viernes, 26 de abril de 2024

Los hermanos Gómez Pereira se encuentran

Los hermanos Gómez Pereira se encuentran

Escribe, Efraín Gómez Pereira
 
Memorable, inolvidable. Fue el encuentro tantas veces postergado. Esperado y esquivado por equis razones. Las distancias y los tiempos nos hacen víctimas y caemos en su dictadura. Debe sucederle a muchas familias. 
Somos siete hermanos, hijos de Laureano, y difícilmente coincidimos en una reunión, pues cada uno de nosotros tiene su propia realidad particular, su ppropia familia, sus propias agendas. Eso no impide, sin embargo, que, con disciplinada frecuencia, estemos en comunicación y sabemos en que anda cada uno, su familia, los sobrinos.
Genaro, Gladys y Martha viven en Abancay. La cercanía hace posible que estén en contacto y se visiten permanentemente. Alfredo, Rafael, Efraín y Mery, residimos en Lima. Nuestra relación familiar además de los habituales saludos telefónicos y el uso de las invasoras redes sociales, se fortalece cuando viajamos a Abancay en fechas especiales o cuando recibimos las encomiendas que nos traen aromas, sabores y colores de nuestra tierra, de Abancay y de Lambrama. 
Genaro, Alfredo, Rafael, Efraín y Mery. Los hermanos Gómez Pereira. (Abril 2024). 

Hace unos días, Genaro, el mayor de los Gómez Pereira, estuvo en Lima y se dio la oportunidad de cumplir con el esperado encuentro. Genaro, Alfredo, Rafael, Efraín y Mery, los hermanos Gómez Pereira, nos confundimos en un monumental abrazo en una cálida y amena reunión en casa de Mery.
Los hermanos, nos juntamos después de once años. Cinco años antes, en enero de 2008, nos concentramos en Abancay, con Laureano de motivo central. Los Gómez Pereira y Gómez Gamboa, con familias en pleno, alegramos una semana la existencia de Laureano. Ese año, en octubre, nos dejó el viejo. 
Abancay, enero 2008. Laureano y sus siete hijos.

Recuerdos, anécdotas, añoranzas, risas, coronaron un almuerzo que engalanó al pato huaralino y carapulcra, rociado de vinos y calor familiar. La mesa y los huainos que salían de un mini equipo de sonido, acompañaron pasajes que la memoria nos permitió recrear, sobre todo aquellos que nos trajeron a ese imborrable momento: nuestra infancia en Lambrama, en Tomacucho. Nuestros hijos, gozaban con nuestras risas, previa traducción de las charlas en quechua.
Miramos a través de un lente imaginario a Genaro, larguirucho y ágil para todos los menesteres, cuidando que sus menores estén siempre presentables con la ropa limpia, bien peinaditos. Al fallecer mamá Dora, Genaro asumió la responsabilidad de apoyar al padre en el cuidado de sus hermanos. Lavaba y planchaba nuestras ropas, con envidiable destreza. Era el único de los cinco que festejaba su cumpleaños. El mínimo espacio que encontraba lo dedicada al futbol.
Alfredo, con aire de mandamás tenía el respaldo de Laureano que celebraba sus travesuras, por más crueles que estas fueran. Fastidiaba hasta el llanto a sus menores, y cuando alguien osaba pegar a Genaro, que era el más tranquilito, se hacía de un palo o una piedra y “conchamadreaba” al abusivo. Chato pero filoso. Pasaba por casa de la tía Ruperta “Lopaqa” y lanzaba el grito característico de la tía: “Huaychaooooo”. A veces gritaba desde la poza de Surupata y todo el pueblo se enteraba.
Lima,  noviembre 2013.

