelo Chuima Trujillo, campesino también quechua hablante, y propietario de vastos terrenos comunales en Atancama, Sima, Utawi y Lambraspata, con presencia notoria en la quebrada de Weqe, bañada por las aguas del río Atancama.
Hermoso valle de Lambrama que integra Sima, Itunez, Weqe y Atancama. [Fotografia de Luis Yupanqui Pumapillo].
De niño, cuando vacacionábamos en la casa huerta de Itunez, gozando de leche fresca, queso, choclos tiernos, duraznos, nísperos, anteporotos y las rebuscadas naranjas agrias, subíamos hasta Weqe, para gastar el trasero de los pantalones vaquero, rodando a piernas sueltas, incansables, en una gigantesca piedra llamada Suchuna, un rodadero natural.
Era, al igual que las praderas de Unca ubicada en la misma cuenca, escenario de la fiesta de los Wakamarkay que don Laureano y los Chuima, organizaban en los meses de cosecha de maíz, cuando los vacunos de la familia bajaban de las punas a disfrutar de pastos y chala que eran abundantes en las quebradas, con Itunez como eje de referencia.
Hasta Weqe bajaban en otros momentos para abrevar, los toros que Laureano nos hacía cuidar en las pasturas de Jukuiri y Cuncahuacho. Íbamos tras ellos, huaraca en mano o pajareando pichinkos, con hondas de jebe hechizos, en un ambiente de vida tan natural que no conocía horarios, menos preocupaciones.
Weqe era, asimismo, lugar de relax tras los juegos infantiles que disfrutábamos en las laderas de Calizfaccha, desde donde corríamos, cuesta abajo, montados en hojas de cabuya o paqpa, hasta darnos de pies, rodillas o siki, contra las pirkas de piedra que resguardaban del río. Travesuras inolvidables.
Este escenario maravilloso del recuerdo, fue cuna de Marcelo Chuima Trujillo, el tío abuelo a quien evocamos en esta breve semblanza. A inicios del siglo pasado, Lambrama era un pueblo pequeño, ordenado, organizado y aparentemente pacífico, donde todos vivían en armonía comunal.
Como en otros pueblos de esa época, las brechas entre ricos y pobres, entre mistis y cholos e indios, eran naturales, parecían naturales. Los abusos cometidos por los hacendados, por las autoridades, por el propio “gobernador” –que era casi el dueño del pueblo- parecían no molestar a nadie. Era en pan de la normalidad.
Los cholos que aspiraban a formar familia, debían cumplir con atender al gobernador, entregándole sin pago alguno, toros, vacas, caballos, ovejas, cerdos, gallinas o cuyes. También trabajar en sus chacras, dejando de hacerlo en las propias. Era una obligación impuesta por las costumbres, sino serían sometidos a sanciones y castigos.
Marcelo, un hombre fortachón, decidido, inteligente y calculador, veía esta realidad con extrema preocupación. “Abusivos, carajo”, mascullaba en su soledad, rumiando alguna acción que ponga coto a esa realidad.
Y se presentó la ocasión, hace más de cien años. Con prepotencia y abuso de poder, el misti Bautista Tello, a través de leguleyadas y favoritismo de las autoridades locales, se apropió de amplios terrenos agrícolas de Marcelo, en Sima y Utawi, formalizado el accionar con decisiones judiciales tanto en Lambrama, Chalhuanca, Abancay y Cusco.
Al conocer el fallo, Marcelo cerró los puños y apretó los dientes hasta ponerse colorado. Pensó en mil cosas para ir con todas sus fuerzas para recuperar lo suyo. “Imatak caraju, ñoqapan chai allpacukunaqa”, apuntaría como base de su batalla que daría que hablar en los siguientes meses. Lambrama y los lambraminos se verían conmovidos.
En Cusco fue amenazado de muerte si persistía en el caso. Regresó a Atancama y por varios meses vivió escondido en los montes. Al mismo tiempo acumulaba documentos que respalden su posición de propietario. Juntó a la familia y les informó su decisión de viajar a Lima, en busca de justicia. Algunos lo apoyaron, otros le tildaron de loco.
Con esa mirada inicia una epopeya digna de ser contaba en mil idiomas. Acompañado de tres paisanos, uno de ellos, un Peralta de Urpipampa, empieza una peregrinación hacia Lima. A pie, de día y de noche, por tres meses. Sus alforjas cargadas de maíz, charki, queso, molidos, y sobre todo de fe y esperanza, se apretaron en las caronas del chusco criollo en una dura travesía que cruzó el río Pachachaca, Andahuaylas, Ayacucho, Huancayo y Lima, superando gélidas temperaturas de las punas y el seco calor de la costa. En el camino tuvieron que hacer charki del caballo que de tanto esfuerzo había muerto.
El centro de operaciones de Marcelo fue la plaza San Martín, durante dos meses. Allí se juntaba con algunos paisanos ya afincados en Lima, quienes al enterarse de la osadía del lambramino, acudían prestos a ayudar, a colaborar “aunque sea con alguito”. Allí conoció a un abogado cusqueño que enterado del caso se ofreció ayudarlo sin costo.
El primer escrito presentado ante la Corte Superior, resolvió el caso en favor de Marcelo. Los magistrados, con las evidencias documentadas que expresaban abuso y usurpación de propiedad declararon nulo todo lo actuado en Abancay y Cusco, y con el sello lacrado por la orden judicial, la epopeya de Marcelo Chuima, coronó el cielo. Además, logró que el Estado peruano le brinde garantías personales a Marcelo y familia.
La tinka con cañazo, por los apus Utawi y Chipito, selló el logro inimaginable, pues apenas llegado a Lambrama, tras otra travesía también de varios meses, recuperó sus tierras y otras más, convirtiéndose en un pequeño gamonal. Lambrama y la justicia lambramina marcaron un antes y un después. Elevaron el color de la justicia hasta las alturas. Dicen que las nieves perpetuas que acariciaban la cresta del Chipito brillaron como nunca antes y el sol andino reverberó por varias semanas. Desde esa fecha, que no tiene calendario marcado, Marcelo es una leyenda y orgullo de los Chuima de Weqe, de Atancama y de Lambrama.