jueves, 29 de febrero de 2024

El cuajo para las "cachicurpas"

El cuajo para las “cachicurpas”
Escribe, Efraín Gómez Pereira 

Hilario, flaco y recio como el tronco de la andina Qeuña, se levantó como todos los días, de madrugada. El calor de la gruesa frazada a colores, de lana de oveja que lo envuelve junto a Jesusa, su esposa, se disipa con lentitud vencido por el frío gélido de los vientos y la persistente llovizna, que cae sobre su pequeña y acogedora choza ubicada en la ruta hacia la laguna lambramina de Taccata.
El pequeño fogón casi pegado a la puerta del jatus, es avivado por las diestras manos de Jesusa. La ceniza que cubre las ramas carbonizadas está aun caliente y es aliada para que las charamuscas de tasta, retazos de raíz de ichu y poco de qawa, enciendan el fuego de la vida. Una olla ennegrecida por los años de uso, sin asas ni tapa, llena de agua congelada, es puesta sobre la tullpa, para el desayuno diario.
Hacia arriba, hacia los cielos azules, casi sobre los cinco mil metros de altitud, el abra de Unchuchuca se muestra desafiante y lanza algunos fogonazos de rayos mañaneros, a los que la familia está acostumbrada. “Allin punchau canqa” Será un buen día, suspira el cholo ajustando sus botas de cuero sobre pies callosos y agrietados. Una vieja chompa gruesa de algodón, compañero de mil batallas, es parte de su indumentaria.
Se apuran con el desayuno, una tasa de mate endulzado de sotoma, un par de panes fríos “churchus” y abundante cancha con queso fresco y retazos de charqui, les asegura energía y fuerza para afrontar un día más en la custodia de sus animales.
Afuera, encogidos y pegados unos a otros, ovejas y cabras, esperan en un corral húmedo castigado por el frío y el barro; la luz del sol para salir a pastar. Muy cerca, en otro corral con pirca afirmada, media docena de vacas lecheras criollas esperan ser ordeñadas. El día a día en la cabaña es una cosa rutinaria, solo rota en algún momento por visitas inesperadas.
Ese día, está programado preparar cachicurpas, para mandar a los hijos que viven en Lambrama y Abancay, estudiando “para ser alguien”. 
Jesusa se encarga de separar el cuajo necesario para iniciar el proceso. Las cabras que son beneficiadas eventualmente para dotar leche y carne a la familia, también les provee el necesario e irremplazable cuajo, que se extrae de su estómago. “Panza, bonete, libro y cuajar”.  También se usan los cuajos de vacas y ovejas.
El cuajar se extrae entero, en su misma “bolsa” rellena de desechos orgánicos que el estómago del rumiante depura, y se somete, bien amarrado, a salmuera por unos días; luego se pone al sol, sobre el techo de paja de la choza, para que alcance un secado integral. Una vez seca, la bolsita se guarda dentro de la choza, colgada en uno de los dinteles y lejos del alcance de los perros, que no perdonan. Se trata de una joya.
Las vacas son ordeñadas con una destreza mayor que solo la experiencia acumulada de Jesusa e Hilario, que trabajan en equipo, lo garantiza. Una a una las vacas son trabadas en las patas, con un pedazo de lazo de cerda, para que no pateen, mientras el becerro merodea ansioso. La leche es acumulada en un balde grande, y puesta en custodia dentro de la choza, mientras se ordeña a todas las lecheras. 
Vaca lechera, becerro y Jesusa, quien es la que ordeña, se conocen desde siempre, cada uno sabe qué hacer en ese momento supremo. Jesusa saca leche de tres ubres de la vaca y deja una para el becerro, en una regla impuesta por la costumbre que garantiza el buen desarrollo del futuro toro o vaca. “Chis, chis, uñacha caraju… Chis chis, ñiñacha, sumaccha” y deja que, madre e hijo se abracen con la leche de la ubre que sale a cabezazos.
La misma operación hacen con las cabras, más de una docena, que les regala una leche de alta calidad, aunque poco valorada. Las leches de vaca y de cabra se mantienen separadas, pues cada una será sometida a un proceso particular en la elaboración del queso fresco o quesillo, de las vacas y de la tradicional cachicurpa, de las cabras.
Jesusa e Hilario, entre bromas y cánticos dedicados a la naturaleza cumplen su tarea natural. El cuajo es remojado en una jarra con suero y ese líquido ya procesado o contaminado de bacterias por el cuajo, es vaciado sobre un balde grande de leche, filtrado por un colador de mano.
El choque de líquidos hace que la leche se coagule hasta convertirse en cuajada, que es el queso en proceso y camino a convertirse en molde o cachicurpa. Las hábiles manos de la pareja, se apuran en separar el suero de la cuajada, a la que se agrega sal en cantidades ya determinadas. La cuajada salada es apretada con las manos, hasta convertirse en bolas parejas que son puestas sobre una canastilla colgada al techo dentro de la choza, iniciándose el proceso del secado. El cuajo animal, artesanal y tradicional, asegura un queso de alta calidad que es reconocido por propios y extraños.
Esta técnica antigua y usada actualmente, es el método lambramino para hacer quesos, en especial las cachicurpas, cuya calidad y sabor han superado las barreras locales y son disputados en los mercados de Abancay y por los habitúes que, como el autor de esta nota, nos deleitemos de sus olores y aromas, de vez en cuando con nostalgia y orgullo.

