miércoles, 24 de febrero de 2021

Semana Santa en Lambrama de antaño

Semana Santa en Lambrama de antaño

Escribe: Efraín Gómez Pereira

Chilon… Tran …Toccoc…”, mezcla de sonido sacrosanto y endiablado, remece los cuerpos de los asistentes a la Misa de Viernes Santo, oficiada en la iglesia colonial San Blas de Lambrama, en esa remota ocasión con un sacerdote de verdad.

Bancas multipersonales, mullidas y elaboradas artesanalmente con tablas de nogal y eucalipto, bien pulidas, soportan el peso, la aglomeración, la congoja y los pecados de mistis, campesinos, hombres y mujeres, que sometidos por la fe en el Señor, participan en la ceremonia a medianoche.

“Chilon”, es la onomatopeya del sonido agudo emitido por un Pito, instrumento artesanal de viento similar a una quena pequeña, elaborado con el hueso fémur de una llama o vicuña, magistralmente interpretado por el campesino Leoncio Sánchez, el “Pitero” del pueblo.

“Tran”, sonido grave producido por el golpe seco de una matraca, una caja de resonancia con aldabas que servía, además, para la convocatoria a Misa o Rosario. El responsable de cargar y sumar la melodía del “Tran”, era el mozo Aquilino Gómez.

Mientras que el “Toccoc”, era emitido por un gallo viejo, un Toccocho, escondido bajo el poncho del joven impetuoso Lázaro Pereyra, que le daba un golpe seco en la espalda al plumífero.

 

Iglesia San Blas de Lambrama, escenario de fiestas tradicionales en Semana Santa.

Los fieles que abarrotaban la iglesia, esperaban en silencio y con ligeros murmullos, la entrada de la delegación de dolientes que iban a participar en la escenificación de la muerte, pasión y resurrección de Cristo.

El grupo cerrado con ponchos negros y cubiertos de pies a cabeza, rodeado por custodios látigo en mano y otros arrastrando cadenas, llegaba hasta la urna donde descansaba la imagen del Señor. Rodeaban la urna, de madera y vidrio, a la espera que finalice la misa.

La misa transcurre en riguroso recogimiento, con rezos y cánticos entonados en quechua, en las que se recuerda la pasión y muerte de Cristo. “Apu Yaya Jesucristo, qespechecney Diosnillay…”. Ante el Altar, donde destaca la efigie del Patrón Santiago y su caballo blanco, yergue una hilera de banderas negras, algunas de ellas orladas con hilos de oro y plata. Cirios y velas de diferentes tamaños iluminan los interiores del templo. Jarrones con vistosas flores nativas y ramas de arrayan y retama, ponen el color.

La iglesia, con lleno total, es el centro de recogimiento. Tras la  Misa, se realiza la escenificación. Mantos y lazos blancos emergen desde las bancas y cubren la urna de Cristo yacente. Mientras apurados fieles toman sus posiciones para simular la travesía hacia el Gólgota. Látigos, agresiones, empujones en una batahola inusitada, entre gritos y llantos, generan el ajetreo local.

Con extremo cuidado, con devoción hasta los huesos, retiran la imagen de Cristo de su urna, bajo una lluvia de pétalos de rosas y cumayos, para “crucificarlo”, tras un breve paseo en los interiores de la iglesia, que por la aglomeración de gentes, apenas deja un reducido espacio para el montaje del camino al Calvario.

Entre cantos, llantos y lágrimas compungidas, sobre todo de las mamachas, y los lejanos golpetazos de las cadenas, matraca y pito, Cristo es “crucificado”. La tradición permitió algunos cambios, con la finalidad de resguardar la integridad de la imagen de Cristo yacente, y se optó por “crucificar” a un Cristo vivo. En ocasiones, bajo el mismo ambiente de dolor, el “crucificado” era don Vidal Espinoza. La misa terminaba con una invitación a los feligreses a participar de las fiestas bajo el Altar Mayor, en la plaza.

El Altar Mayor

A un costado de la Comisaría, se levanta el Altar Mayor, erigido por el ocasional y responsable Carguyoc, un hombre entregado que en el último año, se dedicó a preparar todo lo necesario para ser un buen anfitrión.

Son dos o tres listones de eucalipto clavados en el piso y que llegan hasta el cielo. Están adornados de mantas de colores, espejos, lazos e imágenes de Cristo. Dan sombra a una improvisada mesa de celebraciones con mantas de colores, con sillas y sillones, apretadamente ordenadas, a donde tienen acceso solo los mistis, las autoridades y los Carguyoc precedentes.

