domingo, 23 de abril de 2023

"Ayayau, caraju, patakiska"

“Ayayau, caraju, patakiska”
Escribe, Efraín Gómez Pereira

Una mañana con sol de abril, cargando huiros picados por el tancayllo -que son más dulces y codiciados por los pikis-, recogidos en el potrero de Occopata, en Lambrama, tropecé con una patakiska tirada que había caído del cerco empujada por un kuchi que merodeaba en busca de pasto, choclos y “delicias” dejadas por niños lugareños.

“Ayayau, caraju” exclamé alarmando a Genaro, el mayor de los hermanos Gómez, que comandaba la ‘operación cosecha de huiros’. La espina de la patakiska, acerada, filosa y dura, a pesar de su delgadez, había atravesado con facilidad la lona de la zapatilla que llevaba puestas. Una cabeza del cactus, como una bola pequeña con sus espinas direccionadas hacia todos lados, estaba incrustada en mi pie derecho causando un dolor insoportable.

Mi primera reacción fue tirar patadas al aire, buscando que el intruso se desprenda. Mala idea. La kiska se aferró aún más a la zapatilla y sentí cómo un aguijón inmisericorde se clavaba en mis pies pequeños. Me senté en el pasto, esperando el apoyo de Genaro.

Con extremo cuidado retiró la penca de la zapatilla y en el jalonazo sentí un ligero crack, señal que la espina se había quebrado. Sentí calor y frío al mismo tiempo. La punta de la kiska horadaba mi pie. Mi imaginación volaba. “Alamerda, caraju, voy a quedar wistu (cojo)”, pensé recordando otros percances. 
Patakiska, utilizado como cerco en Lambrama. 

Con ayuda de mi hermano retiré la zapatilla y medias. Una puntita de la espina asomaba en el centro de un punto rojo que comenzaba a inflamarse. Cojeando y con un pie descalzo apuramos el paso hacia la residencia de Tomacucho. La bajada a trancos por las escaleras de Chucchumpi parecía un suplicio. Cortamos camino por Yarccapata, por la vivienda del tío Goyo. A pesar del dolor, los huiros seguían en mis brazos.

La abuela Higidia, delgada y espigada, con su eterno mantón de dos colores y su sombrero, también eterno, estaba en casa. Me miró preocupada y al ver mi drama, se afanó en buscar un hilo canuto negro. No había o no se acordaba dónde lo tenía. Entonces, miró hacia el patio donde estaban los caballos y mulos retozando, a la espera de sus caronas para la cosecha de choclos en el prodigioso maizal de Itunez.

Pidió a Genaro arrancar un par de pelos o crines de la cola del Chilingano, un caballo alto, dócil y de porte, que era el engreído para las ensilladas de Laureano, mi señor padre. Yo sentado en la puerta de la cocina, en un pellón de lana, ubicado sobre una piedra liza empotrada en el piso, miraba con atención la cara preocupada de la abuela. 

Me gustaba observar con detalle su rostro, que dibujaba puntos y cicatrices uniformes, por la secuela del sarampión. Su cabello largo y ondulado en trenzas permanentes, su caminar pausado, jalachaki; su hablar ligero, casi entonando las palabras en quechua dulce y tierno, me atraían, al igual que sus lawas sazonadas con asnapas de su propia huerta. Ahí tenía a la abuela, pegada a mi adolorido cuerpo, recurriendo a las mañas de los antiguos para extraer la patakiska de mi pie.

“Ama wajankichu, ñiñucha” me dijo acariciando con manos sedosas mi rostro húmedo por las lágrimas y el sudor. “Va a doler un poco, pero es mejor retirarlo, antes que la espina avance hacia tus huesos”, me advirtió siempre en quechua, elevando la alarma.