martes, 27 de febrero de 2024

Los quesos de la tía Flora

Los quesos de la tía Flora
Escribe, Efraín Gómez Pereira 

Las enormes hojas verdes del maizal que se bambolean con el viento y brillan con el rocío de las mañanas, bajo un intenso cielo azul, cubren casi en su totalidad la fachada de la gran vivienda de campo, que esconde las riquezas y secretos de la tía Flora, en su aislada y bien custodiada hacienda de Sima, al sur de Lambrama.
La enorme chacra cercada por todo el borde de la carretera de cactus, patakiskas y pakpas, camufladas por huarangos frondosos y espinosos, aseguran que ningún animal, mucho menos un piki antojadizo, se atreva a cruzarla en busca de un choclo o un huiro “tankaillusqa”, que se muestran apetecibles.
Por el otro frente, la enorme casa de pared roja y techo de teja, tiene un huerto de frutales, separado de las otras propiedades por el río Atancama. 
Casa hacienda Sima, en Lambrama. 

La entrada principal al fortín de piedras y cercos vivos, tiene una enorme puerta con tranquera que se traspone solo con la autorización expresa de la tía Flora. Un maktillo adolescente, en ojotas y casaca de militar bastante ajado, se mantiene atento a las visitas.
Cuatro perros, grandes y chuscos, permanecen casi siempre tirados de panza sobre el empedrado del enorme patio, que da a un zaguán limpio, donde se luce una mesa artesanal de huarango, sobre la que descansa un enorme jarrón de vidrio transparente con flores de cumayos, amancaes, pisonayes y algunas rosas de colores y formas caprichosas.
Una mecedora de huarango también artesanal, sirve de asiento de descanso diario a la tía, que envuelta en una manta de alpaca de diseños incaicos, se acurruca y dormita sobre un pellejo blanco y brilloso, mientras Ashucha, la joven moza urpipampina, que se encarga de sus atenciones, de sus alimentos y de las vacas lecheras que pastan en la huerta de frutales, se esmera en buscarle piojos en la frondosa y ondulada cabellera negra que, suelta, le llega hasta la cintura.
Las seis vacas criollas y dos de raza Holstein, ofertan cantidades generosas de leche todos los días. Con apoyo de un maestro quesero natural de Pichiuca, una comunidad cercana, la hacienda Sima produce quesos en molde que se envían al mercado de Abancay, donde son bien cotizados.
En tiempo de vacaciones escolares, entre enero y marzo, cuando la familia Gómez se trasladaba de Lambrama a la casa de campo de Itunez, para disfrutar leche fresca, choclos, frutos, aire fresco, truchas, lluvias y truenos, que se confundían con la bullanguera alegría de las mañanas andinas y el melodioso trinar de pichinkos, tuyas, tiutis y chaiñas; siempre teníamos tiempo para visitar a la tía Flora y, con el pretexto del saludo, recibir el cariño de sus duraznos, capulíes y, casi con remilgos de tía tacaña, pedacitos de queso, que apenas daban para una jachudita. Sima e Itunez son vecinas, están muy cerca y separadas solo por el río.
Los quesos de Sima eran una delicia inalcanzable para los propios familiares, mucho menos de los lambraminos, poco acostumbrados a su compra y venta, pues casi todos, tenían su propia producción familiar de leche que les permitía elaborar los tradicionales cachicurpas.
La casa grande de Sima, guardaba en sus marcas o bodegas bajo techo, más de dos docenas de quesos secos, ordenados en filas de a dos, listos para ser enviados al mercado.
Este hallazgo le comenté a Toricha, primo ojiverde, unos años menor que yo, quien con sumo interés, se preocupó por saber la ubicación exacta de la canastilla con los quesos. Si cerca a la puerta o a la ventana, si los perros estaban al ojo. Si la tía se dormía en la tarde o en la mañana y otros datos, que casi por compromiso los inventé.
Pasaron dos semanas y la noticia corrió como huayco creado por un chaparrón de lluvia. Toda Lambrama sabía que los quesos de la tía Flora habían desaparecido sin que haya rastros de nada ni de nadie. El tío Melchor, ex policía y tipo de gran porte y severo con los campesinos, llegó a trote sobre un alazán bien cuidado, a denunciar ante la Comisaría el robo de los quesos. Con flojera y de compromiso con el colega, los dos efectivos de la Guardia Civil del “Puesto” de Lambrama, indagaron, buscaron, amenazaron, sin éxito.
Toricha, afanoso y laqla, como hasta hoy, había visitado a la tía Flora para comprar quesos, sin éxito. “Manan canchu”, fue la respuesta seca, tras lo cual, ideó una forma fácil de hacerse de los moldes. Desde la carretera, hizo un hoyo debajo del cerco de espinos por el que se introdujo en la chacra, antes de la cinco de la tarde. 
Superó sin dificultades el maizal y llegó hasta la pared posterior de la casa, cuya ventana estaba abierta. Con la elasticidad de sus doce años, el ojiverde trepó la ventana y, costal en mano, no demoró ni dos minutos en cargar todo el queso.
Los quince moldes pesaban quince kilos. Los levantó sobre sus hombros y cargó lentamente hasta el hoyo que le esperaba en silencio. Salió justo cuando los jesjentos empezaron su concierto vespertino. En lugar de regresar a Lambrama, enfiló hacia Abancay. Para evitar toparse con alguna persona, se adentró por la orilla del río y caminó sin detenerse, por horas, solo acompañado por la luz de la luna y los chispazos de pichinkurus o luciérnagas.
Las luces de la ciudad de Abancay le dieron la bienvenida pasadas las cinco de la mañana. Había caminado toda la noche, incansable, asustado, preocupado, “humpipisapillaña” y con la sed de revancha satisfecha. La tía tacaña, “maqlla vieja” había pagado su negativa.
Los quesos fueron vendidos a un par de conocidos y Toricha, ese mismo día estuvo en Lambrama, con “platita” en los bolsillos, al que le dio uso de a poquitos, como todo un experto, y solo cuando las investigaciones policiales culminaron.

