Los hermanos Gómez Pereira se encuentran
Escribe, Efraín Gómez Pereira
Memorable, inolvidable. Fue el encuentro tantas veces postergado. Esperado y esquivado por equis razones. Las distancias y los tiempos nos hacen víctimas y caemos en su dictadura. Debe sucederle a muchas familias.
Somos siete hermanos, hijos de Laureano, y difícilmente coincidimos en una reunión, pues cada uno de nosotros tiene su propia realidad particular, su ppropia familia, sus propias agendas. Eso no impide, sin embargo, que, con disciplinada frecuencia, estemos en comunicación y sabemos en que anda cada uno, su familia, los sobrinos.
Genaro, Gladys y Martha viven en Abancay. La cercanía hace posible que estén en contacto y se visiten permanentemente. Alfredo, Rafael, Efraín y Mery, residimos en Lima. Nuestra relación familiar además de los habituales saludos telefónicos y el uso de las invasoras redes sociales, se fortalece cuando viajamos a Abancay en fechas especiales o cuando recibimos las encomiendas que nos traen aromas, sabores y colores de nuestra tierra, de Abancay y de Lambrama.
Hace unos días, Genaro, el mayor de los Gómez Pereira, estuvo en Lima y se dio la oportunidad de cumplir con el esperado encuentro. Genaro, Alfredo, Rafael, Efraín y Mery, los hermanos Gómez Pereira, nos confundimos en un monumental abrazo en una cálida y amena reunión en casa de Mery.
Los hermanos, nos juntamos después de once años. Cinco años antes, en enero de 2008, nos concentramos en Abancay, con Laureano de motivo central. Los Gómez Pereira y Gómez Gamboa, con familias en pleno, alegramos una semana la existencia de Laureano. Ese año, en octubre, nos dejó el viejo.
Recuerdos, anécdotas, añoranzas, risas, coronaron un almuerzo que engalanó al pato huaralino y carapulcra, rociado de vinos y calor familiar. La mesa y los huainos que salían de un mini equipo de sonido, acompañaron pasajes que la memoria nos permitió recrear, sobre todo aquellos que nos trajeron a ese imborrable momento: nuestra infancia en Lambrama, en Tomacucho. Nuestros hijos, gozaban con nuestras risas, previa traducción de las charlas en quechua.
Miramos a través de un lente imaginario a Genaro, larguirucho y ágil para todos los menesteres, cuidando que sus menores estén siempre presentables con la ropa limpia, bien peinaditos. Al fallecer mamá Dora, Genaro asumió la responsabilidad de apoyar al padre en el cuidado de sus hermanos. Lavaba y planchaba nuestras ropas, con envidiable destreza. Era el único de los cinco que festejaba su cumpleaños. El mínimo espacio que encontraba lo dedicada al futbol.
Alfredo, con aire de mandamás tenía el respaldo de Laureano que celebraba sus travesuras, por más crueles que estas fueran. Fastidiaba hasta el llanto a sus menores, y cuando alguien osaba pegar a Genaro, que era el más tranquilito, se hacía de un palo o una piedra y “conchamadreaba” al abusivo. Chato pero filoso. Pasaba por casa de la tía Ruperta “Lopaqa” y lanzaba el grito característico de la tía: “Huaychaooooo”. A veces gritaba desde la poza de Surupata y todo el pueblo se enteraba.
Rafael, apasionado por los riesgos y peligros de la vida pueblerina, buscaba los caballos más encabritados para intentar domarlos. Calle abajo a la carrera, sobre el caballo, hasta que un frenazo a causa de la presencia de un kuchi que espantaba al cuadrúpedo, lo tiraba de bruces al suelo. “Ayayau, caraju”, y seguía. Los días que con más emoción recuerda, es cuando los cinco hermanos, ya residentes en Abancay, íbamos al río Mariño, a lavar nuestras ropas y ver cómo se secaban en un santiamén sobre las piedras.
Efraín, engreído de Laureano, era ajeno a las labores de hogar. Se escapaba de casa para ir de caza, buscando pichinkos y kullcus para kankachu, con una honda de jebe. Era junto a Alfredo, el más aficionado a las truchas. En época de vacaciones, todos los desayunos invitaban trucha frita, café pasado y papa huaico. A los tres años le gustaba escribir letras con palitos, tirado en la calle. Alguna vez, estando en la cabaña de Qahuapata, se perdió y los padres desesperados organizaron cuadrillas de búsqueda río abajo, peinando tramos hasta el pueblo. El chiquitín de cinco años se había subido sobre una unca a comer uncaruru, olvidándose de todo y causando alarma en la familia, hasta que Ángelo Haya lo encontró.
Mery, la menor de los Gómez Pereira, era la más engreída. Recuerda Rafael, que cuando nació hacíamos competencia entre los hermanos para meternos en la cama de mamá Dora y quedarnos pegaditos a la bebita. Juguetona hasta el cansancio armaba patotas con amiguitas del barrio para ir a bailar y cantar a Surupata. Se disfrazaba de abuela y actuaba como vendedora de comida en el mercado. “Ampullaiki, mamitay”
Todos los hermanos Gómez Pereira, fuimos quechua hablantes natos. Vivíamos en una casa grande, con espacios conocidos como la Despensa -primigenio dormitorio familiar- y los Altos, escenario de mil y una historias. Con mamá y en ausencia de ella, siempre había en casa dos a tres mujeres que apoyaban las labores domésticas. Las “chicachas”, jovencitas adolescentes, hacían de compañía a Mery, “niña” Mery y en los oficios menores. Todas quechua hablantes. Infancia feliz, a pesar de la gran ausencia, queda marcada en nuestras retinas que nos permite revivir el pasado, en la nostálgica memoria de sus propios actores: los hermanos Gómez Pereira, de Lambrama.