Y es que la espina de patakiska no es cualquier espina. No es como la del tankar que se quiebra al primer contacto, o de la tuna que es fácil de retirar, tampoco de la siraka, que apenas raspa y hace heridas superficiales. La patakiska es un sable sin funda que al contacto con la piel ingresa como un dardo o una sierra, y avanza como si tuviera vida propia. Se dice que, en una a dos semanas, si es que no es extraída a tiempo, traspasa el pie dejando un forado con heridas y supuraciones que pueden ser riesgosas. Es una espina que exige respeto.

La abuela ya tiene dos cerdas de caballo, uno a uno las va frotando con suavidad y a falta de alcohol en un botiquín inexistente, acude al kreso que Laureano tiene para curar las ‘matas’ o heridas de sus caballos, con el que embadurna el hilo sanitario. Es un desinfectante casero de extrema confianza. 

Las manos de la abuela se convierten en pinzas que enlazan el pelo y, formando una cuerda con nudo corredizo, busca al tacto, la odiosa espina para capturarla ensartándola. Uno, dos, tres intentos y nada. La escucho murmurar pidiendo a Dios, a los Apus, que guíen sus manos.

Sus ojos pardos bien abiertos, no pestañean. Están fijos sobre mi pie. Sus manos no cesan de frotar el pelo de Chilingano. De pronto, siento un aguijón y temblar mi pie. Mis manos empuñadas se aferran a la pollera de Higidia. “Gracias, taitay” exclama la abuela y me muestra un ridículo pedazo de patakiska atado a la soguilla de pelo ensangrentado. Un poco de kreso sobre la herida y listo.

Realmente una experiencia dolorosa y traumática, por lo que en adelante patakiska que veía en el camino a las chacras, en los cercos de las huertas, en las paredes de las viviendas del pueblo, era patakiska que debía rodear o mirarlo apenas de reojo. Achachau, que miedo.

domingo, 16 de abril de 2023

Ninakara y apasanka, pelea por la vida

Ninakara y apasanka, pelea por la vida

Escribe, Efraín Gómez Pereira

De niño, entre los juegos naturales que nos ocupaba, especialmente en vacaciones o en época de cosecha de maíz, cuando la escuela nos daba libertad para que ayudemos en las chacras; destaca uno que supera los límites de la imaginación. La pelea entre David y Goliat.

No se trataba de emular la cita bíblica que nos recuerda cómo un muchacho dio cuenta de un gigante, utilizado una huaraca al amparo de su fe en Dios; sino de una más pagana, más natural, que hoy podría merecer una sanción de la sociedad protectora de animales: la pelea, a muerte, entre una ninakara y una apasanka.

El escenario era un ruedo pequeño, levantado con piedras y ramas secas en una de las planicies del enigmático Jukuiri, ubicado a un par de kilómetros de Lambrama, lugar donde un tropel de joros pastábamos los toros que don Laureano, debía llevar a Lima.

El corralito estaba listo y palo en mano, casi a la gana gana, los pikis dedicábamos tiempo para buscar, entre las piedras de las pircas o las ramas secas de retamas o huarangos; una apasanka o tarántula; una araña gigante, fea y con pelos y pies de gato.

¡Aquista, caraju! grita alborozado Remigio el “Cholocha”, blandiendo un palo de retama que aprieta una apasanka grande, quizás la más grande que haya visto en Lambrama, porque en Abancay, habría que ver, años más tarde, unas realmente gigantes, con caras malosas.

La araña está asustada. Sus ocho patas se han cerrado convirtiéndose en una bola de pelos negros, jaspeados, tamaño de un puño de hombre grande. Sus ojos no se cierran y nos miran fijamente, como advirtiéndonos ¡cuidado makta!. Pero somos cholos valientes, no nos asusta. Si intenta picarnos, una aplastada con el soqro zapato marrón sin lustrar o una piedra ccollosta en todo su cuerpo feo.