viernes, 23 de febrero de 2024

Virgen del Carmen, en Lambrama

Virgen del Carmen, en Lambrama
Escribe, Efraín Gómez Pereira

Era un terreno baldío, plagado de pakpas, charamuscas y jisas, por el que nadie daba nada. El ingreso al centro urbano tenía como referencia a Llactapata, el canto, la orilla, el borde. Justo enfrente, cortado por la carretera o avenida de ingreso al pueblo se levantaba, y aún esta ahí, una vivienda de adobe y tejas que miraba el valle de Lambrama, hacia Itunez, Sima, Urpipampa, Pichiuca.
Tenía ocho años de edad, y estudiaba en la escuela fiscal ubicada en la plaza de Armas, con una camarilla de niños que compartíamos carpetas, aula y profesora con muchachones más grandes, mayores, muy mayores, para estar en segundo o tercero de primaria. Así era antes.
En Llactapata, en el ingreso al pueblo, la Gruta de la Virgen del Carmen. 

A medio año, se hizo el traslado de la escuela a la nueva edificación levantada en el borde inferior del estadio municipal. Construcción que los escolares de todos los niveles ayudamos a forjar, cuando la dirección de la escuela estuvo a cargo de los grandes maestros Moisés Urdánegui y Adrián Pereyra.
Hubo un desfile interminable de carpetas, mesas, sillas, pizarras de madera y mapamundis que fueron cargados desde la plaza, por la avenida Alianza y el camino peatonal hasta el estadio en Huaranpata, por profesores, alumnos y padres de familia, en jornadas comunales que no exigían convocatorias obligadas, sino la identificación del pueblo con su escuela.
Mi profesora de aula era la entrañable, bonachona y querida Esther Pinto Ballón, que vivía en un ambiente alquilado, en la misma esquina de la plaza, en la vivienda de don Leoncio Yupanqui, el sanitario del pueblo, un personaje memorable.
Esther, dedicada a su apostolado para formar niños, con lecturas de Coquito: “Sandor, mueve la cola, guau, guau…” también se preocupaba por el bienestar del pueblo. La recuerdo llegando muy temprano cada lunes, montado en un caballo de gran alzada, con su casco blanco inconfundible, procedente de Huaycacca, donde estaba su vivienda. Ya jubilada llegó a ser alcaldesa de Lambrama, en una gestión transparente por todos reconocida.
Recuerdo que parte de las actividades no académicas de la escuela, nos comprometía a colaborar en asuntos comunales, como la construcción del local escolar para lo cual se acarreaba piedras desde el río, cargando en huantunas hechas con listones de madera de layan, labras, eucalipto o huaranhuay, que abundan en el valle. 
Cuántas veces habremos llevado piedras, en jornadas confundidas en juegos infantiles. En la misma línea, también recuerdo que colaboramos llevando limonada o agua azucarada, preparada con agua natural de los puquiales de las cercanías, para los comuneros lambraminos que en faenas dominicales, amenizadas por los tradicionales Piteros, apoyaron la construcción del tramo carretero desde Cuncahuacho hasta el puente de acceso a Atancama.
Siempre guiados por el interés personal manifiesto de la profesora Esther y la decisión de  los directores Moisés y Adrián, participamos en la construcción de la gruta dedicada a custodiar la venerada imagen de la Virgen del Carmen, en ese lugar baldío de la entrada al pueblo, por el que nadie daba nada. Fue precisamente Esther y su hijo, un joven de elevada estatura, y estudiante universitario en Cusco, quienes llevaron desde Abancay la estatuilla que se puso en ese dedicado lugar. ¿Será misma imagen que hoy permanece en la gruta?
Es reconfortante comprobar que ese dedicado lugar, levantado hace más de cincuenta años, todavía tiene la atención de los lambraminos de buena fe. Todas las veces que retorno a Lambrama, para respirar aire puro, degustar truchas de río, choclos con cachicurpa, lahuitas con limancho y gozar del calor de la familia, amigos y paisanos, y claro también para lagrimear por el recuerdo de mis padres, siempre me doy tiempo para otear la gruta y tararear entre murmullos solitarios, un Ave María, que me hace retroceder en el tiempo y en la memoria.

