Mavia, hace seis años
Escribe, Efraín Gómez Pereira
Hoy se cumple seis años de la partida de Mavia, mi señora. Difícil olvidarla. Está presente en todo, en todos quienes la quisimos. Con esta nota, que es el último capítulo del libro “Mavia, mi bálsamo”, mi evocación a su imborrable recuerdo y mi pedido a familiares y amigos, elevar una oración por su descanso.
Las últimas horas
Me acurruqué en su cama casi doblado y pegado a la pared para no caer. La abracé buscando su calor. Quemaba. Le hablaba de todo, imaginando sus respuestas. Al rato, opté por ir a mi cama para dormir. Estaba agotado.
Dorita había jugado fuera de casa y terminó tan cansada que se durmió temprano, felizmente. Entre sueños, escuché que Mavia me llamaba. «Papi, agua», logré escuchar. Llevé la botellita de Frugos helado con una cañita. Bebió un par de sorbos y se ladeó. Estaba pálida. Aproveché para vaciar la bolsa del catéter. Seguía fluyendo agua amarilla. La miré contando las pulsaciones de su brazo. Parecía normal, me fui a mi cama. Eran las tres de la mañana.
Tres horas más tarde, sonó el despertador. Había que preparar a Dorita para el colegio, el Innova Schools de Chorrillos Villa. Se bañó, desayunó y se fue sin contratiempos con la señora Yelin, una cordial amiga de la movilidad escolar.
Nerita y Martha ya estaban en casa, con el desayuno y el ajetreo que la ocasión obliga. La mesa respiraba silencio. El mantel con diseños incaicos, comprado en el mercado del Cusco, extrañaba a su dueña. El desayuno —con café recién pasado, pan francés, huevo revuelto con jamón de pavita y jugo de naranja— supo a ausencia. Había una silla vacía, la que estaba desde siempre pegada a mí.
Mis pensamientos se adelantaban a los hechos. No sé a qué atribuirlo, pero tenía la certeza de que esa mañana debía ser el momento de la partida. Después de las nueve de la mañana, me dediqué, con Martha, a la limpieza personal de Mavia.
Empezó a roncar con inusitada fuerza. Martha, con un rosario en la mano, rezaba en la cabecera de la cama. Lloraba por su hermana menor. De pronto, las convulsiones. La boca se llenó de espuma blanquecina. Papel toalla e hisopos en abundancia. Abrí la boca de Mavia para sacar con mis dedos la abundante saliva y espuma que salían a borbotones.
Los ojos cerrados se esforzaban, dramáticamente, por abrirse y pestañear para regalarme una mirada, su última mirada. Agarraba sus manos frías sin saber qué más hacer. La llené de besos en la frente. No me importaba el olor ni nada. Sentía que me pedía no soltarla. No la soltaría. No la solté. Dos gotas de lágrimas se escaparon de sus ojos con una lentitud paralizante. Las agarré en la caída y las llevé a mi pecho. Las estrujé contra mi corazón. Besé sus mejillas frías y pálidas. «Descansa, mi “nega” del alma, mi bálsamo».
Martha lloraba, sin dejar las cuentas del rosario. Nerita se sumaba al cuadro de dolor. Se les había ido la hermanita menor. Nos abrazamos en silencio, mirando con dolido respeto el cadáver.
Tras superar el primer impacto de un hecho que nadie espera, avisé a Liliana, del banco, para las coordinaciones con el seguro, para los funerales en Campo Fe de Huachipa, en un nicho en el que se encontraría con sus padres Alberto y Dora.
Enteradas, Carmen y Antonina, de la oficina, llegaron a acompañarnos. Gran consuelo de grandes amigas. Traían el saludo de todo el equipo de Imagen del banco, de Leslie, una muy querida amiga, de Mónica, Lidia, Luisa, Diana, Aurora, Juan y otros entrañables amigos.
Luego, con el dolor que me estrujaba por dentro, hice lo que tenía que hacer: buscar a Dorita en el colegio. Me abrazó temblando. «Mi mami», y lloró apretada a mis brazos.
Cuando llegamos a casa, muy controlada, ingresó a su cuarto y vio a su madre cubierta con una sábana. La besó en la frente y, cogiendo sus manos frías, le dijo con ternura: «Te amo». Hasta hoy lo sigo escuchando.
Los mensajes enviados mediante las redes sociales me abrumaron por el afecto a Mavia. Amigos de tantas jornadas destacaban sus cualidades humanas. Luego, el traslado en el carro funerario. Llevaron la ropa para cambiarla en el velatorio. Cargué la camilla hasta la cochera del edificio. Fue mi último paseo con ella, sin tomarnos de las manos.