“Taca, taca, taca” lambramino
Escribe, Efraín Gómez Pereira
Luego del desayuno familiar, pasadas las ocho de la mañana, cuando el sol serrano reverbera sobre el pequeño valle andino, quemando con calor tibio las curtidas espaldas de los tres trabajadores que aporcan maíz que empieza a crecer en los interiores de la huerta casera, doña Julia, la encargada de los quehaceres de la cocina en la residencia de Tomacucho, sale al patio con una canasta tejida con listones de carrizo, llena de maíz desgranado.
Se sube sobre una piedra ubicada en el medio del patio que separa la casa de la huerta, y haciendo una corneta con las dos manos sobre la boca grita de manera determinante y repetida con voz aguda, casi chillona: “Taca, taca, taca, taca...”, mientras en el interior de la gran cocina, que humea con leños secos de unca y queuña, Dora, mi señora madre, se esmera en anudar las últimas pancas que cubren unas deliciosas humitas.
De pronto, en respuesta natural al llamado de Julia dos, tres, cuatro, más de una docena de gallinas, gallos y chiuchis de todos los colores y tamaños, al igual que una pequeña bandada de patos blancos y negros, se arremolinan a su alrededor, cacareando sin parar en un ritmo bullanguero que opaca los tonos musicales que emanan de una enorme radio Nordmende ubicada en los Altos e, inclusive, silencia el pausado rumor que brota de los caudales del río Lambrama, que atraviesa el pueblo a escasos metros de la residencia.
Las aves salen de la misma huerta, de bajo las sombras de lambras, eucaliptos, nogales y layanes que rodean las cercanías, de la inmensa chacra vecina de doña Casiana, de los recovecos que esconden el estrecho camino que acerca la residencia a la casa de doña Casimira, ya casi llegando a Yarqapata, donde permanecen diseminadas, en una rutina que se repite todos los días.
El “taca taca taca”, es la clarinada, el toque de diana para llamar a las proveedoras de huevos y carne para caldos, guisos y estofados. Al escuchar el llamado de Julia, las gallinas dejan por un breve tiempo, sus afanes de empiojarse en las sombras, rebuscar grillos y lombrices entre las charamuscas, de perseguirse entre ellas, cacareando.
Puñado tras puñado, Julia lanza el maíz en varias direcciones, esparciéndolo al boleo y las plumíferas corren tras los granos en una alocada competencia por picotear lo más rápido posible el alimento de la mañana. Algunas se picotean entre ellas. Otras se pegan a los patos que, de alguna manera, generan respeto entre las picudas.
Al costado, en un silencio ceremonioso, cinco ponedoras están empollando una docena de huevos cada una en el Huallpawasi, que es una habitación habilitada como galpón, con salida directa a la huerta. Estas tienen atención privilegiada, pues Julia ya les llevó, en platillos de madera, cebada y maíz desgranado antes de hacerlo con la bandada que alborota el patio. Las ponedoras también tienen la ventaja de consumir restos de cocina, que son muy apreciados por ellas.
El lenguaje entre Julia y las aves de corral no es exclusividad de Tomacucho; es de uso común y cotidiano en todas las familias lambraminas que, entre sus riquezas o pobrezas, tienen a mano una o más gallinas que las acompañan desde siempre y para siempre, surtiéndoles de huevos diarios y de carne para ocasiones muy especiales.
Es una costumbre arraigada que enriquece la cultura comunal y para los locales no es algo que llame la atención. Cada familia tiene una reserva de maíz, cebada o trigo destinado al alimento de las aves, y se convierten en elemento vital para el crecimiento y desarrollo de las aves. Entre los waqrapukus hay mucho respeto por las plumíferas, a las que los menores hijos tienen el encargo obligatorio de atenderlos a diario, no solo alimentándolas con granos y restos de cocina, sino con la custodia y seguridad hasta terminar el día.
Las gallinas se ubican preferentemente encima de las rumas de leña que se guardan en los patios interiores, o en habitaciones rústicas que las guarecen de los halcones y ancas en el día y de las qarachupas en las noches. Los gallos son los naturales despertadores de la familia pues, antes del alba, se encargan de avivar la dinámica vecinal con sus cantos, los inconfundibles huallpawaqay. Son parte importante de la familia y por ello mismo muy apreciados.
Cuando una familia lambramina por necesidad y costumbre tenía que trasladarse hacia las punas, a los jatus en las cercanías y lejanías del pueblo, y sin la certeza de con quién dejar sus crianzas menores, se llevaban a las gallinas con ella y convivían en las alturas, donde se hacen más recias, pues tienen que vérselas con unchuchucas, águilas y zorros huallpasuas.
Recuerdo en algún momento de mi niñez a Dora y Laureano preocupados porque una rara infección estaba afectando la población de aves en el pueblo. Una gripe inusual, un moquillo, a la que nadie sabía cómo enfrentar, se había apoderado de vastos sectores del valle, causando temor entre los pobladores.
Laureano, muy activo para estos menesteres y con el recuerdo de su paso por el Ejército, coordinó con un veterinario en Abancay y antes de sacrificar a sus gallinas que ya mostraban signos del moquillo, dispuso la limpieza detallada del huallpawasi, de todos los rincones donde deambulaban las aves, y modificó la dieta diaria de las aves, con cortes de cebolla y ajo machacado, además de colgarles un limón en el cuello de cada ejemplar.
La práctica fue trasladada a todos quienes criaban aves en sus viviendas y la crisis fue superada. En varias residencias se dice que se celebró el hecho con suculentos caldos de gallina y estofados de gallo. Las salvadas salvando a sus salvadores, sólo en Lambrama de mis recuerdos y añoranzas.