Rafael, apasionado por los riesgos y peligros de la vida pueblerina, buscaba los caballos más encabritados para intentar domarlos. Calle abajo a la carrera, sobre el caballo, hasta que un frenazo a causa de la presencia de un kuchi que espantaba al cuadrúpedo, lo tiraba de bruces al suelo. “Ayayau, caraju”, y seguía. Los días que con más emoción recuerda, es cuando los cinco hermanos, ya residentes en Abancay, íbamos al río Mariño, a lavar nuestras ropas y ver cómo se secaban en un santiamén sobre las piedras.
Efraín, engreído de Laureano, era ajeno a las labores de hogar. Se escapaba de casa para ir de caza, buscando pichinkos y kullcus para kankachu, con una honda de jebe. Era junto a Alfredo, el más aficionado a las truchas. En época de vacaciones, todos los desayunos invitaban trucha frita, café pasado y papa huaico. A los tres años le gustaba escribir letras con palitos, tirado en la calle. Alguna vez, estando en la cabaña de Qahuapata, se perdió y los padres desesperados organizaron cuadrillas de búsqueda río abajo, peinando tramos hasta el pueblo. El chiquitín de cinco años se había subido sobre una unca a comer uncaruru, olvidándose de todo y causando alarma en la familia, hasta que Ángelo Haya lo encontró.
Mery, la menor de los Gómez Pereira, era la más engreída. Recuerda Rafael, que cuando nació hacíamos competencia entre los hermanos para meternos en la cama de mamá Dora y quedarnos pegaditos a la bebita. Juguetona hasta el cansancio armaba patotas con amiguitas del barrio para ir a bailar y cantar a Surupata. Se disfrazaba de abuela y actuaba como vendedora de comida en el mercado. “Ampullaiki, mamitay”
Todos los hermanos Gómez Pereira, fuimos quechua hablantes natos. Vivíamos en una casa grande, con espacios conocidos como la Despensa -primigenio dormitorio familiar- y los Altos, escenario de mil y una historias. Con mamá y en ausencia de ella, siempre había en casa dos a tres mujeres que apoyaban las labores domésticas. Las “chicachas”, jovencitas adolescentes, hacían de compañía a Mery, “niña” Mery y en los oficios menores. Todas quechua hablantes. Infancia feliz, a pesar de la gran ausencia, queda marcada en nuestras retinas que nos permite revivir el pasado, en la nostálgica memoria de sus propios actores: los hermanos Gómez Pereira, de Lambrama.

lunes, 15 de abril de 2024

Zenón de noventa, a los seis años

Zenón de noventa, a los seis años
Escribe, Efraín Gómez Pereira

Apagó noventa velas en ambiente de alegría, nostalgia y esperanzas. Don Zenón Gómez Chuima, tronco lambramino que echó raíces en Santa Clarita, San Vicente de Cañete, junto a su hermano Antero, hace más de sesenta años, se mostró ante sus hijos, nietos, hermano, sobrinos, familiares y amigos que acudieron en compacta convocatoria; con una lucidez envidiable, un privilegio.
Con moderación, pero con gusto, brindó por la alegría de su longevidad, los abrazos del calor familiar y los discursos que enaltecieron su presencia en la familia. Gozó de los huainos apurimeños, del arpa y violín que le hicieron bailar con pausas obligadas por algunos achaques propios de su avanzada edad.
Zenón, flanqueado por Antero, su hermano y Efraín, su sobrino. 

