Mis zapatillas Mitsuwa
Escribe, Efraín Gómez Pereira
Tenía once a doce años de edad. La edad de las travesuras colegiales. La edad de los primeros aspavientos en arte del amor, aunque este sea platónico. La edad de la junta de compinches para hacer “cosas de grandes”.
El estudio comprometido, con la rigidez y dedicación de los maestros del Miguel Grau, era llevadero en todos sus extremos. Había que ser responsables y cumplir con las tareas, con los exámenes y tener tiempo dedicado, casi disciplinado, para los juegos.
Era la etapa de las competencias entre secciones. Había juegos rutinarios, como el fulbito y básquet, que ocupaban a la mayoría de mozalbetes. Había que ser inventivos para alejarse de la rutina. Como buen miguelgrauino, empujado por el “qué dirán” y la presión de los mayorcitos, apostábamos los goles en el Coliseo por vasos de chicha. Por caporales en El Carrizal, a escondidas, subrepticiamente.
Local de la GUE Miguel Grau de Abancay, escenario de la batalla infantil.
A la hora del recreo, los cigarrillos Dexter Junior, salían de entre las medias para dejarnos envalentonados hacer argollas con el humo azul, subidos en un eucalipto “más allacito” de la piscina de Chinchichaca, que casi nunca tenía agua.
La alameda central de la avenida Seoane, que baja directamente hasta el óvalo El Olivo, servía para duras carreras de chapitas. Unas libres como el viento, otras cargadas con barro ocre seco o cáscara de naranja aplastada, para darle peso y estabilidad. No había prisa para llegar a casa.
A la salida, sobre todo los viernes, hacíamos de aventureros del medio oeste, para enfrentarnos en encarnizadas batallas con hondas y pepa de higuerillas, hasta que el equipo enemigo sucumba o se rinda. El campo de batalla era Plasticuchayoc, hoy parte de la gran y desordenada ciudad en que se ha convertido Abancay.
Con todos estos ajetreos juveniles, interminables e inagotables, los zapatos de cuero “Made in Grauino”, hechos a mano y a medida, con planta de jebe y tachuelas de madera, para que aguanten el agua de las lluvias, apenas llegaban a setiembre u octubre. Llegaban, pero con boquerones en las puntas y con huecos en las suelas. Entonces no había más remedio que acudir a las zapatillas Mitsuwa, de la rayita azul, para usarlas como zapato de diario.
Una lavadita al paso y tiza blanca para hacerlas presentables, servían como mecanismo de camuflaje que escondía el gasto del uso diario, del cambio de color de blanco a gris.
Una mañana de jueves, en el aula de Música, el profesor Bedoya, recio, bien peinado, siempre de terno verde petróleo, un perfume recargado y maletín de cuero eterno, ni bien ingresó al salón, con un gesto de repugnancia, olfateó mirando aquí y allá y lanzó: ¿Hay una llama en el salón?
Todos mutis. Unos mirando a otros y los otros a los unos. “Salgan todos e ingresan uno por uno, descalzos. Los zapatos los dejan afuera”, ordenó Bedoya.
Fui de los primeros en salir. Sentía el mundo sobre mis espaldas. Sentía la mirada burlona de todos los muchachos sobre mi baja estatura. El mal olor de las zapatillas, el olor a llama, provenía de las mías. Y no me había percatado. Ya me había familiarizado. Qué vergüenza.
No regresé. Cargado de vergüenza y temor, tomé la decisión de abandonar el colegio. Me fui a los baños, para intentar lavar las zapatillas. No pude hacerlo. Al parecer nadie reparó mi ausencia y me fui a casa.
Llorando de impotencia lavé las Mitsuwa, con jabón y escobilla de cerdas. Para el día siguiente no habían secado. Aun así, me las puse y me dirigí al colegio. No ingresé a ningún salón. La vergüenza me ganaba. Pasó el viernes. Esperé el lunes, para ver qué pasaba.
No pasó nada. Mantuve mi posición de abandonar las aulas. Salía de casa con dirección al colegio y sin que nadie me vea, me escondía y así pasaban las horas. Al cuarto día de mi aislamiento de la realidad, me encontró el profesor Vivanco, de matemáticas. Ya sabía del tema y me habló como un experto consejero. Me convenció de volver a las aulas, a la normalidad. Así lo hice y nadie dijo nada.
Cuando ingresé al salón de Vivanco, sentí que mis cabellos lacios se paraban de punta, y mis pocos bellos de los brazos se estremecían. Mi rostro quemaba. Me sentía más colorado que un camarón frito. Pasaron minutos que parecieron horas y me percaté que cada quien estaba en lo suyo.
Tomé aire, me relajé y mi mirada huidiza chocó con las del profesor Vivanco. “Gómez, por favor borra la pizarra” La normalidad me sacudió. Ya tenía puesto un zapato Bata, planta de jebe, chillando, que Laureano apresuró en comprar, cuando vio el desastre de mis Mitsuwa. Nunca le conté mi batalla de la que me rescató el “Chato” Vivanco. Cosas de niños.