Un viajecito a Lambrama
Escribe, Efraín Gómez Pereira
A cualquier hora del día, en el comercial y activo barrio de Las Américas, en Abancay, hay disponibles vehículos de transporte público con destino a Lambrama. Locales amplios han sido habilitados como terminales de ruta. Con boletería, controladores y seguridad incluidos.
Camionetas rurales, automóviles, coasters, combis, han definido la ruta por su dinamismo comercial y, porque desde hace más de un año, los 56 kilómetros de carretera que la separan de Abancay, lucen asfaltadas y en buen estado de conservación, fruto de las demandas del Frente de Defensa de Lambrama y sus aguerridos pobladores. A marcha prudente, se llega a Llactapata, la entrada a Lambrama, en menos de una hora. La tarifa promedio es de diez soles por pasajero sentado.
Atrás quedaron las amanecidas, tres o cuatro de la madrugada, con el despertar de los gallos y su ‘walpawaccay’, para coger el único camión que salía desde la explanada de la iglesia Guadalupe o del ovalo El Olivo, y que había que esperar hasta que, más o menos, se llene de pasajeros con bultos y cargas.
Más atrás aun, ya en los legados de la historia de cada quien; se inmortalizaron las incomparables travesías a bordo de los emblemáticos “Cholito Lambramino”, “Yuringa”, “Titina”, “Gustavito”, “Virgen del Carmen” y otros medio camiones, que hacían de los viajes, desde y hacia Lambrama, aventuras que quedaron marcadas en nuestras memorias.
Dos o tres pasajeros en caseta, algunos sentados sobre barandas acondicionadas como asientos en la carrocería, y los más, parados o sentados en sus propios bultos, hacían un espectáculo irrepetible. No había prisa. La destreza de los conductores y el auxilio de los ayudantes, que generalmente eran menores oficiosos, hacían del viaje un paseo original; cansado, polvoriento, pero original.
Cuánta nostalgia al evocar esas
travesías, que se repetían al inicio del año escolar, en las vacaciones de
medio año y en la clausura del año lectivo, en el glorioso y centenario colegio
Miguel Grau, de Chinchichaca.
Hoy, si hay necesidad o prisa de estar en Lambrama, se puede optar por un taxi, ida y vuelta. La antaño lejana Lambrama está ahora, a un paso de la ciudad primaveral. Efectos de la oferta y demanda y del crecimiento económico registrado en la región Apurímac, y que se hace evidente con estos detalles, que muchas veces no son considerados en las estadísticas.
Pero sigamos viajando. Antes de abordar el vehículo que nos debe llevar a Lambrama, una pasadita por el mercado Las Américas, para proveernos del incomparable ‘pan chuta’ o ‘pan común’, todavía en bolsas del plástico, que deberán ser desterradas en algún momento, por el bien de nuestro futuro. Algo de fideos, azúcar, aceite.
En la avenida Panamericana, a provisionarse de una buena galonera de aguardiente de caña, para compartir con los paisanos y familiares, que veremos luego de algún tiempo. Casi simuladas, entre los resquicios de un maletín súper cargado, algunas pendas de vestir nuevas y usadas, que serán entregadas, también disimuladamente a la mano, a niños, hombres o mujeres, que se nos crucen en el camino de tránsito desde la plaza del pueblo hasta Tomacucho, antigua residencia familiar, que es de obligada y añorada visita. Un ramo de flores, en el que destacan rosas blancas y rojas, alcanzado por Victoria, debe llegar fresco para alegrar los nichos de Laureano y Dora.
Esta vez nos tocó un ‘station wagon’ blanco, conducido por un larguirucho jovencito de no más de 25 años, bañado en un natural perfume dominado por el sudor del día o de la acumulación de los días. Lleva una polera azulgrana con el 10 de Messi. No importa, estoy en el asiento trasero junto a la ventana, que irá abierta durante todo el trayecto. A mi costado viaja Lino, mi hermano, que regresa a su pueblo después de tres décadas. Por la comodidad, tomamos los tres asientos.
Adelante, junto al perfumado conductor, viaja una señora, que a pesar del calor serrano que quema sin tregua, no se quita ni la chompa tejida con lana gruesa a colores vivos, ni el sombrero de pana negro ajado, que lleva un par de flores andinas, ya marchitas, pero que deben cargar el recuerdo de una reciente celebración fiestera.
Tras surcar el valle de Abancay e Illanya, subiendo desde el puente Sahuinto, trepamos la subida de Chucchupisccana, desde donde se aprecia el valle del río Pachachaca en su esplendor magnitud. El equipo de sonido del vehículo se desvive haciendo sonar huainos antiguos de Los Chankas, Los Errantes, Los Campesinos, Heraldos, en una bien seleccionada colección lanzadas desde un USB con lucecitas.
Apenas volteado el abra, se divisa la antigua hacienda de Matara, hoy convertido en un pequeño centro poblado, y donde aún prevalecen los frutales y la ganadería lechera que abastece al mercado abanquino. Parada obligada para proveernos de algunas naranjas y mangos, frescos y maduros en todo su dulzor natural, todavía libres de contaminantes pesticidas o fertilizantes.
El viaje continúa. No tenemos apuro. Tranzamos con el chofer que nos espere el tiempo necesario para el retorno. Pues es más que seguro que nos alegraremos de la visita. Una cusqueñas de trigo, nos esperan en la tienda de la plaza. Será inevitable saludar y agradecer con reciprocidad el afecto de paisanos y familiares. No faltaba más.
