Mi vecino el gallinazo
Escribe, Efraín Gómez Pereira
Su hogar es un viejo tanque tirado en un descampado abarrotado de maquinaria abandonada que ocupa un terreno grande, colindante a mi vivienda, en plena avenida Huaylas, en Chorrillos. Restos de camiones, cargadores frontales, tractores oruga, mezcladoras, abundante fierro en proceso de oxidación, que habrían sido utilizados en obras de construcción de carreteras, pistas, viviendas y edificios, se atiborran en un cementerio de fierros que dará paso, en cualquier momento, a un nuevo complejo habitacional.
Revolotea a diario emparejado siempre, mostrando su imagen enseñoreada cuando extiende las alas para despabilarse del frío o del calor. Es el gallinazo, mi vecino desde hace más de quince años. Lo veo, solo o con su familia, desde mi ventanal del segundo piso.
A veces llegan en grupos de cuatro o seis, alborotando el palomar instalado en el mismo cementerio de fierros. Una comunidad de gallinazos, seguramente para celebrar algún acontecimiento.
Son pacientes. Nada ni nadie los apura. Se posan sobre el tanque de metal oxidado y vuelan, de rato en rato, hacia el viejo galpón donde las palomas anidan desde siempre, donde consiguen con suma facilidad pichones para su nido, donde esperan sus polluelos.
En días soleados, una pareja ya identificada, se solaza acurrucada y quieta. Se olisquean unos a otros y sus picos encorvados y brillosos, juguetean con el plumaje del lomo de su cercano. Abajo, dentro del tanque, están sus pichones, que lanzan graznidos inconfundibles, reclamando la comida, a veces con desesperación.
En mi entorno ya forma parte del paisaje urbano. Sus vuelos y aterrizajes, sus aspavientos y graznidos, sus olores pestilentes que eventualmente llegan empujados por ráfagas de viento están integrados al condominio de mi residencia. Sin “querer queriendo” los he adoptado como mis vecinos. Solo falta saludarnos y expresar nuestra mutua preocupación.
El gallinazo es un habitante natural de Lima, donde vive desde siempre. Revolotean en las orillas del río Rímac, sobre los techos de edificios abandonados y cúpulas de iglesias en el centro histórico, en las inmediaciones de los mercados llenos de montículos de desperdicios, en las playas, en los basurales, constituyéndose en aliados de la limpieza pública, en recicladores por excelencia y en depredadores permanentes de roedores. Por su feo aspecto, su olor asqueroso y su imagen de rapaz y carroñero, es un ser incomprendido, poco valorado.
En la época colonial muchas acequias prehispánicas expuestas al aire libre acumulaban desperdicios de los mercados y transeúntes. A través de los siglos, gracias a la labor silenciosa de los gallinazos, se evitó la propagación de enfermedades y, por ello, no los mataban.
“Es un ave carroñera, que por su inmunidad a la salmonela (bacteria que se encuentra frecuentemente en los cadáveres que consume), cumple un papel fundamental en la red trófica. Actúa como reguladora al limpiar los ecosistemas de carroña, desechos, excrementos, entre otros, saneando el ambiente y previniendo la proliferación de patógenos que pueden ser perjudiciales para otras especies y para el ser humano”. (Portal web Naturaleza y Vida Silvestre)
Antaño, había leyes que promovían su protección y se sancionaba a quienes osaban sacrificarlos o eliminarlos. Una mirada de cuidado, comprensión y respeto hacia estos aliados de la limpieza pública ayudaría, nos ayudaría.