Ninakara y apasanka, peleando por la continuidad de la especie

La apasanka es soltada en el centro del ruedo, donde permanece inmóvil, como una papa negra, y sin que se anuncie a su rival… ¡En la esquina azul, Goliat…! algo así, aparece, como por arte de magia, el contrincante. Como en las series de National Geographic, un pequeño David, revoloteando con frenesí y extasiado por lo que se viene, se posa en la retama y aleteando sin pausa, observa el centro de operaciones. En el siguiente segundo, ya está sobre una piedra del ruedo. Las miradas de los maktillos se confunden. Es la ninakara o avispa colorada.

El pequeño David de esta aventura, es realmente chiquito en comparación con la apasanka. Tiene alas de un rojo vistoso y el cuerpo negro brilloso. Su agilidad endiablada para volar y sobrevolar con rapidez de rayo, le da ventaja ante a su contendor que es lento, pesado.

Una picadura de este pequeño volador es realmente dolorosa. Deja una hinchazón que se desvanece solo a los cuatro o cinco días, luego de fiebres en muchos casos. Pero no es mortal para el humano y los maktillos de esta recreación lo sabíamos.

Y sucede. En menos de un minuto, David y Goliat, ninakara y apasanka, se enfrascan en un lío de derechazos, directos, voleados, trompazos, tacles, golpes bajos y todo lo imaginable de una pelea callejera. No hay juez, no hay reglas, solo tres espectadores ansiosos.

La araña busca atrapar a la voladora, cuya agilidad le niega esa vía. La ninakara espera con paciencia el momento en que debe aplicar el aguijonazo en el abdomen de la fea enemiga. En un descuido fatal para la apasanka, la ninakara lanza su dardo con todo el peso de su pequeño cuerpo e incrusta su veneno en la panza de la araña. Y espera, concentrada. Para la ninakara los maktillos no existimos.

La araña se queda quieta, el efecto del veneno demora menos de 30 segundos. Entonces sus patas se abren y lentamente se estira sobre el pasto, desvanecida, perdida. La ninakara, tan ágil como al principio de la pelea, se posa sobre el cuerpo de la derrotada y aletea mirando aquí y allá. Juguetea con sus patitas, como afilando un cuchillo.

Cholocha, Acchiruntu y yo, los promotores de la pelea, miramos extasiados el final, que es, en realidad, la continuidad de la especie, más vida para las ninakaras. La vencedora, con agilidad envidiable arrastra el pesado cuerpo de la araña. ¿Cómo lo hace?, no lo sabemos, pero somos testigos de que fue una batalla legal.

La ninakara o avispa colorada, es la vencedora de la pelea recreada en Lambrama.

El cuerpo inerte de la apasanka es traspasado sobre la pared del ruedo, por la fuerza hercúlea de la avispa colorada, que no muestra signos de cansancio ni mucho menos. La seguimos boquiabiertos, mirando los detalles del arte de empujar una araña muerta. Una pendiente ayuda a que la tarea se haga más liviana. La araña cae rodando unos centímetros, sin que la avispa la suelte. Esto no ha terminado.

La cueva o escondite de la ninakara está a la vista y esta acelera el paso con su pesada carga. Una vez en el hueco, la cubre con pasto seco y tierra arrojadas con sus patitas. El abdomen de la apasanka lleva un huevecillo de la ninakara, que garantizará la prolongación de la especie. Sabia naturaleza que permitirá a la futura avispa colorada, tener alimento fresco y nutritivo en su proceso de conversión en larva, pupa y ninakara adulta. Hermosa naturaleza, que muchas veces los humanos desdeñamos, por nuestra propia ignorancia.

Fotos de internet.

domingo, 9 de abril de 2023

“Warmi tapukuy” en Lambrama

“Warmi tapukuy” en Lambrama

Escribe, Efraín Gómez Pereira

¿Cómo era antaño, el enamoramiento de los jóvenes lambraminos? ¿Cómo formaban pareja, cimentaban matrimonios y forjaban familia? ¿Cuáles eran las reglas que debían acatar? ¿Eran ellos quienes decidían con quién y cuándo dar el paso? ¿Había imposición de los padres?

