Señor de la Caída, capilla en mis recuerdos
Escribe, Efraín Gómez Pereira
Fui esporádico concurrente de los Rosarios y Santa Misa que se oficiaban en sus pequeños, limpios y acogedores ambientes. Adolescente aún, hacía méritos para ejercer de “acólito” o “monaguillo”, y ayudar al sacerdote de turno en sus compromisos celestiales ante la feligresía que siempre abarrotaba las bancas de la capilla del Señor de la Caída, ubicada en la curva de la avenida Prado, en La Victoria, con dominante vista hacia el colegio Miguel Grau.
Claro, el papel no era exclusivo. Había que competir con muchachones del barrio, de la misma generación, los Villar, Aedo, Chávez, Pimentel, Ayma, Cavero, Hernández, mis propios hermanos y otros, que con rictus de seriedad suprema, cumplíamos tan elevada responsabilidad.
Tocar las pequeñas campanas de la torre siempre pulcra, para llamar la asistencia de hombres y mujeres de todas las edades, era una rutina de gran gozo. Arrodillarse ante el cura buscando la expiación de nuestros “pecados” que no pasarían de mentirillas piadosas, en una confesión semanal, tenía el propósito final de deleitarnos con el Cuerpo de Cristo, al comulgar. Besar el Cáliz haciendo la finta de beber la Sangre de Cristo, nos llevaba al éxtasis celestial o espiritual. ¿Qué o quién nos motivaba a estas acciones? No lo sé. Tal vez las charlas del cura Mamerto o los mensajes de adoctrinamiento de los enviados del Opus Dei, en las clases de Religión. Quedaron como lecciones de paz espiritual que, sospecho, falta en la niñez y juventud actual que tienen otras prioridades.
Con mis hermanos, estudiantes del colegio Miguel Grau, Gran Unidad Escolar en ese entonces, vivíamos en un ambiente interior de la residencia de don Ángel Villar; y, la capilla con sus actividades, su explanada delantera, y su pasto verde que lo bordeaba, formaba parte de nuestra agenda semanal. Era nuestro centro de esparcimiento y recreación; y, al mismo tiempo, lugar de “penitencias”.
Tan pronto salíamos de las aulas del Grau, y tras degustar la cena, que antaño llevaba sopa y segundo, apenas una o dos horas después del tradicional lonche con pan común, misti o taparacos, buscábamos en tropel las pistas del patio de la capilla, para convertirla en campo de fulbito y embarcarnos en retadoras competencias.
Ante la puerta de la capilla, se improvisaba un arco con dos piedras y al frente, hacia la calle Prado Bajo, justo frente a la casa de los Chávez, el otro arco. Siempre había una pelota y siempre dos equipos. Eran partidos de disputa, duros, pero sin broncas. Futbito amateur amistoso de primer nivel. Si los encuentros eran sabatinos o domingueros, las refrescantes aguas de río Chinchichaca, aunque escasas, nos deleitaban de frescor.
En otras ocasiones nos íbamos hasta la piscina olímpica del colegio. Los helados en conos de la familia Hernández o Carrillo, así como la chicha de jora de El Carrizal, eran también opciones de refresco, claro si quedaba algo de las propinas.
En ocasiones, a la salida del colegio, los espacios aledaños de la capilla, que exhibían pastos siempre verdes, se convertían en cuadriláteros de boxeo. Miguelgrauinos embroncados por alguna causa que los obligaba a “chocarla para la salida” se enfrentaban en un ring de pelea, rodeado de uniformes escolares kaki, con corbata y cristina. Siempre había un ganador que levantaba los puños triunfales tras causar una copiosa o abundante chocolatera en su oponente.
Recuerdo cómo el “Chichu” dio cuenta del “Cejas”, de un soberano martillazo con las dos manos amarradas en un solo puño, y ante el primer descuido del ocasional rival, dejó caer todo el peso de su adolescente y pesado cuerpo sobre la nuca del descuidado, que se fue de bruces sobre el pasto, noqueado. Al día siguiente, “Chichu” y “Cejas” seguían siendo amigos. Así era, sin rencores.
A veces íbamos al campo tras el estadio El Olivo, otrora Plasticuchayoc, en busca de huaironqos, jesjentos, langostas, apasancas o lagartijas, en juegos de crueldad infantil, para llevarlos al patio de la capilla y hacer competencias de bailes y carreras de los insectos cazados. Una lagartija que llevaba un cohetecillo encendido en la boca, buscó la seguridad de las sombras de las bancas de la capilla y se desparramó tras la explosión causando alarma entre los feligreses. Juego que casi nos cuesta la excomunión.
La capilla es hoy un lugar tradicional, buscado y reclamado por los abanquinos para oficios religiosos de salud, aniversarios, difuntos, o misas de cuerpo presente. Hace unas semanas la visité y la nostalgia me ganó, pues los recuerdos movieron, como chaparrón serrano, muchas emociones.
Recuerdo las noches de fuegos artificiales en el mes de enero, los Rosarios y Misas organizados por Mayordomos o Carguyoc, que se esmeraban en atender a los visitantes con ponches, chicha blanca, maicillos y fiestas con banda popular, la Orquesta Villar, como no.
Veo al Cristo caído, trasladado en floridas andas en procesión por la avenida Prado hasta el encuentro de madre e hijo, en el centro de la ciudad, con la Virgen Dolorosa, que viene desde la Catedral, en medio de un concierto de cánticos y rezos que retumban por aires y cielos.
Quedan en la retina la imagen del Señor ataviado con sus capas blancas orladas con hilos dorados y plateados, las pinturas de la escuela cuzqueña, los tallados en madera fina, las bancas mullidas, las paredes blancas, siempre limpias, los grandes ventanales que dejan pasar el brillo solar, alegrando aún más la fiesta cristiana que se vive en sus interiores.
Veo una serenata colorida de abanquinas compartiendo festividad y alegría, bajo la sombra de los árboles que rodean la capilla. Me solazo viendo una patota de niños despreocupados encaramados en las torres de la capilla, sentados en las bancas externas, tirados sobre la grama o correteando tras una pelota. Salud y alegría, ojalá por siempre, con la gracia de nuestro venerado y recordado Señor de la Caída.