martes, 20 de febrero de 2024

Señor de la Caída, capilla en mis recuerdos

Señor de la Caída, capilla en mis recuerdos
Escribe, Efraín Gómez Pereira

Fui esporádico concurrente de los Rosarios y Santa Misa que se oficiaban en sus pequeños, limpios y acogedores ambientes. Adolescente aún, hacía méritos para ejercer de “acólito” o “monaguillo”, y ayudar al sacerdote de turno en sus compromisos celestiales ante la feligresía que siempre abarrotaba las bancas de la capilla del Señor de la Caída, ubicada en la curva de la avenida Prado, en La Victoria, con dominante vista hacia el colegio Miguel Grau.
Claro, el papel no era exclusivo. Había que competir con muchachones del barrio, de la misma generación, los Villar, Aedo, Chávez, Pimentel, Ayma, Cavero, Hernández, mis propios hermanos y otros, que con rictus de seriedad suprema, cumplíamos tan elevada responsabilidad. 
Tocar las pequeñas campanas de la torre siempre pulcra, para llamar la asistencia de hombres y mujeres de todas las edades, era una rutina de gran gozo. Arrodillarse ante el cura buscando la expiación de nuestros “pecados” que no pasarían de mentirillas piadosas, en una confesión semanal, tenía el propósito final de deleitarnos con el Cuerpo de Cristo, al comulgar. Besar el Cáliz haciendo la finta de beber la Sangre de Cristo, nos llevaba al éxtasis celestial o espiritual. ¿Qué o quién nos motivaba a estas acciones? No lo sé. Tal vez las charlas del cura Mamerto o los mensajes de adoctrinamiento de los enviados del Opus Dei, en las clases de Religión. Quedaron como lecciones de paz espiritual que, sospecho, falta en la niñez y juventud actual que tienen otras prioridades.
Con mis hermanos, estudiantes del colegio Miguel Grau, Gran Unidad Escolar en ese entonces, vivíamos en un ambiente interior de la residencia de don Ángel Villar; y, la capilla con sus actividades, su explanada delantera, y su pasto verde que lo bordeaba, formaba parte de nuestra agenda semanal. Era nuestro centro de esparcimiento y recreación; y, al mismo tiempo, lugar de “penitencias”.
Tan pronto salíamos de las aulas del Grau, y tras degustar la cena, que antaño llevaba sopa y segundo, apenas una o dos horas después del tradicional lonche con pan común, misti o taparacos, buscábamos en tropel las pistas del patio de la capilla, para convertirla en campo de fulbito y embarcarnos en retadoras competencias.
Ante la puerta de la capilla, se improvisaba un arco con dos piedras y al frente, hacia la calle Prado Bajo, justo frente a la casa de los Chávez, el otro arco. Siempre había una pelota y siempre dos equipos. Eran partidos de disputa, duros, pero sin broncas. Futbito amateur amistoso de primer nivel. Si los encuentros eran sabatinos o domingueros, las refrescantes aguas de río Chinchichaca, aunque escasas, nos deleitaban de frescor.
 En otras ocasiones nos íbamos hasta la piscina olímpica del colegio. Los helados en conos de la familia Hernández o Carrillo, así como la chicha de jora de El Carrizal, eran también opciones de refresco, claro si quedaba algo de las propinas.
En ocasiones, a la salida del colegio, los espacios aledaños de la capilla, que exhibían pastos siempre verdes, se convertían en cuadriláteros de boxeo. Miguelgrauinos embroncados por alguna causa que los obligaba a “chocarla para la salida” se enfrentaban en un ring de pelea, rodeado de uniformes escolares kaki, con corbata y cristina. Siempre había un ganador que levantaba los puños triunfales tras causar una copiosa o abundante chocolatera en su oponente.
Recuerdo cómo el “Chichu” dio cuenta del “Cejas”, de un soberano martillazo con las dos manos amarradas en un solo puño, y ante el primer descuido del ocasional rival, dejó caer todo el peso de su adolescente y pesado cuerpo sobre la nuca del descuidado, que se fue de bruces sobre el pasto, noqueado. Al día siguiente, “Chichu” y “Cejas” seguían siendo amigos. Así era, sin rencores.
A veces íbamos al campo tras el estadio El Olivo, otrora Plasticuchayoc, en busca de huaironqos, jesjentos, langostas, apasancas o lagartijas, en juegos de crueldad infantil, para llevarlos al patio de la capilla y hacer competencias de bailes y carreras de los insectos cazados. Una lagartija que llevaba un cohetecillo encendido en la boca, buscó la seguridad de las sombras de las bancas de la capilla y se desparramó tras la explosión causando alarma entre los feligreses. Juego que casi nos cuesta la excomunión.
La capilla es hoy un lugar tradicional, buscado y reclamado por los abanquinos para oficios religiosos de salud, aniversarios, difuntos, o misas de cuerpo presente. Hace unas semanas la visité y la nostalgia me ganó, pues los recuerdos movieron, como chaparrón serrano, muchas emociones.
Recuerdo las noches de fuegos artificiales en el mes de enero, los Rosarios y Misas organizados por Mayordomos o Carguyoc, que se esmeraban en atender a los visitantes con ponches, chicha blanca, maicillos y fiestas con banda popular, la Orquesta Villar, como no.
Veo al Cristo caído, trasladado en floridas andas en procesión por la avenida Prado hasta el encuentro de madre e hijo, en el centro de la ciudad, con la Virgen Dolorosa, que viene desde la Catedral, en medio de un concierto de cánticos y rezos que retumban por aires y cielos.
Quedan en la retina la imagen del Señor ataviado con sus capas blancas orladas con hilos dorados y plateados, las pinturas de la escuela cuzqueña, los tallados en madera fina, las bancas mullidas, las paredes blancas, siempre limpias, los grandes ventanales que dejan pasar el brillo solar, alegrando aún más la fiesta cristiana que se vive en sus interiores.
Veo una serenata colorida de abanquinas compartiendo festividad y alegría, bajo la sombra de los árboles que rodean la capilla. Me solazo viendo una patota de niños despreocupados encaramados en las torres de la capilla, sentados en las bancas externas, tirados sobre la grama o correteando tras una pelota. Salud y alegría, ojalá por siempre, con la gracia de nuestro venerado y recordado Señor de la Caída.