A propósito, muy niño, en una actuación de los alumnos de la escuela fiscal, vi a una pareja de escolares ya mayorcitos, escenificar un enamoramiento, una promesa de amor, a través de las letras y sones de un carnaval o huaylía cotabambina: el Chinka chinka.

Trata de un drama amoroso que fija un acuerdo entre él y ella, tras cortejos, agarradas de mano, forcejeos coquetos, y miradas seductoras; para escapar del entorno familiar, en el que el muchacho no tiene la aprobación de los padres. Entonces, propone como salida, la fuga, perderse lejos de casa.


Lorenza (+) y Candelario, antigua pareja de lambraminos. ¿Habrán hecho el tapukuy y el wiskakuy?

Ella, también enamorada, acepta y le entrega, en señal de compromiso, su lliklla de colores, una joya personal, casi su intimidad. Él recibe la prenda y con la misma pasión que siente, le jura que allí estará, a la hora acordada, para huir hacia la felicidad. "Chinkasunmi niwaqtiyki, chinka chinka, llikllachayta qopurayki, chinka chinka…”

Algo sucede y él no se presenta a la cita de amor y fuga. El doloroso desaire lo expresa ella lamentando la poca seriedad de su amante a quien recrimina, cantando en tono lastimero, maldiciendo su olvido, haberla abandonado en el frío de las punas y que no merece su amor.

¿Cuántos lambraminos habrán vivido su propia Chinka ckinka? ¿Cuántas familias de este pueblo amistoso, habrán vivido su propia novela personal? Así, nos remontamos a una costumbre que aún debe perdurar en algunas comunidades: el tapukuy o warmi tapukuy.  

No hay literatura o narrativa que trate este tema con el rigor de un estudio antropológico, que permita conocer el detalle de un contexto social que, como muchas otras costumbres y tradiciones populares, van perdiendo espacio y lugar, dejando un hondo vacío.

La natural interacción entre una pareja de jóvenes con el mismo sentimiento, es decir, si estos ya se conocían, debía tener el consentimiento de los padres de ambos. De ser favorable, la pareja quedaba lista para unirse en matrimonio. Ello se consumaba tras sortear etapas que buscaban la integración de la familia, empezando por los padres que tras un acuerdo con tinka, cañazo, chicha y comilonas; con arpa y violín, se constituían en “compadres”.


Lambrama, escenario de la recreación del tradicional warmi tapukuy

En la primera etapa, el tapukuy (pregunta), el padre del varón buscaba a los futuros compadres para negociar el matrimonio de los hijos. Luego, el tupakuy (encuentro), el wiskakuy (encerrona) y el orqokuy (sacar de casa). Estos pasos se realizaban en plazos muy apretados, en unos días y terminaba con una gran fiesta de familiares y vecinos.

El cuadro se hacía dramático si el hombre joven, ya en edad casamentera, no consiguió pareja. Corría el riesgo de ser la burla de sus coetáneos, quienes en cuanta ocasión lo permita hacían notar esa situación con expresiones duras.

Entonces el padre entraba a negociar con un vecino que tenía una hija soltera o viuda, para emparejar al solterón y salvar la reputación de la familia y asegurar la continuidad de la prole.

El preocupado padre, ya ubicó a la “novia” y se plantea al futuro compadre, en medio de un convite rociado de cañazo, la unión de sus vástagos. Ofrece una dote de tierras, algunos animales y, sobre todo, la capacidad trabajadora y responsable de su hijo.

El padre de la novia –dicho sea de paso, esta no tenía ni idea de que su futuro estaba definiéndose entre tragos y comilonas-, acepta y coinciden en definir quiénes serán sus compadres en común, es decir, los padrinos de la próxima boda. La madre de la novia, seguramente recordando similar episodio en su juventud arroja, entre sollozos, lágrimas de resignación.

