Gracias, “Profe” Genaro
Escribe, Efraín Gómez Pereira
Hay situaciones impensadas que marcan nuestro derrotero sin medir tiempo ni distancia. La madurez, esa condición de elevada responsabilidad con la propia existencia que se adquiere con el paso y peso de los años, a veces sorprende a uno cuando recién está empezando a crecer, cuando está en el tránsito generacional de niño a adolescente o de este a joven.
Yo tenía siete años de edad, cuando mamá Dora falleció en Lambrama. Laureano quedó viudo con cinco menores hijos: Mery, de cuatro; Rafael, de nueve; Alfredo, de once y Genaro de trece. Laureano, mi padre, era un emprendedor exitoso que le permitía a la familia afrontar sin aprietos el tema de la manutención.
Sin embargo, había una ausencia dolorosa y muy difícil de suplir: la Mamá y su amor. Tras cinco años de riguroso luto, Laureano rehízo su vida de pareja casándose con “mamá” Victoria, con quien incrementó la prole con la llegada de Gladys y Martha. Victoria llegó con Lino, de siete años. La familia se asentó en Tomacucho, retomando un ritmo de vida tranquila, en un pueblo apacible.
Alfredo, Gladys, Efraín, Mery, Rafael, Martha y Genaro, los hermanos Gómez de Lambrama, con Apu Chipito de fondo.
Genaro, el adolescente mayor de los hermanos, vería que su desarrollo existencial sería trastocado severamente, pues con el tránsito de los hermanos hacia Abancay, para seguir estudios secundarios en el Miguel Grau y Santa Rosa, asumió la tarea de “padre y madre” para sus menores.
Lo recuerdo ordenado, pulcro y respetuoso con los encargos que le dejaba Laureano. Era un menor/joven que además de cumplir sus labores de colegial y normalista, administraba la casa, primero en la residencia de don Ángel Villar, por la capilla el Señor de la Caída, y luego, en la calle Grau, en los dominios de don Luis Ugarte.
Genaro era el primero en levantarse y despertar a los hermanos. Nos guiaba, en grupo armonioso, a la pensión de Efraín “Zorro” Salas, por los alimentos del día. Se encargaba que en las tardes no falte el tradicional lonche, para lo cual pedía los insumos a don Lucho (azúcar, leche, café, panes) anotando los pedidos que eran pagados a fin de mes por Laureano.
Los fines de semana se dedicada a lavar y planchar la ropa de los pequeños. Una plancha Gallito a carbón era duchamente manejado por Genaro, quien además revisaba que todos estemos aseados y presentables para la semana entrante. Con esas lecciones diarias todos los hermanos sabemos cocinar, lavar, planchar, limpiar como rasgo natural.
Genaro creció con una marca diferenciada. Una elevada responsabilidad que le impidió, de alguna manera, hacer lo que los adolescentes y jovencitos colegiales hacen comúnmente; es decir: jugar, pasear, enamorar, soñar. No había tiempo para ello y si lo había, debía hacerlo con extremo celo y cuidado, porque de él dependía la seguridad de cuatro menores.
Apenas culminada la secundaria, en el colegio Miguel Grau, fue enviado a Ica. Papá quería que su hijo fuera policía. Sin embargo, vestir de verde no estaba en los planes del impetuoso Genaro. Quiso ser profesor y regresó a Abancay donde, además de cuidar a sus menores, participó del fútbol competitivo. Jugando por La Salle llegó a una final de la Copa Perú, en el Estadio Nacional de Lima.
En vacaciones de verano, en Lambrama, apoyaba las actividades productivas del hogar. Era un jovencito ágil y veloz para las tareas cotidianas que Laureano le confiaba. Caminaba a grandes trancos, un chaski incansable.
Como docente paseó sus conocimientos por diferentes escuelas de la región dejando huella en centenares de niños y niñas, quienes hoy lo recuerdan con cariño. Como todo ser humano, ha afrontado la existencia con errores y aciertos.
Hoy, que cumple 70 años bien vividos, es un hombre jovial, atento, sereno y cariñoso con su entorno. En sus llamadas telefónicas, que son habituales, nos encomienda al Señor, y a no dejar de orar por nuestros padres. Habla el quechua con una dulzura envidiable.
Lo rememoro así, al adolescente y joven, en su papel de “padre y madre”, a quien a través de este espacio, le rindo homenaje con emoción de hermano agradecido tomando el nombre de mis hermanos, de sus hijos, su esposa que, estoy seguro, sienten lo mismo. Todos al unísono, le decimos: Gracias “profe” Genaro.