Altar Mayor en Caype, similar a la que se montana en la plaza de Lambrama. (Foto: César Navío) 

Para este grupo la atención es prioridad mayor y la responsabilidad recae en los familiares. No debe faltar comida ni trago durante la semana que dura la fiesta. De ninguna manera.

Al frente, en el llano está el pueblo. También con acceso a las ofrendas brindadas por el Carguyoc. Generalmente había dos Altares, lo que suponía una competencia entre ambos Carguyoc y mejores posibilidades de comida y trago para los fiesteros del pueblo.

Frente al Altar Mayor, se improvisa un escenario para los danzantes de tijeras, contratados por el oferente. Llegaban dos exponentes maravillosos del “chinchina”, Actuncha Vargas y Lliulli. Ambos presentaban lo mejor de sus capacidades, comenzando de un violinista y un arpista magistrales, que hacía hablar a los instrumentos.

Danzar en piruetas bien estructuradas, tragar sapos o culebras, incrustarse agujas de arriero en la lengua, nariz, orejas o en el pecho y con ellas jalar un arpa; flagelarse con patakiskas, tragarse clavos o sables, engullir botellas enteras de aguardiente, huevos con cáscara, eran parte de la competencia, la misma que llegaba al clímax, cuando los danzantes, ya con evidentes signos de borrachera, o chispas, se retaban a trepar hasta lo alto de la torre de la iglesia, a través de un lazo tensado entre el campanario y una banca de la plaza.

Ganaba el más osado. Aquel, por ejemplo, que se cargaba una criatura sobre las espaldas y entrecruzando las piernas y manos subía y bajaba por el lazo, dándose tiempo para hacer quiebres o piruetas en el aire, sin protección abajo, al medio de la ruta, con el niño en manos. La atención y el silencio de los seguidores era de tal rigor que solo se quebraba con el “ohhh”, que salía en coro, al bajar el danzante de la cuerda de cuero y el niño, era reclamado por el brazo de su madre, con un premio embotellado.

Los fieles de la iglesia y los fiesteros de la plaza eran uno solo. Vivaban y aplaudían a su danzante favorito. Los niños, con piedras de río convertidas en sonoras tijeras, danzaban en competencia, emulando a sus ídolos, Actuncha o Lliulli. La plaza y sus calles circundantes también eran de los niños fiesteros, de los niños danzantes.

El Carguyoc, debía asegurar vastos lotes de leña, chicha de jora en cantidades industriales, aguardiente de caña con los mejores macerados, visitas de invitación y cortesía a los compadres y vecinos notables, semanas antes, comprometiendo con una tinka y un abrazo.

Al final de las fiestas, el Carguyoc tenía todavía fuerza y ánimos para visitar a los ilustres, a los vecinos que habían aportado para que su Cargo, haya resultado exitoso. Les llevaba, además del trago para la tinka, un buen trozo de carne asada “Achura” en señal de agradecimiento, a la espera que el Carguyoc del próximo año, se esmere desde ese mismo momento por cumplir el encargo.

Esta fiesta, era seguramente la más popular de Lambrama, del siglo pasado, lamentablemente, ha devenido en el olvido, como otras manifestaciones culturales y populares, que merecen ser rescatadas y valoradas.

Doce platos

En Lambrama, se acostumbraba al recogimiento cristiano por Semana Santa con bastante rigor. Una o dos semanas antes, no se comía carne. Se asistía todas las tardes al Rosario, comandado por las esposas de las autoridades o de los mistis. Las señoras llevaban mantos y velos negros de tul o seda. Las campesinas, llevaban velos tejidos de lana, que destacaban sobre sus sombreros también hechos de lana de oveja. La convocatoria se hacía con las matracas.

La sopa viernes, prevalecía en las mesas, hasta el Viernes Santo, donde se comía los tradicionales doce platos. Recuerdo, sin orden de prelación, las sopas de calabaza, de habas, de olluco, de arroz y quesillo, de choclo tierno “Ccolla lawa”, sazonados con el legendario sabor del Limancho, infaltable en estas épocas.

Se complementaban las humitas tiernas, el api de leche, las tortillas de quinua o cebolla china “Ccacho cebolla”, el capchi de chuño y de habas, los dulces de calabaza y durazno. La comida se servía a las 12 del mediodía, en punto y era engullida, tras las oraciones de agradecimiento al Señor. Eran otros tiempos.