Tras este primer y definitivo acuerdo, en el que ya no hay marcha atrás, los “novios” son presentados en el “tupakuy” y luego son encerrados toda la noche en un cuarto “wiskakuy”, donde se consuma el acto sexual que será la llave para el matrimonio. La mujer, en un papel totalmente pasivo, recién conoce a su futuro esposo y no precisamente en una situación de expectativas y de proyección de planes, sino de trauma, que acepta sin miramientos.

Se sabe de casos en los que la mujer o el hombre huyeron del “wiskakuy” para nunca más regresar al pueblo, porque tenían otras pretensiones, dejando con los crespos hechos, y vestidos y alborotados, a los casi compadres.

Después del “wiskakuy”, la expectativa familiar y de los vecinos es creciente, que se alistan para la última etapa de los preparativos prematrimoniales, el “orqokuy” que es, según la tradición de entonces, la etapa que cierra las negociaciones.

El “wiskakuy” dio pase al matrimonio, por lo que la familia del varón debe sacar a la mujer de la casa de sus padres y llevarla a la nueva morada. Se dice que en el trámite actuaba un hombre disfrazado de zorro, para “raptar” a la novia, en la seguridad que no habrá escapatoria para el matrimonio que se debe realizar ese mismo día o al día siguiente. Historias de amor o desamor, de fugas y chinka chinkas, deben estar esperando ser contadas. Serían un lujo.

Tula Cajigas, y el tradicional Chinka chinka de Cotabambas. 

Ah, Chinka chinka, es un canto al amor compuesto e interpretado por la cotabambina Tula Cajigas. Su versión original es una joya. Viva el amor, ¿Chinkarusun, sumac pashñacha?

 

domingo, 2 de abril de 2023

Paseíto por El Mirador de Taraccasa

Paseíto por El Mirador de Taraccasa

Escribe, Efraín Gómez Pereira

“Quince soles, papi”, dice el taxista en la esquina de las avenidas Díaz Bárcenas con Huancavelica, al responder ¿cuánto hasta El Mirador?

Advertidos de esa “tarifa abusiva”, optamos por treparnos a una combi que nos dejó en el mismo centro de El Mirador, por dos soles, sentaditos y mirando los paisajes interiores y exteriores. Calor y humores humanos dentro y calor y fresco veraniego fuera.

El trayecto, de unos quince minutos, se hace con tranquilidad. A pesar de lo atiborrado del transporte y de la música reggaetonera que desprecia tímpanos propios y ajenos, el paseo se hace ameno. En determinado paradero el vehículo se queda con dos pasajeros, mi hija y yo.

Un mini cuadrilla de estudiantes universitarios – la mayoría con pinta de adolescentes- saltó de sus asientos empuñando mochilas, cuadernos y libros, con miradas que destilan dedicación. Jóvenes en proceso de formación profesional. Ojalá ajenos al reggaetón que nos castigó por varios minutos.

El Mirador o Parque Ecológico de Abancay, en un día martes cualquiera, muestra su mismo semblante de la última vez que lo visité, eso hace más de cinco años. No ha cambiado nada o casi nada.

Abancay desde El Mirador de Taraccasa, un atractivo turístico para explotarlo comercialmente.


Un panel de colores atado con soguillas a un marco de madera, nos da la bienvenida al Centro Ecológico Recreacional Taraccasa-Abancay. Vendedores de refrescos, gaseosas, golosinas nos asaltan con sus ofertas. Un boleto de cuatro soles, nos permite el ingreso a todo el complejo, por tiempo ilimitado.

El día se presta para el paseo. El calor serrano es amortiguado por el viento fresco que corre en ese bello paraje abanquino. Observo a mi hija, entusiasmada porque verá en panorámica, desde lo alto del lugar turístico, la belleza de la ciudad de los pikis, de su padre.