Zenón emocionado contó con lujo de detalles una anécdota sucedida en Lambrama, cuando tenía seis años, que la recreamos en esta nota de celebración por mi querido tío.
Una mañana fresca, Higidia, madre de los hermanos Gómez Chuima de Lambrama, dispone que sus menores vástagos Andrés y Zenón, vayan a la plaza a divertirse con la presencia de los danzantes de tijeras que, en competencia de acrobacias, pruebas de faquir, castigos con patakiska, tragadas de tijeras, sapos y huevos enteros, atraían a los lambraminos y tenían entre los niños, a sus admiradores.
Danzantes o chinchinas, hacían que los ojos del pueblo enrojezcan de admiración y los de Andrés y Zenón, brillaran de éxtasis. “Cómo quisiera ser un chinchina” soñó despierto el larguirucho Zenón o Simón como lo llamaba su mamá, de figura esbelta, alta, ojos vivaces, y de recio coraje.
Metidos entre las piernas de los adultos que miraban en primera fila a los danzantes; los pequeños hermanos embelesados por el color y calor de los danzaq, dejaron pasar las horas y al percatarse de que no habían cumplido la orden de mamá de ir a la cabaña, poco más de arriba de Uriapo, a las cuatro de la tarde a ayudar al padre, don Julián, corrieron a casa en Tomacucho, asustados y temerosos, como perseguidos por el mismísimo diablo. La plaza ya estaba iluminada con mecheros grandes, colocados en cada esquina.
De prisa y desordenados, avivaron las llamas de la kuncha, para calentar una olla con mote. Cuando Andrés se esmeraba en soplar la fukuna, llegó mamá Higidia, acompañada de sus propias sombras, con la mirada que asustaba hasta a los cuyes. “Imatan ruwainkichis, qella maktakuna” ¿Por qué no están en la cabaña, llevando el almuerzo a su padre? “Fawaichis, upaquna”. Tenía un leño en la mano.
Los dos chiuchis salieron corriendo calle abajo, hasta Chacapata para enrumbar a Chucchiumpi y seguir escalera arriba, con destino al cielo del mirador. Andrés se detuvo en Yarqapata. “Yo me quedo, ve avanzando, ya te alcanzo”, pero Zenón, que ya conocía el picor doloroso de los latigazos en el siki, siguió cuesta arriba. No había ni frío, ni viento, ni miedo que lo detenga.
Higidia preocupada por la hora, salió a buscar a sus hijos y al encontrar solo a Andrés. Gritó con todas sus fuerzas hacia las escaleras de Chucchumpi, hacia los cielos, hacia la noche. “Simoncha… yau”. Nada de nada. Ni el eco de Chipito y Kullunwani, respondió el llamado de mamá.
Entre tanto, sudoroso y con las ojotas que resbalaban en sus pies pequeños, Zenón seguía cuesta arriba, guiado por la claridad de la noche de luna, que dibujaba caprichosas imágenes entre los árboles del camino. “He visto al kukuchi en persona, disfrazado de chilca. Pasé de largo, sin miedo a que me coma, como decían las viejas del pueblo. En Heqerpaiso, ahí nomas, está el diablo vestido de piedra, de árbol, de pakpa. Nada. Yo tenía que llegar a la cabaña” recuerda.
En la prisa tropezó y cayó en un hoyo que los lugareños utilizaban como almacén de papa, y donde el tubérculo se mantenía fresco por varios meses. El hueco estaba lleno de maleza de ortigas o jisa que, que al contacto con las piernas, manos, brazos y cara del menor, dejó hacer valer su poderío.
Desesperado y con dolor por todo el cuerpo, Zenón salió a gatas del hueco y buscó un charco de agua para refrescarse. La idea puesta en la cabaña y pensando en la mirada seria de Julián, llegó a la choza a donde entró con sigilo. Su padre ya estaba dormido y se acurrucó a su espalda.
Julián notó que su hijo quemaba, encendió la lámpara y miró la cara y brazos llenos de ronchas. Zenón, entre lágrimas de dolor contó la tragedia del hueco y ya no recuerda nada más, hasta el día siguiente, ya en brazos de su madre, en su cama en Lambrama.
Estaba doña Cecilia Saavedra, la curandera del pueblo, rezando en quechua y frotando el cuerpo del niño con enjundia, grasa de gallina que siempre había a mano, como medicina de primeros auxilios.
Higidia se prodigaba en llevarle cucharadas de una sopa blanca, que Zenón tragaba con dificultad. El susto y el dolor lo castigaban. Era un caldo de rana o kaira seca, traída desde las alturas, y que se conservaba para ocasiones de emergencia como esta, o para alimentar de energía y fuerza a las parturientas, a las que doña Cecilia atendía con regularidad.
Pasaron las horas, la inflamación desapareció, la calentura bajó y, en el rostro asustadizo Zenón se dibujó una sonrisa fresca y se animó por un segundo plato del caldo de rana. Higidia, abrazó al pequeño. Julián tomaba un café recién pasado, sorbiendo con fuerza. Andrés, todavía con el susto entre sus huesos, jugueteaba en la puerta de la casa, con un trompo hechizo de guarango. 
Finalmente, el grito de guerra de Higidia, alborozada. “Mi hijo ya sanó” que retumbó en la habitación y dejó ver su sonrisa abierta en un rostro brilloso que guardaba huequitos salpicados, herencia o secuela de un infantil sarampión o una varicela.