viernes, 16 de febrero de 2024

Alberta y Saturnina, voces lambraminas de ayer

Alberta y Saturnina, voces lambraminas de ayer
Escribe, Efraín Gómez Pereira

“Todo tiempo pasado fue mejor”, frase célebre que nos enseña a recordar y añorar todo lo que ya no se puede gozar, vivir, disfrutar. La nostalgia que nos envuelve cuando miramos nuestro ayer en un espejo de retrospectiva, será siempre o casi siempre, mejor que el hoy y mejor que el devenir. ¿Es tan cierto esto?
Miro atrás, siempre hurgando en mi infancia lambramina, para rememorar hechos y personajes que, ligados familiar o vecinalmente, están ahí cual pinturas o gráficos, que no se borran; y, al contrario, se afianzan en ese trasuntar que llamamos memoria.
Alberta y Saturnina, hermanas lambraminas de Chimpacalle 

Recordar a mamá y papá, o a alguien cercano que ha partido, es siempre doloroso, porque nos gana la añoranza de sus recuerdos y nos lastima el “por qué no están para que sigan arrullándonos, para que sigan guiando nuestro norte. Para que conozcan y amen a sus nietos”. El dolor es humano y la sensibilidad nos enseña que del dolor se pueden lograr sellos de luz, esperanza y felicidad.
“Recordar es volver a vivir”, y “Lo que permanece en el recuerdo, nunca muere”, proverbios o frases universales que hacemos nuestros en el día a día, y nos sorprendemos cuando en ese tránsito encontramos un dato, un hecho, una pista, una persona, un amigo, un familiar, que nos permite ampliar el horizonte de nuestras “conocencias”.
En mis escritos siempre menciono al entorno íntimo de mis padres en sus actividades rutinarias en Tomacucho, en las chacras, negocios, viajes, fiestas, comilonas. Personas que forman parte de lo selectivo de mi memoria, pues han estado muy cerca de casa, en muchas actividades y jornadas que han marcado mi “lambraminidad” y, evocándolos refuerzo mi calor, mi identidad, y mi amor por mi tierra, y ¿quién no con lo suyo?.
Hace pocos días, estando en Lambrama, conocí a Alejandrina Sánchez Gamarra, lambramina que vive en Lima y que estuvo de paseo en la tierra de sus ancestros. Sorpresa mayor, saber que es hija de Alberta Gamarra Pereira, la tía Alberta, a quien recuerdo como alguien muy cercana a mi añorada madre, Dora Pereira. De hecho eran primas y amigas muy cercanas.
Tiburcio Sánchez, desaparecido Pitero y su hija Alejandrina Sánchez Gamarra. 

