jueves, 15 de agosto de 2024

En brazos de Dora, mi eterna Madre

En brazos de Dora, mi eterna Madre

Escribe, Efraín Gómez Pereira

“Paín, ese retrato tuyo en brazos de nuestra Madre, es el mejor regalo que te ha dejado”. Esta cita corresponde a un comentario hecho por Mery, mi querida hermana menor, a la fotografía que acompaña esta nota y que fuera colgada en mi muro de Facebook, recordando un año más del fallecimiento de mi señora madre.

“DORA, mi inolvidable Madre. Te recuerdo como todos los días, hoy con una oración evocando tu partida, hace varias décadas, cuando mis hermanos y yo éramos pequeños”, decía el lacónico texto del 5 de agosto pasado.

Mamá y Paín, como me llamaban de niño. Y foto original, con Laureano.

La cita me obligó a revisar archivos en busca de fotografías similares de mi madre con alguno de mis hermanos. Manan, no hay. Solo una de Genaro, el mayor de los Gómez Pereira, de Tomacucho, cuando era aún niño, en casa de los abuelos en Uraycalle, Lambrama.

La fotografía enmarcada la tengo en casa, como una reliquia invalorable, a la que oteo de vez en vez, o cuando mis penas y pesares me remontan a la infancia lambramina, en la que Dora tiene lugar preponderante. Sus escasos recuerdos y el calor de madre, del que gocé muy poco, llegan en avalancha sacudiendo emociones.
                                           
¿Cuánto valor puede tener un abrazo graficado en una fotografía y cuál la explicación para entender su peso personal, familiar? Una imagen vale más que mil palabras, dice el viejo adagio que resume, para quien la quiera ver, el contenido de una imagen que no necesita titulares, pies de página o leyendas. Hablan por sí solas.

De acuerdo con la data, la fotografía fue tomada en Lima, año 1961. Yo tenía tres años y era el engreído de mis padres. Fue un viaje por la salud de Dora y en la que se aprovechó hacer compras de telas y ropa en las galerías del mercado Central. Contaba mi padre, don Laureano, que al reflector de los flashes que inundaban todo el estudio, yo pedía a gritos “oto pende, oto pende” y el fotógrafo ensayaba otros disparos que calmaban mis ansias de niño engreído.

En ese recorrido por tiendas y escaparates, el pequeño Paín, en un descuido de los padres, se escabulló entre telas y mostradores y desapareció por eternos minutos, en los que Dora y Laureano no sabían qué hacer. Desesperados coordinaron con personal de seguridad del comercio y tras buscar metro a metro, encontraron al travieso sentado sobre un montón de retazos de telas apiñados, jugando con un hilo. El abrazo que Paín recibió de sus padres habría sido de película, cargado de lágrimas.

                    Genaro, el mayor de los Gómez Pereira, con Dora y Laureano.

Poco recuerdo de mamá. Sus ajetreos de madrugada preparando humitas con choclos de Oqopata y Huayqo, sus pedaleos en la máquina Singer para coser camisas y pantalones para sus vástagos, las hábiles tijeras que cortaban el cabello de los pequeños, sus aromáticos cafés pasados para los desayunos, sus gelatinas de patita, sus ponches de leche y miel llevados a la cama, cuando sus hijos despertaban.

Su asiento de blanco pellón de lana en el poyo de la cocina desde donde vigilaba a sus gallinas ponedoras con el tradicional “taca taca taca” y ver cómo las plumíferas revoloteaban en el patio buscando los granos de maíz o trigo. Pocos recuerdos, pero grandes en amor y añoranzas. Ah, como mamá Dora es inolvidable y eterna, mi hija lleva su nombre.