SANTA ISABEL DE CAIPE,
403 AÑOS
Escribe,
Efraín Gómez Pereira
Hay fiestas costumbristas de mucho arraigo en nuestros pueblos que no se realizarán este año, debido a la situación de emergencia. Así, una de las manifestaciones religiosas más representativas de nuestra región, que envuelve mística, cultura, religión como es la fiesta de la Virgen de Caipe, o Santa Isabel de Caipe, será solo rememorada en la memoria de los lugareños y de miles de visitantes que ya la tenían en su agenda.
Caipe, una las 19 comunidades del distrito de Lambrama, en Abancay. En su calurosa y entretejida arquitectura rural, con una plaza, callecitas apretadas, casitas de adobe, teja y calamina cobija a una de las más raras bellezas patrimoniales del catolicismo; la Iglesia Colonial de Caipe, que al mismo tiempo, acoge en sus sombras, en sus paredes de cal y canto, a la muy reconocida y adorada Virgen de Caipe.
Se trata de una de las tradiciones más longevas de nuestro país. La Virgen de Caipe, cumple el 2 de julio, nada más y nada menos que 403 años de presencia guiadora en ese acogedor paraje de nuestra región. Presencia que a lo largo de los años se ha extendido fuera de los confines de Lambrama, disputando popularidad y primacía con la Virgen de Cocharcas y el Señor de Illanya, ambas en Apurímac; y con el Señor de Huanca, en Cusco.
Gracias al testimonio de los hermanos César y Manuel Navío Sánchez, hijos de Caipe y fervientes devotos de la Virgen, de la Mamacha de Caipe, haremos un apretado recorrido por las intimidades de una fiesta que este año no será.
Normalmente se convocan tres Altareros o Mayordomos, que en fraternal competencia, rendirán honores a la Virgen, demostrando capacidades en convocatoria, respeto, acogida; todo con el soporte económico que deberá ser sustancioso. Para que eso sea posible, trabajan durante todo el año. El reto es demostrar que uno es el mejor.
En los días previos los Mayordomos, que deben ser hombres de palabra, porque el compromiso no tiene treguas, harán el traslado de la leña con apoyo comunal, para avivar las llamas de las calderas que servirán para preparar alimentos para todos los visitantes, durante toda la semana que dura la algarabía. Cuatro o cinco toros, una centena de ovejas y cuyes a granel, pasarán por los cuchillos y las brasas.
La llegada de los músicos contratados en Ayacucho, Huancavelica, o Aymaraes, es todo un espectáculo que da inicio a una efervescencia popular sin igual. El arpa y el violín, que hacen coro inconfundible con los danzantes de tijeras, son recibidos como si fueran mundialistas de fútbol. Ya no pararán de tocar.
Ruedan los keros de chicha, los platos de comida pasan de mano en mano. La plaza del pueblo es una fiesta de color y calor. Viejos, jóvenes, niños, todos son iguales. La iglesia abre sus puertas. Las rodillas chocan el piso, en respeto compungido. El capataz, responsable que todo vaya bien, empieza su labor.
Los grupos de arpistas, violinistas y danzantes, uno o dos por cada Mayordomo, disputan los aplausos. Se esfuerzan por mostrar lo mejor de su repertorio, animados por chicha y cañazo, que recorre a raudales entre las gentes. Los aplausos llueven.
Los Altares traídos desde Cusco, que son una alegoría de iluminación, a los colores que expresan alegría, paz por la Virgen, por los Santos, son instalados en la plaza, frente a frente, mostrando cada uno sus mejores galas con espejos, cintas, imágenes y ornamentas que atraen miradas de propios y extraños.
La madrugada del día previo a la jornada central, sorprende a músicos y visitantes con un suculento caldo de res, sazonado con papas nativas y asnapas de yerbas locales. El asado HuactaKanka, dispara sus olores, ganando en competencia a las velas que por decenas adornan los Altares. La fiesta es también de buena y abundante comida, de cañazo curado con yerbas de la puna. Todo está dispuesto. A nadie debe faltarle un plato de comida o un vaso de chicha.
A medio kilómetro de la plaza, un pequeño manantial de aguas tibias, se llena de bote a bote, por feligreses, turistas y curiosos. Todos quieren bañarse en el Niñopuquio, que según los locales, lleva los orines del Niño Jesús. Tanto es así que pasan botellones de plástico, para buscar unción sacerdotal y convertirse en agua bendita, milagrosa, casamentera y procreadora.
Los Mayordomos, encinchados con vistosas bandas de brillo escandaloso, visitan a las autoridades, a sus antecesores, a quienes lo apoyaron en el esfuerzo, para agradecerles en olor a música y chicha, su amistad, su cariño.
La plaza es una fiesta sin tregua. Los danzantes disputan sus acrobacias en medio de la muchedumbre que se regocija sin parar. El pueblo pequeño tiene un corazón grande, gracias a la Virgen, que recibe miles de visitantes, a quienes hay que atenderlos de lo mejor.
En el día central, la Virgen recibe desde su pulcra ubicación en el altar de la iglesia, a sus devotos, a los feligreses, a los turistas, en una Misa oficiada por un párroco llegado desde Abancay.
El casamiento de alguno de los Mayordomos, es acompañado por el de otras parejas que llegan de otros pueblos, o regiones cercanas, precisamente para esa ceremonia, en la seguridad que su matrimonio, ante la Virgen de Caipe, tiene la garantía que será para siempre, hasta que la muerte los separe.
Vuelan
de mano en mano dulces, caramelos, naranjas, maicillos para los menores, que
son muchos; mientras la chicha, el cañazo y la cerveza, en cantidades
industriales, busca calmar la sed de los mayores, que también son muchos.
Fiesta democrática. Hay de todo, para todos.
El almuerzo o convite oficial dispuesto para todos los asistentes, no tiene contemplaciones. Las pailas se prodigan en suministrar porciones inagotables de cuyes, tallarines, chicharrones, kankachos, cremas de tarwi. Nadie debe quedarse sin almorzar.
Parte de las celebraciones que atrae la mirada curiosa de los asistentes es la presencia jocosa del Pistako y su Huaylaka. La parodia de un exterminador que busca la grasa de los niños y de una mujer salerosa, fácil y coquetona, es seguida con vivas y risas que repican en los cerros aledaños al pueblo.
Una huahuatanta gigante, con máscara de mujer sonriente y trenza larga, recorre la plaza de canto a canto, buscando padrinos y madrinas que se prodiguen en apoyar a una colecta para los recién casados.
Entre danzas, convites, y la obligada procesión de la Virgen, la fiesta avanza hacia su final. Las noches son de fiesta. Ay de aquel incauto que se quede dormido en algún lugar visible. Será víctima del wichi, o de la quema del cabello con las velas o sirios que rodean los Altares.
Tras la efervescencia de la fiesta y del compromiso de algún atrevido caipeño, por ofrecer su Mayordomía para el siguiente año, los visitantes agotados pero satisfechos, proceden del retorno a casa. Algunos de ellos que hicieron amistad con los lugareños, se llevarán porciones de carne para el camino.
Los danzantes y músicos, recibirán las cabezas de las reses beneficiadas, para preparar los famosos cados de cabeza que compartirán en reciprocidad con los Mayordomos, antes de cerrar tratos y recibir la paga.
Desarmar los Altares es una tarea también de recogimiento. Hay mística y compromiso. Algunos llantos de alegría o tristeza. El cacharpari, con música sin parar hasta las afueras del pueblo, cierra una de las fiestas más coloridas, acogedoras y veneradas de Lambrama; la fiesta de la Virgen de Caipe, que ojalá la gocemos el próximo año.