El viejo layan de Tomacucho
Escribe, Efraín Gómez Pereira
El viejo árbol de layan o sauco, como se le conoce en otras regiones, siempre estuvo ahí, en su dominante esquina del enorme patio de la casa de Tomacucho, en Lambrama, en las faldas del apu Chipito.
Compartía el privilegiado espacio con otros dos árboles que crecían casi apretados, pero eran un poco menos imponentes. Era el vigía, el vigilante, la aduana de quienes cruzaban la calle que separaba la residencia lambramina de don Laureano Gómez Chuima; hacia arriba con las de doña Casiana y la “hermana” Casimira, y hacia abajo, con las viviendas de la abuela Higidia, el tío Andrés, y las de doña Aurelia y “chaki” Jesusa.
Era hospedero natural de tuyas, piscalas, pichincos, chejollos, ccentes, y otras aves locales, que en las frías madrugadas nos regalaban incomparables conciertos de música variada, inigualable. Pero sus inquilinos predilectos, sobre todo en época de fructificación, eran los chihuacos, plomizos, feos y odiados por los vecinos, porque es ccencha o malagüero.
En una esquina de la casa de Tomacucho se levantaba imponente el viejo layan, hoy ausente.
Lo recuerdo desde que lo vieron mis ojos. Erguido y fuerte. Siempre verde y en ocasiones con generosos racimos de layanruru, que le disputábamos de puro jodidos, a los chihuacos, a los chanchac chihuacos, a los saltarines chihuacos.
En sus troncos firmes y añosos de una textura blanca brillosa, se ataban toros y caballos, con reatas y lazos trenzados de cuero repujado y engrasado; y procesado artesanalmente. Desde sus ramas prolíficas se extendían cordeles para secar ropa gruesa: frazadas, ponchos, costales, llicllas. En algunas ocasiones para secar carne deshidratada de vacunos y ovinos, convertidos en apetitosos charkis y cecinas, que se guardaban en bolsas tejidas de lazos curtidos, que eran colgadas en las cumbreras de la despensa.
En sus coposos follajes se armaban chacllas o cahuitos, unas ramadas tejidas con listones delgados de eucalipto, lambras, del propio layan u otras especies arbóreas de la zona, donde Antuco Chicclla, Vidal Zanabria, Eusebio Gómez, Agapito Huallpa y Angelo “Haya” descargaban buenos lotes de chala fresca a la espera que sequen al natural, y estaban destinadas a apaciguar el hambre de los animales domésticos en épocas de ausencia o escasez de pastos.
En esas chacllas jugaban los hermanos y sus amigos de Chacapata y Tomacucho, hombres y mujeres, hasta donde se trepaban sin temor a las caídas o a los golpes. Si alguno de ellos se venía al suelo, un lastimero “ayayau caraju, siki nanay”, y nuevamente al techo de chalas, a seguir jugando.
Sus ramas y troncos también fueron amigos cómplices de los hermanos, que jugábamos trepados, haciendo de Tarzán andino. Colgados de sogas amarradas a un nogal que se levantaba dentro de la huerta, a unos pocos metros, hacíamos piruetas atrevidas, emulando al rey de la selva o a los míticos chinchinas o danzantes de tijeras de las fiestas de Corpus Cristi, como Actuncha Vargas, o Lliulli, ídolos de los maktillos de Lambrama.
En épocas de lluvia, octubre a marzo, el patio de Tomacucho, era invadido de barro impidiendo que los niños extiendan sus juegos a ese lugar natural, dejando, sin embargo, un claro milagroso de sombra y ambiente seco, en las faldas de la copa del layan. Ese era un escenario alterno para los juegos infantiles. Era el lugar disputado por los hermanos.
Las ramas cortadas por los niños traviesos se llenaban de agua de lluvia convirtiéndolas en posaderos de occollos y sapos enanos, que eran cazados y descuartizados sin misericordia por los maktas y pashñas juguetones.
Había tal naturalidad en esos juegos que nadie, ni los mayores, se inmutaban por esas aberraciones. No sabíamos de la sociedad protectora de animales, o cosas por el estilo. La vida era así, al natural.
La última vez que estuve de visita por Tomacucho, me dolió su ausencia, como si se tratase de un ser humano, un familiar, un amigo, un vecino o vecina que ya no está ni para una fotografía de recuerdo. Y es que hay elementos de la naturaleza, como ese viejo y entrañable layan, que forman parte imborrable de nuestra existencia.