domingo, 23 de agosto de 2020

Mavia, mi bálsamo

Mavia, mi bálsamo

Escribe, Efraín Gómez Pereira

Han pasado cuatro años desde que partió al llamado supremo y su huella sigue intacta entre quienes la conocieron, la quisimos. Un cáncer se la llevó tras larga pelea de más de tres años. 

Tenía 52 años, un matrimonio feliz y una niña de apenas 10 años. Abogada especializada en adquisiciones estatales, había volcado sus conocimientos y experiencia profesionales en muchas entidades estatales y privadas. Siempre con la transparencia en sus funciones especializadas y una envidiable calidez en su trato personal con tantos amigos que cosechó en el devenir de su existencia.

La evoco, la recuerdo como una mujer íntegra, una amiga incondicional, una madre desprendida, una gran compañera, un ser humano como muy pocos.

De pausado hablar y serenidad de plomo. Pulcra y decente en todo sentido. Nunca la escuché decir una sola grosería. Mujer rara para estas épocas.


Limeña, limeñísima amante del vals criollo, los boleros de Iván Cruz y el pisco sour; se rendía ante el tallarín de casa y el chicharrón abanquino, el pan común y el cachicurpa; así como los huaynos de William Luna. Mi influencia lambramina lo logró. Conoció Lambrama, la casa de Tomacucho, el mercado de abastos, donde degustó sabrosos choclos tiernos.

Sus tres últimos años de vida fueron muy duros. Una dureza que estrujó el alma de quienes la quisimos. El diario batallar contra el mal que nadie quisiera llegue a su entorno, me hizo más sensible, más humano, más comprensivo.

La acompañé como tenía que ser, entregado en cuerpo y alma, al amparo de la ciencia médica que intentó limitar el avance de la dolencia a través de tratamientos de quimioterapia, visitas permanentes a las clínicas especializadas, y del apoyo y acompañamiento de la familia y los amigos comunes.

El rigor de tener un paciente oncológico en casa cambia todo. El trabajo, las relaciones con amigos y familiares, los viajes laborales, los fines de semana, las reuniones con amistades, todo cambia. Es otra realidad a la que uno debe, tiene que acostumbrarse. La dieta alimenticia hace un giro radical. El presupuesto familiar es trastocado brutalmente.

En esos tres años, gané canas, más de las que naturalmente se espera. Mi sonrisa, que era permanente y bullanguera, se puso en modo pausa. Su última mirada, su último apretón de manos, sus dos últimas lágrimas fueron para mí. Es una imagen que está ahí, por todas partes, en todos los resquicios de la casa en Chorrillos. No las puedo borrar. No las quiero borrar. No las voy a borrar.

Conversaba mucho con ella. De todo y de mucho, cuidando no proyectar imposibles, sino el futuro de nuestra hija, que está a punto de llegar a sus quince años de edad.

Aprendí a dominar sus cuidados personales. La ducha, el baño, su aseo personal, la muda de ropa, el cambio de pañales. A llevar con tranquilidad, el repentino cambio de sus estados de ánimo, que eran frecuentes. La cocina baja en saborizantes, el preparado de platillos liberados. Hasta a colocar inyectables, porque en las horas difíciles, extremas, había que aplicar calmantes, morfina, etc.

“Ya te ganaste un pedacito de cielo, por lo que haces conmigo”, me dijo una tarde entre lágrimas, que eran constantes, cuando terminaba de peinar su cabellera y esconder manojos de pelo ensortijado que caían con el peine. Un pañuelo a la mano, trataba de calmar el llanto. Yo lloraba por dentro en silencio y a gritos, lagrimeaba a raudales.

La miraba decaer de a poquitos. El mal le ganaba, nos ganaba y no podíamos hacer nada, sino alcanzar eso que llaman “calidad de vida”.

Me encargaba, de manera reiterada, insistente y preocupada, el cuidado de nuestra hija. Claro que ahí también aprendí. Las hermanas, cuñadas y amigas, el “doctor” Google, me ayudaron a encarar las intimidades de una niña, una adolescente, en todos los sentidos, como afrontar la llegada de su primera regla. Un padre extremadamente nervioso y emocionando cumpliendo las tareas de madre. Esa primera vez, hasta llevé rosas, bombones y una tarjeta que mi hija la tiene por ahí, custodiada, bajo siete llaves. Envidiable.

Han pasado cuatro años y la calma sigue siendo torrentera. Los días son de recuerdos. Hay muchas cosas, todas creo, que están relacionadas con ella.

El cáncer, la muerte de mi señora, es un caso más de los miles que se registran en el país, en el mundo entero. Todos quienes la padecen y todos quienes están cerca de estos pacientes, saben que la vida tiene estos codos, estos baches. Nos enseña que más allá de la ciencia que aún no puede poner el alto definitivo, existe la cercanía a Dios, hecho que nos lleva paz, calma y tranquilidad, que nos permiten seguir avanzado en proyectos personales y familiares.

En este sentido homenaje en recuerdo de mi señora, Mavia Lucero Robles, mi expectativa de esperanzas por quienes atraviesan este doloroso camino que muchas veces resulta infranqueable y nos destina a una ruta sin retorno. Aun así, viva la vida.