Recuerdos infantiles de Lambrama
Escribe, Efraín
Gómez Pereira
Recorrer las calles de Lambrama, además de la agitación natural de un sexagenario, nos remonta a nuestra niñez e infancia, inolvidable y nostálgica etapa, plagada de inocencia, alegría y despreocupaciones.
La estrechez acogedora de sus jirones, todos de tierra y piedras, nos permitían multiplicar travesuras, juegos, escapadas y caminatas con otros mozalbetes, con quienes se armaban grupos de infantes sudorosos, apurados, sin tregua, libres, incansables.
Las tres callecitas de tierra siempre húmeda de Chacapata, paso obligado para saltar a la subida –cuán enorme se veía- hacia Chimpacalle y de ahí, correr raudo hacia el pozo de Surupata, donde se generaba energía eléctrica, para darnos un chapuzón jalasikis (desnudos); eran de otro mundo. Piedra sobre piedra y barro resbaladizo.
Madrugar con un carrizo y anzuelo en mano, para pescar río arriba, desde Tomacucho hasta Uriapo; o río abajo, hasta Huaranpata, eran episodios que nos prodigaban de ricas truchas que, bien fritas y crocantes, engullíamos con choclo tierno de Huaycco, cancha chulpi, mote paraccay, chuñofasi, o ricas papas Ccompis de Ccahuapata. Una taza de café recién pasado, tostado con cáscara de naranja y azúcar rubia y molida en batán, era la base perfecta a la que se sumaban los panes chuta de la panadería Milla.
Saltar a brincos desde Yarccapata, hacia las graderías de Chucchumpi, saludar a la volada a los primos o mirar de reojo a alguna pukauyacha (carita rosada), y desviarnos raudos hacia Occopata, juntar los caballos para ir por leña con Antonio, al frondoso valle de Tanccama, eran de otro mundo. En la ruta, como en Luntiapo o Taribamba, era inevitable, no arranchar plantas maduras de maíz para saborear el rico huiro, si estaba picado por el Tancayllo, mucho mejor. Un Tautaco hecho de ramas de Murmuskuy e hilo de cabuya como cuerda, creaba el fondo musical perfecto, con tonadas de huaynos lastimeros copiados de radio Tahuantinsuyo.
Bajar desde la esquina de Pampacalle, cruzando Ccotomayo, pasar por la plaza sin mirar a nadie y, casi a hurtadillas, llegar a Michihuarkuna, buscando un resquicio escondido para descargar líquido renal, era también aventura rutinaria. Michihuarkuna emblemática era, además, un remanso escondido para el arte de amar de principiantes.
Michihuarkuna es hoy una avenida asfaltada, un atractivo e iluminado malecón que nos permite mirar el verde valle, Planta wasi, el río ronco, siempre ligero y cristalino. También observar, a la luz del sol, achinando los ojos, el abra de Llakisway, K’aukara y el Apu Chipito, cargado de nieve en algunas épocas del año.
El fulbito macho se
hacía con pelotas de jebe, trapo o de ispay-furu (vejiga de toro) en el patio
de la escuela o en la pérgola de la plaza, al que se sumaban trotes inacabables
de chapitas, trompos, tiros, chuchos, cometas, aros, o farfanchos en una esquina
cualquiera, en la plaza, o en el parque infantil de un rodadero y un sube y
baja, a espaldas de la iglesia matriz.
En Uraycalle, la distracción se trasladaba hacia Llactapata y el estadio, donde hacíamos lo mismo que en la plaza, pero en más compañía. Para la sed, nada mejor que zambullirse en el mismo río, o en la caída de agua permanente de Ccotomayo, que bajaba desde Occopata, donde había un estanque levantado en el mismo puquial, desde donde se distribuía agua entubada para el pueblo, que recogía el líquido en caños ubicados en las afueras de algunas viviendas.
Al mediodía, en época de vacaciones, la diversión se concentraba en el paradero de los carros que llegaban de Abancay o iban hacia Grau. Los niños se arremolinaban en torno a los vehículos para otear quien llegaba. Por si algún tío o primo venía de Abancay trayendo panes o dulces. A veces había suerte.
Incursionar en las chacras aledañas al pueblo para “robar” huiros; entrar a escondidas al fundo de don Manuel Milla, para “cosechar” frutos de capulí; cazar pichinkos y tortolitas con hondas de jebe, con su “pampan” hecho con lengüetas de zapatos viejos, formaban parte del conjunto de juegos que ocupaban el día a día de los niños.
Las noches frescas, serenas con luna llena y estrellas fugando en el firmamento, eran aparentes para los juegos mixtos. Con la libertad permitida en un pueblo donde todos se conocían; infantes y adolescentes, ocupaban las bancas de la plaza, los poyos de las tiendas, para armar grupos e improvisar la chancalalata, berlina, ampay, las escondidas, al “papá y mamá” donde aprendices de amantes, insinuaban sus intenciones, exitosas muchas veces. El juego finalizaba cuando don Cirilo Ayala o Mario Gamarra, bajaban las llaves de la mini central que generaba luz eléctrica por horas para el pueblo.
Las calles de
Lambrama se han transformado a tono con la modernidad. Quedan algunas con la
nostalgia de siempre. Las veredas de asfalto se han superpuesto a las paredes
de adobe o champa; los pasajes de tierra, piedra y lodo son ahora de concreto. No
hay huecos donde se pierdan trompos o chuis; las veredas nuevas relucen su
integridad, hasta un pronto aviso de reparación.
Los niños de ahora juegan, sí juegan, pero la mayoría en la soledad de sus casas. Como en otros lares, juegan con sus dedos y sus ojos, aislados del mundo por los teléfonos móviles que han invadido el pueblo. Solo el fulbito, que sigue siendo el gran imán de convocatorias, los reúne de vez en cuando.
Es la modernidad que nos hace extrañar con aires de dolida nostalgia, esos gritos infantiles, emocionados y cargados de fantasía que retumbaban en los recovecos de la plaza y repicaban en musical eco, en las torres de la iglesia San Blas: “Ampay, ampay… salvo a mis compañeros”.