Los cuyes voladores de Pajarito
Escribe, Efraín Gómez Pereira
Los dos muchachones, de no más de diez años, permanecen parados en la puerta de la vivienda hecha a media agua con techo de calamina, en una callecita de tierra que emboca en Michihuarquna y empata con la esquina de la misma plaza de Armas de Lambrama.
Los sones lastimeros del arpa y violín, que rasguñan alegres huainos y picarescos carnavales, matizados por voces chillonas de las mamachas, compiten en atención con el penetrante aroma de las hierbas, asnapas y menjunjes que han aderezado jugosos cuyes rellenos, que viajan de plato en plato, de mano en mano.
En una mesa central, cubierta de un mantel de plástico a cuadritos azul y rojo, un par de pocillos llenos de cancha chullpi y mote de maíz blanco paraccay, así como potes de uchucuta; coquetean con las bocas ensalivadas de hombres y mujeres, familiares y amigos, que hacen lo indecible para tener siempre las mandíbulas en movimiento.
Una banca con pellones de lana como sentaderas, pegada a la pared de lo que vendría a ser la cocina, sirve de escenario desde donde dos curtidos caypeños, con poncho de nogal y sombreros de pana ajados, se deleitan con el “arpachallay, violinchallay, miskita wajaikamuy…”, cuidando de no pisar a los cututos que, de rato en rato, salen a buscar restos de comida, cáscaras de mote que son tiradas al piso de tierra.
Son más de las siete de la noche, en Lambrama, pueblo pequeño que goza de las ventajas de la luz eléctrica proveída desde la mini central de Matará, la misma que alimenta de energía también a la ciudad de Abancay. La natural tranquilidad nocturna del pueblo es quebrada ligeramente por el bullerío de la alegría por la despedida de uno de los hermanos Pajaritos que se irá a la gran ciudad capital, en busca del “sueño limeño”.
Dino y Mariucha, los maktillos de esta aventura, se relamen y esperan con ansiedad le alcancen “siquiera un huesito, la cabecita del cuy”. Pasan los platos en las manos sonrientes de la señora Vargas, la mamá de los “Pajaritos”, como se les conocía a los hermanos Vargas, y ni una mirada, nada de nada.
“Ja caraju, Mariucha, apamuy iskay talegakunata” ordena Dino con decisión inapelable, mientras en su mente afiebrada, hambrienta e infantil se proyecta una película aun no estrenada, siquiera escrita: “Los cuyes voladores de pajarito”.
Con los dos saquillos en mano, Dino se encarama sobre la pared de la huerta que da precisamente a la cocina, desde donde se escapan los olores a cuy relleno, a gula, a ganas de atragantarse. Con ayuda de Mariucha, que pone las dos manos como soporte para trepar la pared de adobes de no mas de un metro y medio de altura, el blanquiñoso de Uraycalle salta de un tirón y se topa cara a cara, con una bandeja en la que una docena de cuyes esperan viajar y saciar los estómagos de los Pajaritos que viven en Lima, por allá lejos, por Pamplona Alta.
“Que merda, caraju” masculla y le da un sonoro beso al cuy doradito que se le muestra a la vista; voltea la apetitosa bandeja dentro del costal. Hace lo mismo con una olla llena de cancha recién tostada. Con el cargamento que le provocó angustias y le mereció nada por parte de la mamá Pajarito, Dino lanza fuera los saquillos que son capturados con agilidad deportiva por Mariucha.
Salta con velocidad felina y, sacos sobre la espalda, corren con desesperación calle abajo hasta ser tragados por la oscuridad Michihuaquna. Llegando a Llactapata, en medio de la luz tenue que se escapa de un poste de madera, reparten el apetitoso botín. Uno para tí, uno para mí. Mariucha se aleja corriendo por las mismas sombras que los acompañó.
Dino sube a tientas las escaleras hacia su cuarto en el segundo piso. Sigiloso, cual ducho escapero de las seriales, esconde el saquillo de cuyes y cancha, en una olla grande que es usada para preparar chicha de jora.
A la media hora, la vieja afectada por el “cuicidio” llegó vociferando contra el pequeño. Paillan karan, afirma asegurando que no había nadie más que el blanquiñoso y otro ccoñasuru. Ellos fueron. “Tu hijo me ha robado los cuyes que eran para mandar a Lima”, se queja llorosa y notoriamente agitada.
“Ya, warmaja puñushantaq” replica la tía Jesus. Sube al cuarto de Dino, con la mamá Pajarito y, en efecto, está dormido a pierna suelta, bien envuelto con una gruesa frazada de lana. Inmóvil. El “cuysua” escucha todo y tiene los ojos cerrados, aunque muy asustado que se descubra su “hazaña”.
La quejosa se va maldiciendo a medio mundo y calculando dónde encontrará otros cuyes para el preparado. “Wirallañan karan, caraju” se lamenta.
Apenas se encienden las luces del pueblo, a las cinco de la madrugada, con cara de “yo no fui”, Dino se acerca donde su mamá, que ya está en la cocina avivando el fuego de la vida. “Mamita, perdóname. No sé por qué lo hice. Aquí están los cuyes”, confiesa y vacía el costal sobre la mesa. El olor agridulce inunda el pequeño ambiente, despierta apetitos, calma ansias y perdona pecados. Mamá sonríe con gestos de complicidad y le da un ligero jalón de orejas al pequeño y le lanza una severa advertencia. “Yanqataq caraju…”
El tío Wachi y los hermanos saborean los cuyes y festejan la travesura del menor de la familia, como si se tratase de celebrar un cumpleaños, fecha en que es tradicional el cuy relleno.