Con la confianza del retorno asegurado, y la generosidad de la señora de la chompa gruesa, paramos en casi todos los caseríos o centros poblados de la ruta, para tomar fotografías y conversar con las gentes, de algo y de nada. Algunos nos reconocen y respondemos con abrazos sinceros.
Así, pasamos por Marabamba, Suncho, Chirhuay, Molino, Soccospampa, Paccaypata, Urpipampa, Sima, Itunez, Ukuiri, en cuyos parajes se conservan para la eternidad, el sello lacerante de la pobreza y la indiferencia de las autoridades.
En Suncho, donde destaca una posta
médica con buena imagen externa, tomamos un caporal de chicha de jora, a un sol
el vaso. Más arriba, bajamos del carro y pasamos caminando el legendario y
terrorífico Huairacpunku.
En Chirhuay, paramos a fin de
tomarnos unas fotografías sobre el puente que cruza el río Lambrama para
encaminar hacia Siusay. Allí mismo, tarareamos el huaino himno de los
lambraminos, compuesto por las damas lambraminas Dora Pereira y Jesús Peralta:
Candadito. “Candatido, aceromanta llavechayoc. Pirac kichallasunki,
manarac ñocca kicharucti. Ccantac kanki sedachamanta, ñoccatac kasac
bayetamanta. Kuska kuska purachallata Singer maquina serahuasunchis. Ccantac
kanki trigochamanta, ñoccatac kasac cebadamanta, kuska kuska purachallata
Chirhuay molino, kutahuasunchis”…
Cantando huainos que sonaban sin parar, llegamos a Lambrama, casi al mediodía. El primer sorprendido con la visita es Dino, que se prodiga en atenciones. Antes de ir a Tomacucho, unas velas en la tienda de la esquina y pedimos al flaco del carro, nos lleve al cementerio. Allí, las flores son levantadas en botellas de plástico cortadas y puestas en los accesos de los nichos. Unas lágrimas por el recuerdo de los padres y abuelos. Una salud con Lino y Dino. La nostalgia envuelve el momento, pero hay que continuar.
Abajo, en la plaza, hay un desfile comunal que está llegando a su final. Destacan los ponchos y polleras a colores de una delegación de hombres y mujeres de tercera edad, que gozan de los beneficios del programa social Pensión 65.
Ese grupo, encabezado por Cipriano Gómez, de 70 años, desfila con su propia banda musical; los Kaperos de Lambrama, integrado por Jesús Sequeiros, 91 años; Feliciano Espinoza, 87; Tiburcio Sánchez, 90 y Santos Aimara, 65 años. En el grupo falta don Bautista Rojas el recordado "Patita", quien con casi 100 años, vive postrado en Abancay. Tarea para las autoridades y docentes de Lambrama, inculcar y promover nuestra cultura entre las actuales generaciones para que estas ricas expresiones no desaparezcan. Para ello el municipio distrital debe respaldar los esfuerzos del colegio y su banda de música, cuyos instrumentos fueron donados por Eliseo Villegas, para que los niños y jóvenes cuenten con el apoyo permanente de un profesor de música.
Tras visitar la casa de Tomacucho,
donde dejamos otras lágrimas de nostalgia, compartimos con los primos Lázaro,
Rolando, Cipriano, Juan, Eliseo, Pablo, Mario, los Kaperos, el alcalde
distrital y otros amigos y paisanos, jóvenes y viejos. Fue un viaje de
nostalgia a raudales. Observé a Lino, embelesado por los recuerdos de su alegre
infancia en Tomacucho y Paccaypata. Ofreció regresar pronto.
Lambrama y sus calles estrechas, su plaza que conserva un envidiable verdor donde se yerguen arbustos de especies nativas; su iglesia colonial San Blas, con sus legendarias campanas del “Chincapum”; su mercado de abastos con salón comunal. Lambrama con su escuela primaria en plena plaza, frente al palacio municipal; su estadio que sigue siendo el mismo de hace décadas; la comisaría que mantiene su arquitectura de adobe y calamina del siglo pasado; sus casas de un piso que rodean la plaza, paradero obligado de cuanto carro pase por sus espacios, rumbo a Grau y Chalhuahuacho. Su inmejorable vista de la serpenteada escalera a Chucchumpi; del manantial inagotable de Ccotomayo; del milenario puente de Chacapata; de la poza generadora de energía de Surupata.
Lambrama de un par de hoteles,
algunas bodegas y restaurantes que ofertan menús a 5 soles, con sopa de
chochoca y trucha frita; Lambrama de algunas calles pavimentadas, con su
tradicional Michihuarkuna ya convertida en calle transitada.
Lambrama, donde la pobreza es el común denominador en sus 19 comunidades, tierra de esperanza y posibilidades, cobijada al amparo del Apu Chipito, vive con la esperanza que la desigualdad que lacera sus entrañas sea revertida.
La pobreza mayoritaria, la anemia arraigada en sus niños, el alcoholismo no controlado, sus viejos abandonados, merecen más atención. Sus autoridades tienen el deber de gestionar el futuro con desarrollo. Sus pobladores, sus hijos dentro y fuera del pueblo, estamos obligados a aportar algo de nuestros esfuerzos. Así debe ser.