domingo, 20 de abril de 2025

Para sabios, los viejos

Para sabios, los viejos

Escribe, Efraín Gómez Pereira

Qué bonito es conversar o, mejor dicho, escuchar a los viejos, a los más viejos. Oír de sus avatares personales, sus sueños y penurias, sus éxitos y frustraciones, sus ganas de seguir, sus miradas compasivas, su extremo esfuerzo para entender lo que los hijos y nietos les dicen casi a gritos.

Los viejos son una escuela viva, dinámica, plenos de enseñanzas y sabiduría. Son experiencias que saben reconocer sus errores, de haber sido padres severos, violentos y, muchas veces, equivocados. Lo admiten casi con vergüenza y animan a sus proles a no seguir ese camino. “Sean libres, sigan sus sueños”

Cada vez que hablo con él, por teléfono o cara a cara en sus predios de San Vicente de Cañete, se detiene el tiempo. Escucho y anoto en mi “disco duro” detalles y datos que nos son comunes, a la familia, a los amigos, al pueblo, a Lambrama. 

Don Zenón Gómez Chuima, mi querido tío, lambramino afincado en Cañete, desde hace más de seis décadas, es una enciclopedia viviente, soportado en su lento caminar por el respaldo de un inseparable bastón que debe estar extasiado de sus historias mil veces contadas. 

Cómo le gusta hablar y ser escuchado. Aunque muchas veces sobre las mismas historias, con la misma alegría y emoción. El eco de sus narraciones tiene añadidos novedosos cada vez que se anima a recontarlos, avivando nuestro interés por seguir conociendo el pasado, ese pasado ligado a nuestros antecesores.

Orgulloso de sus ancestros, Zenón se extasía cuando se refiere a los Gómez, los Incas de Lambrama, poseedores de una vasta riqueza material y territorial. “Casi la mitad del pueblo era de mis bisabuelos y abuelos, tus tatarabuelos”, afirma. 

De ahí el origen de las denominaciones de “Gomezpata”, Gomezmoqo”, “Gomezpampa” a grandes propiedades agrícolas que en la actualidad son terrenos comunales dispuestos para los tradicionales y lambraminos “laymes” de papa.

Por Zenón y sus narraciones conocemos que los abuelos maternos procedieron de Islay, Arequipa, a través de un soldado sobreviviente de la guerra del Pacífico, quien huyendo llegó por Anta, Cusco hasta Lambrama, en una peripecia que habría durado cuatro años. Una historia por contarse.

De sus contadas sabemos que Julián, el abuelo, era un hombre recio de baja estatura, golpeador y de fuerza hercúlea, capaz de levantar con el dedo meñique un odre con un quintal de cañazo. Era un caminante eterno, un arriero poseedor de una recua de treinta caballos y mulos con los que llegó a la costa, por Acarí y a la selva, por Madre de Dios. Otra historia por contarse.

Su testimonio extasiado nos hace saber que Higidia Chuima, la abuela, fue quizás la única lambramina que, en periodos alternados, cumplió con hacerse cargo de festividades tradicionales del pueblo como el Varayoc, Tabla Cruz, Corpus Cristi y otros. Hecho que enaltecía hasta las nubes el orgullo familiar, que era demostración de poderío y capacidad económica. Chuspas con monedas de nueve décimos se juntaban para financiar esas actividades populares. ¿A ver, quien sigue?

Con 91 abriles recién cumplidos, Zenón es un hombre orgulloso. Autodidacta, lector compulsivo, escribidor de testimonios inéditos como “El Caballero Caminante”, en los que recrea su propia existencia, su conversión en padre prematuro, sus conflictos con los hijos, su experiencia como sastre de estilos, su paso por la mina Toquepala donde subió rápidamente de aprendiz a jefe de cuadrilla, en mérito a su capacidad y responsabilidad. 

El afán de atender a su madre hasta las últimas horas lo convierte en un buen hijo, un hijo dedicado, heredero de una crianza disciplinada y severa que trasladó a sus hijos, algunos de los cuales lleva como tatuaje natural, esa huella del “amor paternal”.

Sus hijos, todos profesionales, valoran al viejo, no solo por la disciplina que los formó como buenos hijos, buenos padres y buenas madres, sino porque los mantiene unidos, cercanos y fraternos. 

