El amor de Tía Virginia
Escribe, Efraín Gómez Pereira
Cada vez que hablo con ella, que es poco distante en el tiempo, me sacude la emoción y me deja a punto de lagrimear, como un “buen Gómez”. Sus palabras breves, repetitivas y llenas de diminutivos cariñosos, preocupándose por mis hijos, en especial por José David, me describen a una venerada anciana generosa en distribuir sus afectos a quienes quiere, como a mí, su “querido sobrino”. Llora y me hace llorar, colgado al “hilo telefónico”.
“Ya papá, si papá”, repite al escuchar mis afectos y recomendaciones de que se cuide y que no haga travesuras, allá en su añorada y pródiga Chincheros, donde se ha asentado en los últimos años, quizás aplicando la lectura de las letras del emblemático vals de César Miró, “Todos vuelven”.
Virginia, mi adorada tía “Vicky”, es hermana menor de mi señora madre, Dora; y es la única que queda de la estirpe de los Pereira Tello, de Lambrama. Dora, Adrián y David, a quienes conocí, adelantaron el viaje en ese orden, hace ya mucho. Antes, mucho antes, también adelantaron precozmente sus hermanos Luis, María Jesús, Julio y Clorinda.
Cosa curiosa que sucede muy pocas veces. Conocí a la tía Vicky, cuando ya era un hombre de más de treinta años, en Lima, durante una visita organizada de los primos con quienes ya había un contacto más cercano. Virginia había salido muy menor de Lambrama para recalar en Chincheros y formar su propia familia con el recordado tío, Julio Ambia: los Ambia Pereira.
Cuando la miré esa primera vez, remonté mis recuerdos a Lambrama de mi niñez. La abracé emocionado, imaginando que abrazaba a mi madre. Era la hermana de Dora, de quien todos hablaban con nostalgia. Mi tía se presentaba seria, también emocionada, tal vez pensando en Dora, su desaparecida hermana, e imaginando que sus brazos tenían que haber sido las de Dora, de Tomacucho.
La quise desde ese mismo instante, para siempre, como se quiere a una Madre, sin escatimar nada de nada. Nos agarramos de las manos, ante la celosa mirada de mis primos, de mis hermanos. Cuánto la quise, cuánto la quiero. “Chau, viejita”, le digo al finalizar las llamadas telefónicas que nos acercan desde la lejanía.
No recuerdo las veces que la he visitado en su casa, en Lima; o ella a la mía. Pero los encuentros han sido memorables. Charlas interminables de anécdotas y recuerdos. Así, en cada episodio de esas reuniones familiares la fui conociendo más y más. Conociendo a una mujer ejemplar en todo sentido. Amorosa, bondadosa, incansable, y de un exquisito gusto para la cocina, de cuyos sabores gozamos hasta la plenitud; había hasta para llevar a casa, para el calentado del desayuno.
Las reuniones entre hermanos y primos se institucionalizaron gracias a los afanes de la tía querendona con quien, además, hacíamos digna competencia bailando y cantando huainos; huainos lambraminos y huainos chincherinos. “Candadito, aceromanta llavechayoc”, por los sobrinos lambraminos; y “Chincheros plazapi, blanquillo durazno”, por los primos chincherinos. Una amalgama de notas y voces acompañadas por la guitarra del primo Johnny y, en su momento, de la delicada y contagiosa voz abanquina de la siempre recordada, tía Josefina.
Querida, muy querida en Chincheros, donde como docente formó generaciones de hombres y mujeres de bien, que la recuerdan con mucho respeto y cariño. Comadre de muchos y madrina de otros tantos, la tía Vicky es un sello personal que los chincherinos han hecho suyo. En Lambrama de sus raíces, solo los íntimos en familia la conocen. Mi admiración a una lambramina de gran corazón que se ganó el afecto y aprecio de todo un pueblo: Chincheros, donde están las raíces de su prole de sus hijos y nietos. “Te quiero, viejita”.