Alberta, con su hermana Saturnina, eran asiduas y de extrema confianza de la residencia de Tomacucho. Expertas en los quehaceres domésticos, en preparar suculentos platillos para los chacrakuskas, para beneficiar, aderezar y preparar cuyes rellenos a kankachus en los cumpleaños. Sus chicharrones enamoraban a todo el pueblo, de sabores y aromas. 
Mi recuerdo llega un poco más allá de los quehaceres domésticos, pues tranquilamente pudieron haber constituido un gran duo de voces nativas, esas voces que los conocedores llaman de “coloratura”, pues tenían una entonación privilegiada para las huancas, jarawis y, sobre todo, los carnavales autóctonos que en Lambrama es fiesta comunal. “Huaranhuay qello huaranhuay, pipakrak qelloyashanki”.
La  tesitura y timbre de sus voces eran inigualables. Junto a las tinyas y quenas, que siempre aparecen como por arte de magia, estas bellas hermanas de Chimpacalle, eran atracción en reuniones familiares, santuyoc, minkas, aynis, hasta en celebraciones sacrosantas para cantar ayatakis.
¿Cómo y de dónde aprendieron a mantener una pauta natural de canciones y coplas populares, que hasta la actualidad se escuchan en otras voces, también privilegiadas? “Akuchi purirakamusun, mamaiki puñushañan kama…”
Con sus compañeros de vida, Tiburcio Sánchez y Alberta; y Nativido Kari y Saturnina, formaban parte de ese espacio natural que comulgaba con la música nativa, con la artesanía, y telares, de cinchos, ponchos y frazadas y llicllas pallay. Tiburcio era puntal, con su tambor y bombo, en los tradicionales y ya desaparecidos Piteros.
Alberta tuvo ocho hijos y Saturnina cinco. Seguramente algunos de ellos llevan en sus médulas la gota musical de sus madres, las hermanas-tías que hoy evoco con nostalgia. “Candadito aceromanta llavechayoc, pirak mairak quichallasunki manarak ñoqa quichallasaktiy…”

domingo, 11 de febrero de 2024

La nueva cara del mercado de Abancay

La nueva cara del mercado de Abancay

Escribe, Efraín Gómez Pereira


Se dice que el mercado de una ciudad es el espejo de sus habitantes. Es el referente de varios escenarios que se resumen en: capacidad adquisitiva, variedad, abundancia, limpieza, seguridad, orden; pero también en hacinamiento, desorden, suciedad, delincuencia, y varios etcéteras. En ambos debe destacar el comportamiento de clientes y comerciantes, su personalidad.
El Mercado Central de Abancay, ubicado desde que lo conozco, hace más de sesenta años, en lugar privilegiado de la principal avenida de la ciudad, está ligado a la historia y trasuntar de los abanquinos que lo visitan para las compras diarias, a buscar jugos, panes, quesos, asnapas, carnes, caldo de gallina o de cuy, lechones, lomo saltado, desayuno, menú popular.

Mercado central de Abancay, en tres momentos de su historia. 

Es, como todos los centros de abastos de las grandes ciudades, lugar de conjunción de necesidades e intereses comunes, donde los colores, razas, posiciones sociales y billeteras se democratizan, se podría decir “hasta se codean”. Característica de nuestra abanquinidad, las infaltables “mamacita” y “papacito”, de las caseras, a pesar de la presencia de chamos y su “mande mi amor”. 

Cuando estudiante del colegio Miguel Grau, en los años setenta, tuve mi infantil y fugaz experiencia comercial en uno de sus pasadizos. Con inocultable vergüenza, por el “que dirán”, vendí por dos fines de semana papas Renacimiento, que don Laureano, mi señor padre, había cosechado en abundancia en sus predios de Qahuapata y Limunchayoc. Balanza en mano, despaché cantidades inusitadas del tubérculo “Made in Lambrama”, con expectantes ganancias que me permitieron saborear, en secreto, un lomo saltado y una gaseosa Nectarín, casi un lujo para un niño.

En otras ocasiones alternaba con Rafael, mi hermano, en hacer las cobranzas a las carniceras que comerciaban las reses que mi padre había beneficiado en el moderno camal de la ciudad.

Fui, como “pensionado” asiduo visitante de la juguería de doña “Na” (Juana), para tomar un surtido con yapa, hasta donde llegábamos en fila con mis hermanos, antes del desayuno diario en la pensión del recordado y afamado Efraín “Zorro” Salas, en el jirón Huancavelica.

Siempre que viajo a nuestra querida Abancay, el mercado me jala como un imán. Inevitable sentarse por un jarrón de jugo especial, con algarrobina, miel de abeja, malta Cusqueña y huevo, en el puesto más concurrido, señal de calidad y buena atención. Obligatorio comprar quesos, tallarines, panes y maicillos para las encomiendas que en Lima son esperadas con ansias por mis hijos. 


La fisonomía del mercado ha cambiado de manera notoria, por dentro y por fuera. Lejos han quedado las imágenes de una fachada descolorida o ganada por publicidad comercial. Hoy luce ventanales y vitrales que le dan sello de modernidad. 


Adentro, los puestos ordenados, en los tres pisos del edificio. La novedad saludable, el funcionamiento de los ascensores para carga y personas mayores. Sin duda grandes cambios que se hacían necesarios. El calor amistoso y lenguaje cariñoso de comerciantes, abaceras, vivanderas, productores, intermediarios, empleados, autoridades y clientes son características naturales que se mantienen en Abancay y sus mercados.


