Cantico, el “arquitecto” de Lambrama
Escribe, Efraín Gómez Pereira
“Pueblo chico, infierno grande” expresión popular que grafica un lugar de pocos habitantes, donde todos se conocen y donde los chismes vuelan convirtiéndolo en un real infierno. A contrapelo me atrevo a decir “Pueblo chico, grandes hombres”, en referencia al recuerdo que tengo de mi añorada Lambrama.
Esta cita pongo a colación para rememorar con afecto y cariño a un hombre, lambramino de huesos y tuétanos, que cumple, aun con vitalidad y lucidez, 88 años de edad, como un estandarte de entrega, sencillez y dedicación a su familia, a su pueblo: don Candelario Luna Gamarra.
Recuerdo cuando Laureano, mi padre, afanoso por levantar el cerco perimétrico de su huerta ubicada en Ccotomayo, me pide llamar a don Cantico, para que se encargue del trabajo. Eran las cinco de la madrugada y el ambiente musical era orquestado por un envidiable concierto de tuyas, piscalas, pichinkos y chihuacos, encaramados en los eucaliptos, lambras y nogales de la huerta familiar de Tomacucho.
Con mis frescos ocho años, de mala gana salí de los altos, amarrando al paso mi zokro zapato de eterna durabilidad, con mi honda de jebe envuelta en la muñeca de la mano derecha, y enrumbé hacia Allinchuy Pata, donde Candelario residía con su familia, doña Lorenza Huallpa (fallecida en noviembre pasado) y sus siete hijos: los “Canticuchas” José (fallecido), Doris, Evangelina, Teófilo, Rina, Reynaldo y Carlos.
Crucé raudo el puente de palos y barro de Chacapata, abrazado por una calle empedrada y viejas paredes de las casas de Santiago Villegas, del turco Tiburcio Sancho, de las tías Tiburcia, Rafaela, Trinidad. La subida de Chimpacalle por el canal de agua que alimenta a la poza de Surupata, me pareció ligero.
Luego vino la serpenteante cuesta del camino de herradura que lleva hasta Marjuni, bordeando el riachuelo Suruhuaycco, cruza los parajes de Kiskapuqru, Gomezmocco, Ccanchirara; envueltos por las faldas laterales de Apu Chipito y K’aukara, hasta llegar a Llakishuay, con su verdor incomparable y su laguna límpida y azul, hoy pródiga en truchas.
Mi caminata no iba tan lejos, sino hasta el primer asentamiento de viviendas alejadas del centro poblado: Allinchuy Pata, un mirador natural, donde Candelario era el amo y señor de lo inimaginable. Era uno de los hombres más buscados del pueblo, precisamente por su arte que nadie más podía hacer en el entorno comunal.
Arribé sudoroso y cansado, más por la flojera que por lo pesado del corto tramo, y tras el saludo respetuoso, transmití el encargo. Una rápida mirada en los fueros de la casita de adobe y tejas, me permitió observar un orden envidiable en el interior. Una cama recién en hecha, con frazadas multicolores; dos kiraus de guarango bien lustrosos que colgaban de una pared blanca; un par de sillas talladas, una mesa esquinera; un fogón a punto de prender, y al fondo en el patio que recibe las sombras de Chipito, una carretilla hechiza, toda de madera: obras de Cantico, el arquitecto de Lambrama.
Estaba de regreso por Chacapata, cuando Cantico atraviesa el puente premunido de un par de tablas, su badilejo, regla y metro de madera, enfundados en una malla de cuero sobre la carretilla que minutos antes había visto en Allinchuy.
La pared de la huerta de Ccotomayo, con puerta de calle, separadores y ventanitas, colindante a las viviendas de Teves, Flores, Ayala, Medrano, Gamarra y Miranda, se levantó en una semana. Las manos diestras de Candelario, con sus trazos aplicados de memoria, acomodaron uno a uno los adobes que él mismo había elaborado, con ayuda de algunos jornaleros. El tramo del cerco que daba a la calle exhibía un techo de tejas rojizas de ocre y arcilla, elaboradas también por las manos hábiles del arquitecto-ingeniero.
Así recuerdo a Cantico, especializado en sus afanes como albañil autodidacta, que era convocado desde otras comarcas para que ponga su huella y calidad. Preparar adobes, tejas y ladrillos; puertas y ventanas para la construcción, era su pasión.
En su casa, que por fuerza natural también era su taller de múltiples oficios, tejía frazadas, llicllas y ponchos; elaboraba con madera rebuscada, bateas, tinyas, pukus, keros, carretillas, pizarras, mangos de picos, lampas y allachus, y era codiciado entre los niños que lo buscaban por sus trompos de madera dura de unca y el guarango.
Con parte de su familia, cuyos hijos y nietos se sienten orgullosos de Cantico.
Eva, su hija, recuerda que todos los hermanitos tenían sus juguetes propios: muñecas, kiraus, carritos con puertas y ventanas, trompos, farfanchos, que el común de los mortales lambraminos nunca lo tuvo. Una pizarra negra empotrada en la pared, con tizas adaptadas de piedras blancas, hacía de elemento de enseñanza de los Canticuchas. La paciencia del padre era incomparable.
Como arquitecto también era constructor de “carreteras”. En las laderas bajo el Chipito, Candelario diseñaba y construía carreteras angostas con curvas, túneles y puentes, donde sus hijos y amiguitos, jugaban con sus carritos de madera a los Caminos del Inca. Un papá juguetón y amoroso.
Nuestro afecto a este hombre que es huella viviente en su pueblo. Sus hijos, nietos y bisnietos; sus amigos y paisanos que somos muchos, sonreímos contagiados de la vitalidad de este gran hombre, que todo lambramino de las actuales generaciones debe conocer y valorar. Gracias por todo, Cantico.