martes, 9 de abril de 2024

"Llamichus" y trueque en Lambrama

“Llamichus” y trueque en Lambrama 
Escribe, Efraín Gómez Pereira

Era inevitable “hacer fiesta” cuando la polvareda levantada en el camino de herradura de ingreso al pueblo y el llamativo “tilín talán” de las campanillas colgadas al cuello, anunciaban la llegada de tropillas de llamas con orejas levantadas y aretes de cintas multicolores, con predominancia blanquirroja; ojos dulces de mirada altiva, desafiante y mandíbulas partidas en permanente movimiento.
El inconfundible sonido de los farolillos colgantes nos atraía con curiosidad, como si estuviéramos atrapados bajo la magia de algún hipnotismo. Desde la ventana de los Altos, en la casa de Chacapata, que regalaba una mirada privilegiada a la huerta familiar, al río bullicioso, al Apu Chipito y sus brillos matinales, al camino de cuesta serpenteante hacia Marjuni, al cielo siempre azul; veíamos cómo las llamas, en ordenada fila, ingresaban a Lambrama, en el marco de una costumbre comercial que hermanaba a los waqrapukus con los criadores de auquénidos de las alturas, sobre los cuatro mil metros: el trueque con los tradicionales Llamichus.
Llamas de carga en las alturas de Cusco (Imagen captura de Internet)

Dependiendo de la hora del arribo de inusuales visitantes, yo dejaba el desayuno, el almuerzo o el juego para correr extasiado, junto a mis hermanos, primos o vecinos, a darles la “bienvenida” a las llamas, a los Llamichus, indios vestidos con pantalones de bayeta tipo “capri” o mayuchimpanas, chalecos tejidos de lana y botones de colores brillosos, sogas y huaracas al cuello, ojotas de cuero; y, sus mujeres ataviadas con polleras y mantas rojas, verdes, azules, ocres, teñidas con tinte natural. 
Los mirábamos con ojos de infantil curiosidad. Los sombreros, parecían conos aplastados y pegados a la cabeza. Llevaban cintillos negros o de diversos colores con huellas evidentes del largo uso y de sudores acumulados. Las mujeres, con abiertas sonrisas cariadas, portaban flores nativas en la toquilla de sus “loccostos” y aretes plateados de metal que contrastaban con enormes prendedores también de metal dorado que asían sus mantones tejidos de lana.
Las llamas cargaban, dentro de saquillos pequeños tejidos de lana, huaracas, chullos, chumpis, chuspas, alforjas, soguillas, charqui y chuño negro menudito, especiales para las sabrosas chuñolawas, que en casa eran fascinantes, a pesar del fuerte olor que este expelía e inundaba toda la cocina-comedor de Tomacucho.
Llamichus en Cotaruse, Aymaraes, Apurímac (Imagen captura de Internet)

El enorme patio delantero de la casa de don Santiago Villegas, pegado al puente de Chacapata, que une desde siempre, los barrios de Pampacalle con Chimpacalle, era uno de los centros naturales de alojamiento de los Llamichus, que se convertía en su teatro de operaciones por quince a treinta días.
Los usos que traían desde las alturas eran para realizar el trueque con maíz, trigo y cebada, que en su ambiente no produce. El maíz lambramino, caracterizado por su variedad y calidad, era el producto preferido por los Llamichus. En ocasiones las llamas viejas eran sacrificadas para su consumo y su carne para el canje con maíz.
Si el trueque no era suficiente, los Llamichus hacían de jornaleros en las cosechas de maíz en los predios de Itunez, Weqe, Huaranpata, Taribamba, Uriapo. Una lliclla de maíz era el pago por un día de trabajo. Las mujeres también participaban de las jornadas, y en muchos casos, sus hijos pequeños asistían a la escuela, como “alumnos libres”. Los niños tímidos y con mirada asustadiza, cara redonda quemada por el frío de las punas, eran blanco de bromas o de protección.
Íbamos de mirones hasta el alojamiento de los visitantes, llevándoles a escondidas azúcar y pan, que eran manjar para ellos. A cambio nos invitaban lawita y chuñofasi en puqus de madera, que degustábamos con especial gozo.
Llamas en las alturas de Arequipa (Imagen captura de Internet)

