El cuajo para las “cachicurpas”
Escribe, Efraín Gómez Pereira
Hilario, flaco y recio como el tronco de la andina Qeuña, se levantó como todos los días, de madrugada. El calor de la gruesa frazada a colores, de lana de oveja que lo envuelve junto a Jesusa, su esposa, se disipa con lentitud vencido por el frío gélido de los vientos y la persistente llovizna, que cae sobre su pequeña y acogedora choza ubicada en la ruta hacia la laguna lambramina de Taccata.
El pequeño fogón casi pegado a la puerta del jatus, es avivado por las diestras manos de Jesusa. La ceniza que cubre las ramas carbonizadas está aun caliente y es aliada para que las charamuscas de tasta, retazos de raíz de ichu y poco de qawa, enciendan el fuego de la vida. Una olla ennegrecida por los años de uso, sin asas ni tapa, llena de agua congelada, es puesta sobre la tullpa, para el desayuno diario.
Hacia arriba, hacia los cielos azules, casi sobre los cinco mil metros de altitud, el abra de Unchuchuca se muestra desafiante y lanza algunos fogonazos de rayos mañaneros, a los que la familia está acostumbrada. “Allin punchau canqa” Será un buen día, suspira el cholo ajustando sus botas de cuero sobre pies callosos y agrietados. Una vieja chompa gruesa de algodón, compañero de mil batallas, es parte de su indumentaria.
Se apuran con el desayuno, una tasa de mate endulzado de sotoma, un par de panes fríos “churchus” y abundante cancha con queso fresco y retazos de charqui, les asegura energía y fuerza para afrontar un día más en la custodia de sus animales.
Afuera, encogidos y pegados unos a otros, ovejas y cabras, esperan en un corral húmedo castigado por el frío y el barro; la luz del sol para salir a pastar. Muy cerca, en otro corral con pirca afirmada, media docena de vacas lecheras criollas esperan ser ordeñadas. El día a día en la cabaña es una cosa rutinaria, solo rota en algún momento por visitas inesperadas.
Ese día, está programado preparar cachicurpas, para mandar a los hijos que viven en Lambrama y Abancay, estudiando “para ser alguien”.
Jesusa se encarga de separar el cuajo necesario para iniciar el proceso. Las cabras que son beneficiadas eventualmente para dotar leche y carne a la familia, también les provee el necesario e irremplazable cuajo, que se extrae de su estómago. “Panza, bonete, libro y cuajar”. También se usan los cuajos de vacas y ovejas.
El cuajar se extrae entero, en su misma “bolsa” rellena de desechos orgánicos que el estómago del rumiante depura, y se somete, bien amarrado, a salmuera por unos días; luego se pone al sol, sobre el techo de paja de la choza, para que alcance un secado integral. Una vez seca, la bolsita se guarda dentro de la choza, colgada en uno de los dinteles y lejos del alcance de los perros, que no perdonan. Se trata de una joya.
Las vacas son ordeñadas con una destreza mayor que solo la experiencia acumulada de Jesusa e Hilario, que trabajan en equipo, lo garantiza. Una a una las vacas son trabadas en las patas, con un pedazo de lazo de cerda, para que no pateen, mientras el becerro merodea ansioso. La leche es acumulada en un balde grande, y puesta en custodia dentro de la choza, mientras se ordeña a todas las lecheras.
Vaca lechera, becerro y Jesusa, quien es la que ordeña, se conocen desde siempre, cada uno sabe qué hacer en ese momento supremo. Jesusa saca leche de tres ubres de la vaca y deja una para el becerro, en una regla impuesta por la costumbre que garantiza el buen desarrollo del futuro toro o vaca. “Chis, chis, uñacha caraju… Chis chis, ñiñacha, sumaccha” y deja que, madre e hijo se abracen con la leche de la ubre que sale a cabezazos.
La misma operación hacen con las cabras, más de una docena, que les regala una leche de alta calidad, aunque poco valorada. Las leches de vaca y de cabra se mantienen separadas, pues cada una será sometida a un proceso particular en la elaboración del queso fresco o quesillo, de las vacas y de la tradicional cachicurpa, de las cabras.
Jesusa e Hilario, entre bromas y cánticos dedicados a la naturaleza cumplen su tarea natural. El cuajo es remojado en una jarra con suero y ese líquido ya procesado o contaminado de bacterias por el cuajo, es vaciado sobre un balde grande de leche, filtrado por un colador de mano.
El choque de líquidos hace que la leche se coagule hasta convertirse en cuajada, que es el queso en proceso y camino a convertirse en molde o cachicurpa. Las hábiles manos de la pareja, se apuran en separar el suero de la cuajada, a la que se agrega sal en cantidades ya determinadas. La cuajada salada es apretada con las manos, hasta convertirse en bolas parejas que son puestas sobre una canastilla colgada al techo dentro de la choza, iniciándose el proceso del secado. El cuajo animal, artesanal y tradicional, asegura un queso de alta calidad que es reconocido por propios y extraños.
Esta técnica antigua y usada actualmente, es el método lambramino para hacer quesos, en especial las cachicurpas, cuya calidad y sabor han superado las barreras locales y son disputados en los mercados de Abancay y por los habitúes que, como el autor de esta nota, nos deleitemos de sus olores y aromas, de vez en cuando con nostalgia y orgullo.