martes, 1 de febrero de 2022

De pastoreos y akatanqas en Lambrama

De pastoreos y akatanqas en Lambrama
Escribe, Efraín Gómez Pereira

Un recuerdo de infancia me traslada a la época de vacaciones en la escuela fiscal de Lambrama o en el Miguel Grau de Abancay. Como hijo de un empresario ganadero, los meses de verano estaban destinados al pastoreo de toros y machorras que don Laureano, debía llevar a los camales de Abancay o a los centros de engorde en Cañete y Lima.

Muy temprano, después de un nutritivo desayuno, que en el transcurso de los días combinaba una generosa y variada mesa con salteados de huachalomo a la chorrillana, leche fresca, café pasado, mote, choclos, cancha, papa sancochada, apetitosas lawas de maíz, chuño o chochoca, pedacitos de cachicurpa y panes chuta de la panadería Milla, la jornada se prestaba hacia la aventura.
La akatanqa puede empujar bolas de estiércol de hasta 50 veces su peso, y es un gran aliado de la naturaleza. (Foto de Internet)

Un portaviandas de fierro enlozado de tres pisos, nos acompañaba con un apetitoso kokau, cocaví o refrigerio compuesto de mote, carne o hígado frito y queso al que se le debía dar curso, justo cuando el sol escondía las sombras; es decir, al mediodía. 

A veces se llevaba en una suisuna blanca, limpia y bien amarrada que conservaba caliente la miski mijuna. Cuando los pastoreos se realizaban muy cerca a la población, el almuerzo nos llegaba calientito en manos de las “chicachas”, que ayudaban en los quehaceres de casa.

Los astados de diferentes pesos y colores como allkas, yanas, pukas, misitus, barrojos, murus, o con características como los keles, wekros, lonkos, lombas o wakrasapas, que habían sido adquiridos en diferentes estancias alejadas, en jornadas que duraban semanas, eran custodiados en el potrero de Occopata, en las afueras del centro poblado.

Con Lino, Albino, “Juvecha”, “Cholocha”, “Acchiruntu” y otros mozalbetes de la vecindad, compartíamos la responsabilidad de cuidar los vacunos durante todo el día, mantenerlos unidos y a la vista, impedir que hagan “daño” en las chacras cercanas y luego, al chirriar de los jesjentos, regresarlos y ponerlos a buen recaudo en los corrales, y repetir la rutina hasta que el camión de carga los lleve a su destino final: el matadero.

El recuerdo de los pastoreos, me lleva a los hermosos parajes de Jukuiri y su ladera; Cuncahuacho y sus explanadas; Huecce y sus rodaderos de piedra; Ccahuapata, Ccaraccara y Uncapata, y sus uncas, tastas y pastos frescos en abundancia; Tanccama y su riqueza forestal, lugares donde además del encargo dábamos rienda suelta a los juegos de niños aliados con la naturaleza para, en un mar de imaginación, hacer uso de los recursos que la tierra, el bosque, el campo ofrece a raudales.

Ejemplares de la ganadería Sarmiento Puma, en Atancama. 

Hacíamos de osados pistoleros, guerreros con semillas y huaracas, Tarzán de los monos, cazadores de pajarracos y cuculíes, arquitectos y constructores de carreteras y puentes, coleccionistas de semillas y frutos silvestres como la “machamacha” que alguna vez nos provocó una severa intoxicación, que fue curada con una sal de soda, recetada por el sanitario del pueblo, el recordado Leoncio Yupanqui.

Pero hay un juego que rememoro con cierto escepticismo, del cual no tengo explicación válida o justificable. Juntar escarabajos peloteros o akatanqas, para hacerlos padecer en sacrificio inhumano, que a veces provocaba su muerte lenta. La akatanqa, coleóptero que se alimenta de las heces frescas de vacunos abunda en los predios lambraminos, como en todo el mundo, y se aparece en pequeños enjambres cuando hay manadas de vacunos, que dejan cantidades de excremento por doquier.

Esperábamos a que formen sus bolas o pelotas de heces, y cuando los están empujando a un lugar fresco para enterrarlas, les quitábamos con un palito de chuyllur para ponerlos en lugares de difícil acceso para los insectos. El gozo era en ver cómo las akatanqas, solas o en pareja, trataban de recuperar su alimentos, su hogar, el futuro de sus crías.

El juego se hacía aún más cruel, porque sus patitas y alas eran arrancadas solo para mirarlas cómo se sacudían en la tierra, con desesperación. Las risas eran crueles, los juegos “naturales”.

Teníamos total desconocimiento de los beneficios ambientales que generan. Su importante valor como activador de nutrientes y suelos, reductor de emisiones de dióxido de carbono, controlador de parásitos y dispersor de semillas, eran letra muerta en nuestra ignorancia.

Hoy sabemos que las akatanqas, se encuentran en riesgo de extinción, no precisamente a causa de la crueldad de los juegos infantiles de niños lambraminos, sino porque en el mundo, están desapareciendo las prácticas tradicionales de ganadería, el abandono de entornos rurales y la crece contaminación del estiércol con productos veterinarios.

La Unión para la Conservación de la Naturaleza, señala que 20% de estas especies están en riesgo de extinción. “La transformación de pastizales en terrenos agrícolas, niveles insostenibles de ganadería intensiva, uso indiscriminado de productos veterinarios, son amenazas”, advierte el organismo internacional.

Reclama que es necesario mejorar el uso de productos para el control de parásitos. “La diversidad de escarabajos peloteros depende de la variedad del paisaje y mamíferos, la disponibilidad de excrementos no contaminados de herbívoros. Una mejor gestión de los animales domésticos es clave para conservar la biodiversidad del suelo y garantizar ecosistemas saludables en el futuro”, afirman los expertos.

Entonces, cuando veamos una akatanqa rodando sus bolas, de hasta 50 veces su peso, respetémosla, porque está empujando el futuro de su especie, el alimento de la madre y de sus larvas que crecerán dentro. Su desarrollo formará parte de las especies que, a pesar de su tamaño minúsculo, son benéficos para el medio ambiente, para la naturaleza, algo que los humanos, no sabemos valorar.