Los mistis del pueblo convencían a los Llamichus para que dejen a sus hijas o hijos adolescentes en Lambrama para que “puedan estudiar y ser alguien en la vida”. Algunos los criaban como a sus propios hijos, otros como si fueran empleados acogidos y los maltrataban, viéndose muchos de ellos obligados a huir del pueblo y regresar a las alturas.
Las llamas pastaban en las afueras de los maizales y cuando regresaban al corral del alojamiento, desfilando por las estrechas calles del pueblo, los niños se acercaban a tocar sus fibras y sentir su textura. Muchos comprobaron las advertencias: “No te acerques a la llama que te puede escupir”. En efecto, estas lanzaban un salivazo con buena puntería, causando la carcajada masiva entre los maktillos.
Al pasar los días, el interés por las llamas y los Llamichus decrecía, y solo era reavivada cuando los visitantes preparaban el regreso a casa. El maíz en grano, ensacado y las corontas arrimadas en un rincón. Entonces hacíamos patota para despedirlos y acompañarlos hasta la salida del pueblo, con el “Tilín talán” de fondo.
En la escuela, en el juego de las calles, quedaba el sinsabor de la ausencia de tan peculiares visitantes que, sin embargo, no se les olvidaba fácilmente, y quiérase o no, agregábamos un nuevo término a nuestro léxico de insultos o calificativos, que ahora entiendo, eran abiertamente racistas y discriminatorios: “Llamichu makta” o “Llamichu yanakunka”, como queriendo expresar que se trataba de un ser inferior al cholo o indio lambramino. ¿Será cosa del pasado? Espero que sí.

lunes, 1 de abril de 2024

"Wacamarkay" lambramino en Pucuta (II)

“Wacamarkay” lambramino en Pucuta (II)

Escribe, Efraín Gómez Pereira

Laureano se llevaba muy bien con sus yerbajeros. Recuerdo a Jesús Pumapillo, como al vaquero comprometido, a Diego Chipana y Bartolo Layme, como incondicionales aliados. A raíz de la reforma agraria, Pucuta entró en disputa y mi padre con sus dotes de “lego tinterillo”, logró revertir su expropiación y la hacienda pasó a ser terreno comunal para uso productivo y de crianza de comuneros de Marjuni, Payancca y Lambrama. De hecho en Qelqata se realiza uno de los principales laimes que produce papa nativa destinada a procesar chuño.

Una centena de vacas y toros son encerrados en el corral amplio de piedras, rodeado de árboles añejos de qeuña y tasta. Algunas vacas con cría son ubicadas en el machay, donde se aprovechará la leche para los desayunos de una semana. Una sopa viernes de olluco con limancho y leche es incomparable, al igual que leche hervida con salvia y salpicada de cancha de maíz chullpi. No hay prisa, pero hay que rezar para que la lluvia no “agüe la fiesta”. Los días se prestan límpidos y congraciados.

Laureano montado sobre su mula Roma “Tragaleguas”, un ejemplar de gran tamaño y docilidad que iba siempre con un burro de compañía, mira extasiado sus vacunos y sonríe. Un sombrero de pana ladeado hacia la izquierda de su cabeza, le permite destacar sobre los “loccos” de los campesinos, que son sombreros artesanales hechos con lana de oveja.

En el primer día, don Marcelo Terán, un respetado Auqui, una especie de maestro de ceremonias, ensaya padrenuestros y avemarías, invocando a los Apus Waccoto y Pucuta, para lo cual hace el “pago a la tierra” lanzando al aire humo de incienso y palo santo, cuyo aroma envuelve a la treintena de personas aglomeradas en los corrales. Un cordel largo y fino se extiende de canto a canto, colgando cintas de colores que en su momento adornarán las orejas de las vacas y vaquillas marcadas.

Parajes de Chaiñahuri y Qelqata, lugares de pastura de los lambraminos. (Foto captura Internet)

Con generosidad que la ocasión amerita se han degollado dos toretes y una docena de ovejas, que serán consumidos en los días de fiesta. Kankachu y picantes son degustados por todos, para lo cual las mamachas muy cercanas a la familia, han dispuesto lo necesario en leña y pertrechos. La comida se sirve en platos de madera “puqus” y la chicha en keros, también de madera. Para los mistis hay platos de fierro enlozado y vasos de cristal.

Los lazos corren de mano en mano y capturan a los animales que son sometidos por cuatro fortachones y una vez tumbados sobre el suelo, reciben la marca de una varilla de fierro candente que sale de un fogón alimentado con leñas de tayanco y qawa. La marca lleva en un extremo de la varilla, las iniciales LG y es colocada en el anca, brazo y cacho. Las orejas son también cortadas, una en tijera y la otra en horizontal, señal particular de Laureano, quien aplica un inyectable contra la fiebre aftosa así como pastillas para desparasitar de alicuya o “ccallo” a cada uno de sus animales.

