martes, 28 de marzo de 2023

Marco y la pasión por las ojotas

Marco y la pasión por las ojotas

Escribe; Efraín Gómez Pereira

Tendría entre doce y trece años de edad, cuando durante las vacaciones del colegio, me atreví a ponerme ojotas. “Es para meterme al río, cuando voy a truchar”, argumenté ante Laureano, mi padre, quien se sorprendió al escuchar mi pedido. No hizo comentario alguno y a la semana me llevó de Abancay un hermoso par de ejemplares que encajaron como anillo al dedo en mis pies. Por cierto, pies acostumbrados a los zapatos hechos a mano donde ‘El Grauino’, en Abancay.

Ese mismo año, por curiosa coincidencia, y por atender necesidades apremiantes de algunos estudiantes del colegio Miguel Grau, entre los que me incluyo, el profesor de Educación Física, el recordado “Negro” Montufar, autorizó el uso de ojotas para cumplir las actividades deportivas. Y es que las zapatillas escolares de lona, no tenían durabilidad eterna. A pesar de los cuidados apenas llegaban a setiembre u octubre.

El uso de las ojotas en Lambrama, hasta donde recuerdo, era exclusividad de los campesinos, hombres o mujeres, adultos o niños; aunque la mayoría de las mujeres andaban descalzas. ¿Expresión de pobreza extrema? ¿Costumbre comunal?

Marco, en su taller de la calle Miscabamba, en Abancay

Hoy, se han impuesto los zapatos de cuero o sintéticos, zapatillas versátiles de toda calidad que lucen más elegantes, más distinguidos. ¿Señal de modernidad? Aunque las ojotas no pierden piso, se mantienen firmes.

Las ojotas -usutas- escuché decir muchas veces, tienen características propias, sin igual, que las hacen distintas, diferentes. Son livianas, dúctiles, duraderas, baratas, ergonómicas –si se le quiere poner una acepción moderna-; es decir, un elemento indispensable para un sector importante de la población rural: los campesinos.

Estoy seguro que, más que moda o necesidad, siendo parte indispensable de la indumentaria campesina, las ojotas seguirán acompañando por largo tiempo a los lambraminos y a muchos peruanos que los usan sin cuestionamientos.



En Abancay, las ojotas tienen su propia historia. Diferentes estudios señalan que, en la capital de la región, antiguamente existía una división social muy marcada, definida por el estatus económico o racial de los pobladores. Hombres ricos, hacendados, mistis, empleados vestidos con pana y elegancia y zapatos de cuero; y, de otro lado, campesinos, labradores de las haciendas o jornaleros, con ropa hechiza y ojotas. Otros tiempos, sin duda.

El comercio de ojotas en Abancay y otros pueblos de Apurímac, se masificó con la presencia silenciosa e invasora de comerciantes puneños chifleros o wasaqepes. También fue una familia puneña, los Vilca, que instauró la primera fábrica artesanal de ojotas, en la emblemática e histórica calle Miscabamba. En la actualidad quedan aún como vestigio, dos talleres de confección de ojotas en la misma calle. Artesanías Marco, es una de ellas. La otra es de su hermano.

Marco, un joven docente apasionado por las ojotas, dedicación que le hace ver que más allá de las posibilidades de hacer negocio, está el facilitar al uso diario de muchos apurimeños, un elemento duradero y barato.

Las ojotas se elaboran con llantas o neumáticos en desuso, facilitadas por camioneros o empresas de transporte locales, aunque últimamente se deben hacer pedidos desde Lima. “Es un medio de reciclaje de mucho valor de uso”, señala Marco con visible orgullo.

En su taller, con el apoyo de un ayudante, atiende pedidos de comerciantes de distritos y provincias vecinas, así como de intermediarios locales. “Un par de zapatos de cuero puede durar un año o más, pero una ojota es eterna”, afirma.


En Miscabamba se puede encontrar de todas las tallas, aunque los modelos no pasan de dos o tres diseños. Hay para hombres y mujeres, para niños. Las de mujeres y niñas se diferencian porque llevan incrustados detalles coloridos como broches o flores.

Hay en diferentes versiones, inclusive en afamadas marcas comerciales, obviamente caricaturas de las Nike y Adidas, que se lucen en pies recios, ajetreados y amigos de duras jornadas campestres. 

En algún momento, los programas sociales del gobierno solicitaron ojotas para distribuir entre sus beneficiaros, lo que ayudó a fortalecer la industria local. En los años de la pandemia, también sufrieron los daños colaterales por la baja o nula demanda.



Marco, el apasionado de Miscabamba, advierte que esta actividad empresarial de corte social puede desaparecer de Abancay si es que no hay seguidores que afiancen su existencia. El temor es que el mercado local sea invadido por elementos traídos de otras ciudades y sus precios se eleven afectando el bolsillo de sus principales usuarios: los campesinos.

La ojota abanquina es un aliado que forma parte del avituallamiento diario del hombre de campo y por qué no de la ciudad. En la calle Miscabamba, se puede encontrar hasta la talla 45, para los zapatones. ¿El precio? Doce soles. Una real ganga.