La imágenes que acompañan esta nota describen el transcurrir en el tiempo del primer centro de abastos de Abancay. La gráfica en blanco y negro con marco y columna, nos remonta a 1928; mientras los oficiosos señalan que el mercado central tipo minorista empezó sus actividades en 1942. Sea como fuere, la historia de Abancay, de los Pikis abanquinos, tiene en el Mercado Central, a un personaje de especial importancia, que hay que cuidarlo y quererlo.

jueves, 8 de febrero de 2024

Los cuyes voladores de Pajarito

Los cuyes voladores de Pajarito
Escribe, Efraín Gómez Pereira

Los dos muchachones, de no más de diez años, permanecen parados en la puerta de la vivienda hecha a media agua con techo de calamina, en una callecita de tierra que emboca en Michihuarquna y empata con la esquina de la misma plaza de Armas de Lambrama. 
Los sones lastimeros del arpa y violín, que rasguñan alegres huainos y picarescos carnavales, matizados por voces chillonas de las mamachas, compiten en atención con el penetrante aroma de las hierbas, asnapas y menjunjes que han aderezado jugosos cuyes rellenos, que viajan de plato en plato, de mano en mano.
En una mesa central, cubierta de un mantel de plástico a cuadritos azul y rojo, un par de pocillos llenos de cancha chullpi y mote de maíz blanco paraccay, así como potes de uchucuta; coquetean con las bocas ensalivadas de hombres y mujeres, familiares y amigos, que hacen lo indecible para tener siempre las mandíbulas en movimiento.
En la fachada de Pajarito, como cuando niño.

Una banca con pellones de lana como sentaderas, pegada a la pared de lo que vendría a ser la cocina, sirve de escenario desde donde dos curtidos caypeños, con poncho de nogal y sombreros de pana ajados, se deleitan con el “arpachallay, violinchallay, miskita wajaikamuy…”, cuidando de no pisar a los cututos que, de rato en rato, salen a buscar restos de comida, cáscaras de mote que son tiradas al piso de tierra.
Son más de las siete de la noche, en Lambrama, pueblo pequeño que goza de las ventajas de la luz eléctrica proveída desde la mini central de Matará, la misma que alimenta de energía también a la ciudad de Abancay. La natural tranquilidad nocturna del pueblo es quebrada ligeramente por el bullerío de la alegría por la despedida de uno de los hermanos Pajaritos que se irá a la gran ciudad capital, en busca del “sueño limeño”.
Dino y Mariucha, los maktillos de esta aventura, se relamen y esperan con ansiedad le alcancen “siquiera un huesito, la cabecita del cuy”. Pasan los platos en las manos sonrientes de la señora Vargas, la mamá de los “Pajaritos”, como se les conocía a los hermanos Vargas, y ni una mirada, nada de nada.
“Ja caraju, Mariucha, apamuy iskay talegakunata” ordena Dino con decisión inapelable, mientras en su mente afiebrada, hambrienta e infantil se proyecta una película aun no estrenada, siquiera escrita: “Los cuyes voladores de pajarito”.
Con los dos saquillos en mano, Dino se encarama sobre la pared de la huerta que da precisamente a la cocina, desde donde se escapan los olores a cuy relleno, a gula, a ganas de atragantarse. Con ayuda de Mariucha, que pone las dos manos como soporte para trepar la pared de adobes de no mas de un metro y medio de altura, el blanquiñoso de Uraycalle salta de un tirón y se topa cara a cara, con una bandeja en la que una docena de cuyes esperan viajar y saciar los estómagos de los Pajaritos que viven en Lima, por allá lejos, por Pamplona Alta.
En Uraycalle, la casa familiar. 

“Que merda, caraju” masculla y le da un sonoro beso al cuy doradito que se le muestra a la vista; voltea la apetitosa bandeja dentro del costal. Hace lo mismo con una olla llena de cancha recién tostada. Con el cargamento que le provocó angustias y le mereció nada por parte de la mamá Pajarito, Dino lanza fuera los saquillos que son capturados con agilidad deportiva por Mariucha.
Salta con velocidad felina y, sacos sobre la espalda, corren con desesperación calle abajo hasta ser tragados por la oscuridad Michihuaquna. Llegando a Llactapata, en medio de la luz tenue que se escapa de un poste de madera, reparten el apetitoso botín. Uno para tí, uno para mí. Mariucha se aleja corriendo por las mismas sombras que los acompañó.
Dino sube a tientas las escaleras hacia su cuarto en el segundo piso. Sigiloso, cual ducho escapero de las seriales, esconde el saquillo de cuyes y cancha, en una olla grande que es usada para preparar chicha de jora.
A la media hora, la vieja afectada por el “cuicidio” llegó vociferando contra el pequeño. Paillan karan, afirma asegurando que no había nadie más que el blanquiñoso y otro ccoñasuru. Ellos fueron. “Tu hijo me ha robado los cuyes que eran para mandar a Lima”, se queja llorosa y notoriamente agitada.
“Ya, warmaja puñushantaq” replica la tía Jesus. Sube al cuarto de Dino, con la mamá  Pajarito y, en efecto, está dormido a pierna suelta, bien envuelto con una gruesa frazada de lana. Inmóvil. El “cuysua” escucha todo y tiene los ojos cerrados, aunque muy asustado que se descubra su “hazaña”. 
La quejosa se va maldiciendo a medio mundo y calculando dónde encontrará otros cuyes para el preparado. “Wirallañan karan, caraju” se lamenta.
Apenas se encienden las luces del pueblo, a las cinco de la madrugada, con cara de “yo no fui”, Dino se acerca donde su mamá, que ya está en la cocina avivando el fuego de la vida. “Mamita, perdóname. No sé por qué lo hice. Aquí están los cuyes”, confiesa y vacía el costal sobre la mesa. El olor agridulce inunda el pequeño ambiente, despierta apetitos, calma ansias y perdona pecados. Mamá sonríe con gestos de complicidad y le da un ligero jalón de orejas al pequeño y le lanza una severa advertencia. “Yanqataq caraju…”
El tío Wachi y los hermanos saborean los cuyes y festejan la travesura del menor de la familia, como si se tratase de celebrar un cumpleaños, fecha en que es tradicional el cuy relleno.