La jornada se extiende por varios días y los ánimos de los fiesteros suben a tope al cerrar cada jornada. Tinyas y quenas acompañan a un waqrapuku, que se esmera entonando wacatakis y jarawis, que hombres y mujeres cantan en coros improvisados, al mando de Saturnina, Alberta y Laureana. “Toroy barrojo, wacay misitu…”. Wacatakis y carnavales se conjugan en los cantos. El machay abraza a los fiesteros ya cargada la noche y los guarece hasta el día siguiente.

Al cuatro día, queda poco cañazo y Laureano encomienda a Diego, vaya a Lambrama por un par de odres y más hojas de coca donde la señora Rebeca. El ida y vuelta lo hace en menos de un día y la alegría continúa, rociado de licor que quita penas y alegra corazones.


Machay de Pucuta, escenario de una festividad tradicional lambramina. (Foto captura Internet)

Hay invitados especiales que comparten la alegría de Laureano y Dora. Desde Lambrama se han movilizado el sargento de la Guardia Civil, el director de la escuela, el jefe del banco de la Nación, el tío Wachi, “Uchuy” Luis Tello, autoridades y más amigos, al igual que otros de Taribamba, Palpacachi, Llicchivilca, que han llegado con sus lotes de frutas, queso maduro y carne seca, que también pasan por las ollas del machay de Pucuta.

Los ahijados reciben sus dotes que la tradición manda, consistente en un becerro que seguirá en el hato hasta el destete. La fiesta del wacamarkay llega a su fin. Los vacunos son liberados y cada uno sabe hacia dónde retirarse. Los becerros saltan encabritados en los pastizales, entre ichus, yaradas y waraccos. 

Laureano, ya sereno y recuperado con su “umajampi” o cura cabeza, que es una botella de malta Cuzqueña calentada en una olla de mote, agradece a todos y los insta a seguir trabajando en armonía por la familia y el pueblo. Amigos y conocidos, paisanos y vecinos se despiden en alegría, en medio de abrazos y arengas, mientras el waqrapuku sigue elevando sus notas al compás de las quenas y las tinyas, a la espera de una próxima cita. 

Los pequeños Gómez, participamos de una actividad tradicional que nuestro padre se empeñaba en mantener, prolongar y hacerla masiva y popular. Felizmente en la actualidad el wacamarkay es una tradición enmarcada en el calendario anual de las fiestas costumbristas de Lambrama y, estoy seguro, perdurará más allá de las nubes y los cielos azules.

"Wacamarkay" lambramino en Pucuta (I)

“Wacamarkay” lambramino en Pucuta (I)
Escribe, Efraín Gómez Pereira

Es una mañana fría de enero en Lambrama, que amanece al son de los cantos de tuyas, piscalas y pichincos que merodean en los nogales y eucaliptos de la huerta familiar, en Tomacucho. 
Cuatro hombres curtidos y amigos de casa, encabezados por el recio Vidal “Thanaco” Zanabria, e integrado por Aquilino Gómez, Angelo “Haya” Huallpa y Antonio Chicclla, eterno ‘secretario’ de mi señor padre, don Laureano Gómez Chuima, han madrugado y están en la residencia de Laulico. 
Dora, mi añorada madre y Julia, con apoyo de Alberta, Saturnina y Laureana, ya están en la gran cocina, preparando lo necesario; pues se viene una gran actividad familiar. 
Cueva de Pucuta, escenario de recordados Wacamarkay. 