El camino nos lleva directamente hasta la cruz de El Mirador, obra del recordado Gabino Vega Paredes, que permanece incólume, como el principal y celoso vigía de la ciudad primaveral. Sin duda, este es el sitio preferido por los visitantes para eternizar su paso por el centro de recreación. Las fotografías con el fondo de la ciudad, del Ampay o del Quisapata, se hacen naturales desde esa elevación boscosa.

En la ruta, que es muy corta, observamos parejas extasiadas por el paisaje, alejadas del mundanal ruido, viviendo sus propias historias de amor; así como familias con niños y ancianos. Todos graficando el paseo en sus teléfonos móviles. “A ver, sonríe pe, tío”


Espacio ideal para el solaz y paseo familiar, y para los recuerdos gráficos.

Mesas con bancas “plantadas” sobre el piso de pasto y distribuidas en diferentes tramos, dan cabida a las meriendas que algunos visitantes llevan, para aplacar el hambre y la sed. Un improvisado y envidiable picnic abanquino. Como viejo reportero, cargo una cámara profesional que me permite, en la paz y tranquilidad del lugar, enfocar con calma los objetivos. La panorámica de Abancay está en la mira.

La caminata se hace llevadera y el ambiente matizado por algunos trinos de pajarillos y tuyas, así como por el aroma que despiden eucaliptos, retamas, queuñas, molles e intimpas, que compiten, cada una por su lado, en mostrarse en su mejor prestancia, y así perennizarse en las fotos para el recuerdo.

La laguna artificial, el charco de agua o la piscina, como la llamen, se muestra descuidada. Las aguas turbias, que no llenan el espacio debido, exigen renovación. No tiene vida ni atractivo. ¿Quizás una cascada? El puente colgante que lo cruza, también en las mismas condiciones, reclamando una manito de pintura que lo haga más visible, más atractivo, y que contraste con los alrededores.


Laguna artificial descuidada, y huella del visitante humano.

La marca humana de su paso por ese espacio de solaz, se hace evidente en la basura acumulada en diferentes lugares, incluso en los recolectores tirados en el pasto, sin que nadie la recoja. Tarea para el personal que trabaja en el lugar, capacitarse y entender que Taraccasa es un escenario para turistas, que merecen atención esmerada.

El zoológico de Taraccasa, es también una muestra de descuido burocrático. Los animales, pocos ejemplares de algunas especies – monos, venados, llamas, vicuñas, nutrias y algunas aves silvestres-, parecen presos encarcelados clamando libertad. No vi al oso de anteojos, que era una singular atracción.

Los animales del “zoológico”, desesperados porque los visitantes les tiren algo de comer. No hay un guardián que controle con celo el lugar. La alimentación de animales en cautiverio exige normas de seguridad y salubridad estrictas y no permitir que le lancen panes, galletas, caramelos o desperdicios de frutas, que atentan contra su existencia.


Zoológico con ejemplares y atractivos que merecen atención especializada.

Taraccasa debe ser un atractivo comercial rentable para Abancay. El municipio provincial tiene un valioso atractivo para implementar una ruta turística que recorra el valle, permitiendo a los visitantes foráneos y a los propios pikis, conocer desde los baños termales de Santo Tomás, el puente Pachachaca, la hacienda Yllanya, los parajes de Aymas, Rontoccocha, Quisapata, Mariño, Quitasol, Ñacchero, Qarqatera, Saiwite, calle Miscabamba, centro de la ciudad, las picanterías tradicionales y más.

Para ello es apremiante invertir en infraestructura y logística necesarias, creando un atractivo vivencial permanente y generando trabajo para jóvenes locales que, bien preparados y capacitados, se conviertan en promotores o impulsadores de la riqueza cultural y tradicional de Abancay. Abancay se lo merece. Si se logra, me reservan un par de cupos.