lunes, 5 de febrero de 2024

Silla lambramina de mil historias

Silla lambramina de mil historias
Escribe, Efraín Gómez Pereira

“Si esta silla hablara, escribiría un libro de piropos y de poesías” (Joel Santos).

Debe tener mi edad o quizás unos años más. Tiene su propia historia arraigada a la familia Gómez de Tomacucho, en Lambrama. Hace más de una década me acomodé en su duro asiento, para conversar de todo y de poco, con mi señor padre, Laureano Gómez Chuima, en su residencia de la avenida Juan Pablo Castro, en Abancay. 
Mullida, descolorida, a ojos vistas gastadita, antigua, viejita, de mucho uso; muestra, sin embargo, en la actualidad, porte y firmeza que ya los muebles de la madera más fina quisieran tener. Sigue dando reposo y sosiego a sus actuales usuarios, mis hermanos Gladys y Ebilton, en su cocina de descanso de Quitasol.
Silla con historia, mantiene su prestancia. 

Era la silla personal de don Laureano, que la usaba en sus ajetreos diarios en su “oficina” de Los Altos, en su residencia de Tomacucho, lugar de grandes y emotivos recuerdos familiares.
En esa reliquia de guarango hechizo, que seguramente salió de las hábiles manos de un antiguo ebanista abanquino, don Laureano se sentaba para redactar sus escritos de tinterillo lego, para hacer la filiación de sus vacunos que debía traer a Lima en sendos camiones en viajes que duraban sus buenos y largos días; para escribir esquelas y cartas familiares y sociales, y elaborar documentos de negocios.
Esa silla junto a una memorable máquina de escribir Remington verde de metal, pesada como las antiguas, y una radio grande marca Nordmende, que alegraba al barrio; eran parte de la propiedad intocable del viejo, cuyo pesado cuerpo se apostaba sobre sus cuatro patas cruzadas que soportaban sin chistar ni chirriar, los casi cien kilos de humanidad. 
Había un par de esas sillas en casa, o quizás más, del mismo corte y de un tono ligeramente verdusco. La otra era usada por Dora, mi inolvidable madre, cuando dedicaba sus tardes a coser camisas, sus blusas, o arreglar pantalones de su prole de cinco menores hijos, en una también memorable Singer a pedales.
¿Cuántos años “trabajó” la silla en Lambrama? No lo sé. ¿Cuándo se mudó Abancay?. Imagino que cuando los Gómez Pereira, volcamos nuestra existencia hacia la ciudad capital de departamento dejando la escuela fiscal de Lambrama, para proseguir estudios secundarios en el Miguel Grau y Santa Rosa, respectivamente.
Habrá paseado sus servicios en la residencia de don Angel Villar, en la avenida Prado, por la capilla del Señor de la Caída, por un par de años. También se habrá apostado en la calle Chalhuanca, en la residencia de don Luis Ugarte, donde estuvimos varios años.
Finalmente cuando “mamá” Victoria, con las hermanas menores Gladys y Martha, se mudan a la vivienda de Juan Pablo Castro, habrá encontrado su lugar de destino final, para seguir dando descanso a Laureano y su prole de segundas nupcias.
Útil y servicial como es, y como son todas las sillas y bancas caseras, que no reclaman ni un lugar privilegiado en la sala, ni cojines, ni una manito de pintura o pasadita de laca que las haga sonreír; esta viajera de cuatro patas cruzadas, un respaldar tejido de tres lajas y una sentadera de miles de historias, se encuentra en Quitasol, avivando recuerdos, jalando la nostalgia de quienes la reconocemos y nos regocijamos con solo mirarla y retroceder el tiempo.
Historias que jalan remembranzas como esta silla vieja, este pequeño detalle que muchas veces los dejamos pasar sin reparar en su presencia ni valorar que fueron parte importante de nuestra existencia, de nuestra familia. ¿Cuántas pequeñeces nos rodean reclamando una mirada, nuestra atención? Si pudieran hablar, imagina los tomos de historia que se sumarían.
La silla de don Laureano merece un homenaje; una lijadita, una charoladita y, un lugarcito de respeto. Sus más de seis décadas de servicios prestados a la familia, lo exigen. La merece.