Los  cuatro madrugadores luego de dar curso a un sustancioso caldo de res con su “yapita”, mote y papa huaico con quesillo y café recién pasado, preparan las monturas de los caballos. Los dóciles Chilingano, Jovero, Forastero y Chuche, de la tropa doméstica, son ensillados. 
Yanamula, un pequeño y duro mulo de color negro, soporta los cinchones del aparejo de carga, que llevará provisiones de maíz, papa, charki y azúcar. Una dosis de cañazo, en una botella envuelta en tela gruesa, suma al “fiambre”. Un saquillo extra con azúcar, sal y maíz, se sobrecarga destinado al vaquero, don Jesús Pumapillo y su señora, doña Agripina, que están avisados y los esperan en el jatus.
Al mediodía de la jornada, los viajeros hacen pausa en un descanso abierto bordeando apenas el verde paraje de Qeuñapunku, a pocos minutos de la emblemática laguna lambramina de Taccata y del abra de Unchuchuca, ya sobre 4000 metros de altitud. Yanamula es liberada de su carga y junto a los caballos retoza buscando pasto e ichu verde.
Los viajeros dan curso a la merienda que aún se mantiene caliente, dentro de un pocillo de arcilla envuelto en una suisuna o mantel de tela blanca. Mote e hígado frito encebollado, para todos. Un rocoto verde asoma desde los pliegues de la suisuna. 
Para apaciguar el frío brindan con el cañazo, avizorando una buena jornada, y piden a los Apus, a través de las tinkas, los guíen y acompañen. Aquilino saca una cajetilla de cigarrillo Inca, que se hace difícil prender por el viento que corre silbando entre pajonales y waraqos.
Casi al anochecer llegan a la cabaña y tras desensillar los caballos, coordinan el “arreo de vacas” de los días siguientes, saboreando un caldo de cordero recién beneficiado. Los cuatro jinetes, junto a Jesús y Pedro, hijo del vaquero, un espigado y ágil jovencito con labio leporino, juntan en tres días los vacunos diseminados en diversos parajes.
Toros matreros, cerreros, gordos, waqrasapas que se espantan al ver humanos, se esconden entre las rocas y no son tomados en cuenta. Vacas con crías, vaquillas y toretes están en la mira. Con lazos de cuero y huaracas de lana de oveja, llama o alpaca, unas tan vistosas como otras, los jinetes han arreado los vacunos y los han juntado en el gran corral de piedras y champas, fijado en las pampas de Qelqata.
Esa misma mañana, desde Tomacucho sale una numerosa y alegre caravana de lambraminos que acompañan a Laureano, Dora y sus hijos, con destino a Pucuta, donde hay una enorme cueva o machay, usada desde tiempos milenarios como estancia o tambo de descanso de pobladores de la zona y viajeros que vienen de Mariscal Gamarra, hacia Lambrama, Abancay, Cusco o Lima.
La caravana lleva todo lo necesario para armar una gran fiesta que durará una semana. Laureano hará su wacamarkay en los corrales de Pucuta. Sacos de papa y maíz, bolsas de arroz y fideo, cebollas, rocotos y asnapas. Ollas, platos y cubiertos. Cajas de cerveza cuzqueña, las de botella verde, aseguradas en mallas tejidas de cuero; botellas de vino Sauternes, del celofán amarillo; odres con chicha de jora y aguardiente de caña; libras de hoja de coca, son trasladados con extremo cuidado sobre el lomo de caballos y mulos, familiarizados con estos menesteres. Los hermanos Gómez, todos niños, van amarrados sobre caballos mansos y jalados por algún voluntario. Mamá Dora, cual ágil Amazona, latiguea su caballo pegada a papá.
El machay es acondicionado como residencia temporal con cocina, dormitorio y coso para los animales. Recuerdo que participaban los esposos Tiburcio Sánchez y Alberta; Nativido Kari y Saturnina; Angelo Huallpa y Justina; Leoncio Sánchez y Laureana; así como los atancaminos Clímaco Quispe y Cipriano Sarmiento y otros ahijados; además de Goyo y Andrés, hermanos de Laureano. También, Alberto Gamarra, leal acompañante que se dedicaba a domar los caballos chúcaros, con destreza envidiable.
En Qelqata, de madrugada, cuando el humo de la choza empieza a derretir el hielo y escarcha acumulados sobre el ichu del techo, y después de una lahua de chuño y mate de sotoma, se inicia un periplo al estilo del viejo oeste. “Arre mata. Waca caraju…” Las huaracas silban al chocar con el viento. La marcha viva de cuernos y pesuñas, levanta polvareda en la ruta hacia el corral de Pucuta, donde se hará el wacamarkay.
Laureano realizaba esta labor una vez al año, antes de carnavales, congregando a las trece familias de Marjuni y Payancca que usufructuaban, en condición de yerbajeros, los terrenos y pastos de la gran hacienda Pucuta, que había alquilado a la curpahuasina, Carmela Pelayo.
Los yerbajeros Chipana, Pumapillo, Amaro, Benito, Layme, Ortega y otros debían pagar el costo de haber pastado sus vacunos, ovinos y equinos, durante un año en los parajes de Qelqata, Ukuiri, Ccorota, Molino, Quiscaquisca, Esquinacorral, Charquío, Parccoccocha, Chaiñahuiri y en la misma Pucuta, con una vaca o un torete, o diez ovejas, que eran entregados durante el wacamarkay.