Sus sobrinos y quienes lo conocemos desde siempre, rescatamos su anhelo de convocante en torno a su persona, recordando que muchos de nosotros, también pasamos las peripecias, severidad y rigidez de un Zenón agricultor que trataba por igual a obreros, hijos y sobrinos. Una línea personal a la que suma su sensibilidad humana y su carácter de manos abiertas que reconocemos como marca natural de “Los Gómez” y que inculcamos en nuestros hijos. Más años, más historias, querido viejo.

miércoles, 2 de abril de 2025

"Tío Pancho, propinachata"

“Tío Pancho, propinachata”
Escribe, Efraín Gómez Pereira

Han pasado treintaiocho años desde su partida y como todo buen hombre, buen padre, buen ser humano, su legado se mantiene vigente entre los que lo han querido. No solo entre sus descendientes, hijos y nietos; sino familiares, amigos y paisanos que lo evocan como un ciudadano de respeto, respetado y querido.

El lambramino Francisco Tello Luna, el inolvidable Tío Pancho, regresa a la vivencia de sus íntimos en la imagen casi fotocopiada u hologramada de su menor hijo, Luis Alberto “Papino” que, si pusiera a la usanza diaria unos bigotes afinados y bien cuidados, sería el tío mismo redivivo. 
Su prole bien lograda en todos sus extremos como lo hubiera deseado Pancho suma cuatro hijos: Carmen Julia, Lucila, Maricela y Luis Alberto profesionales, ciudadanos de bien, que honran la memoria del progenitor lambramino. Siete nietos iluminan el aura dejada por el tío Pancho con su personalidad de querendón, bonachón y alegre. Sus descendientes se han concentrado en Abancay para rendir homenaje, como todos los años, a la memoria de Pancho. Alegres y orgullosos.

Mis recuerdos ligados con el tío Pancho me trasladan a la casa de Tomacucho, en Lambrama, por cuyos accesos lo veía de niño, cuando eventualmente visitaba a su señora madre, doña Casiana, vecina de la familia.
“Hola Lauli, hola Dorita”, saludaba con reverencia y voz musical engominada. En ocasiones mamá Dora –su prima- le ofrecía café con rejillas y la charla los soprendía entre chanzas y risas, ya a la hora de la merienda nocturna.

Con Laureano, mi señor padre eran muy amigos. De hecho, compartían actividades económicas muy ligadas. Pancho era propietario de un camión Ford identificado como “Papi”, palabra que iba grabada en el frontis de la caseta.

“Papi” formaba parte del elenco mecánico que Laureano utilizaba para trasladar vacunos hasta camales de Lurín y Yerbateros en Lima. En alguna ocasión vi al ganadero lambramino apresurado, cargando dos docenas de reses de 120 kilos a más, en el camión del tío Pancho y en el “Señor de Huanca” de su compadre, Luis Ugarte. Realmente eran escenas de película. Lazos y huaracas, cholos y maktillos arrancando a los toros de sus querencias para que lleguen a Lima y se conviertan en bifes y lomos. “Toro caraju..”
Genaro, que alguna vez acompañó a Laureano hasta Lima, recuerda que, en las alturas de Negro Mayo, por Puquio, en época de lluvias, la carretera fangosa tenía atrapados buses, camiones y autos en ambos sentidos. Apareció “Papi” resoplando con inusitada fuerza y arrojando con sus llantas traseras lodo y cascajo, y dejando boquiabiertos a conductores y pasajeros. Pancho en una de sus habilidades de camionero nato, tenía cadenas de metal con los que tejía las llantas y cual si fuera un esquí moderno, dejaba atrás barro, hielo y preocupaciones.
Para el retorno de Lima, llevaba carga para Cusco y como la mejor manera de evitar a los gavilanes de ruta, sellaba la puerta trasera con ramas espinosas de guarango, que espantada a los potenciales ladrones de carretera.

En la bodega de “Machu” Luis Tello, en el restaurante de Cirilo Ayala, en la tienda de la “Gringa” Trini, de la "Negra" Julia, o en la pensión Tiburcia; el tío Pancho acompañado de sus coetáneos Laureano, Adrián, César, Genaro, Washington, Melchor y otros, entre profesores y guardiaciviles, arrancaba suspiros y palmas al rasguñar huainos, carnavales y jarawis con un minúsculo Chillador de doce cuerdas. Un maestro el tío.

Lo imagino con sus trancos aligerados y una casaca negra de cuero, pasar por la puerta de la despensa de Tomacucho con sus bigotes bien cuidados que le daban un perfil especial. Lo saludo y me responde acariciando mi cabeza, “Hola Paincha” y le doy el vuelto con un pedido: “Tiochay, propinachata, calamerochapak”. Mis manos se regocijan con el brillo dorado del metal de veinte céntimos, que serán suficientes para comprar una mano de caramelos Perita y Monterrico y galletas animalito, que esperan donde la señora Rebeca.