lunes, 29 de enero de 2024

"Chama", el amigo abanquino

“Chama”, el amigo abanquino
Escribe, Efraín Gómez Pereira 

En la década de los cuarenta del siglo pasado, la zona donde hoy se encuentra la piscina Chama, en el Mariño, era un bofedal infestado de zancudos y abrazado por bosques de pisonayes y moreras. Entonces, Abancay era un valle castigado, además del piki de los cañaverales, por el paludismo o chucchu, que dejaba secuelas de muerte por la incapacidad del sistema de salud de atender la gravedad del problema sanitario.
Como en la actualidad, las decisiones del gobierno central distaban mucho de afrontar temas de real dimensión. Los presupuestos eran reducidos y había que inventar estrategias locales que permitan sino acabar con las muertes, por lo menos, evitar el incremento de casos. 
Retornado de Paris, como egresado de la prestigiosa universidad La Sorbona, el médico Guillermo Díaz De la Vega, ya laborando en el hospital de Apurímac, en Abancay, compró el terreno del bofedal, y tras drenar y canalizar las aguas, ganó espacio adecuado para instalar una piscina familiar.  Desde allí, trabajó con pasión por atender a los pacientes del hospital.
Médico dedicado y entregado a su apostolado afincó familia en Abancay, con base en la piscina Cristal, llamada así por la increíble transparencia de las aguas que alimentan la poza. Guillermo Díaz logró reconocimiento y prestigio por su sensibilidad humana, como médico tratante y desde la dirección del hospital que hoy lleva su nombre. Inclusive, las coplas de un carnaval de Abancay rinden homenaje a su renombre: “Doctorcito Díaz, deme una receta, que sería bueno para mal de amores. Y si la receta no sería buena, a los nueve meses lavando pañales…”
Cristal antes, hoy Chama, la piscina tiene en los abanquinos, una parte de su pasado, de su actualidad y de su devenir. ¿Quién no se ha dado una escapada para zambullirse en sus cristalinas aguas?.
Desde 1972, la piscina está a cargo de un personaje que, en Abancay, es leyenda viva. Pocos lo llaman por su nombre, Armando Díaz Calderón. Chama, Chamaco, hijo el médico, es el miguelgrauino que anima a sus visitantes con un carisma incomparable. Sonrisa a flor de piel, bromas y seriedad cuando la situación amerita, el Chama, es parte sustantiva del centro de esparcimiento, donde no solo se goza del solaz y frescura, sino de jornadas especiales de abanquinidad, además de la rica gastronomía local.
Desfiles de modas, concursos de belleza, festivales musicales, encuentros promocionales, cacharparis carnavaleros, competencias de natación, academias de formación, peleas de gallos, se realizan en este escenario que hoy cuenta con cuatro piscinas que abastecen la demanda de los visitantes que buscan sus sombras y frescor en cualquier época del año. “Si llegaste a Abancay y no visitaste el Chama, entonces a qué mierda viniste”, es la frase vendedora del Chama.
Armando, el Chamaco, hoy con evidente y saludable estado físico distante al del peso mayor de antes, recuerda con orgullo que a este lugar han llegado personajes como Fernando Belaúnde y Haya De la Torre, además de grandes profesionales abanquinos que prestigian nuestra tierra en otros confines. 
“Me siento orgulloso de ser abanquino por tres condiciones muy particulares, que no se registran en otros lugares: el clima envidiable de todo el año, la belleza natural de sus mujeres y la afición colectiva por los gallos de pelea”, afirma categórico.
Abancay tuvo en los años 50 y 60, su propia raza de gallo de pelea, el Farruco, logrado por un cocinero de ese apellido que trabajaba en la antigua hacienda Matará, en Lambrama. Hoy es solo recuerdo, a pesar de los galleros pikis.
Armando, el Chama, es feliz en su dominio. Orgulloso de su abanquinidad, de su familia, sus cuatro hijos. Entre aguas, toboganes, carpas, juegos, ambientes de relax, gritos de niños y jóvenes, parlantes huayneros y carnavaleros, variada comida, aun regala a sus admiradores su tradicional trampolín de espaldas, que rebalsa las aguas de la poza principal. El Chama, un gran abanquino, un gran Piki.

viernes, 26 de enero de 2024

"Suchuna" de Calisfaccha en Lambrama

“Suchuna” de Calisfaccha, en Lambrama
Escribe Efraín Gómez Pereira 

Hay hechos vividos en la infancia que jamás se olvidan, algo así como el primer amor. Son actos, anécdotas, travesuras o eventos, que suceden en el entorno familiar, vecinal o comunal y nos marcan. Muchas, o alguna de ellas, hasta pueden definir nuestra personalidad.
Me remonto a mis años infantiles en la apacible Lambrama, donde en esa época, las pocas familias se conocían de tú a tú; es decir compartían hasta los secretos. El respeto mutuo se expresaba con los saludos de ida y vuelta.
Ladera en Calisfaccha, Lambrama y Suchuna de Sacsayhuamán, en Cusco. 

Las aldabas y candados de las puertas de calle, parecían adornos, pues muy pocas familias las tenían cerradas, salvo para ausentarse por varios días cuando tenían viajar fuera del pueblo o mudarse hacia las estancias o jatus, para cuidar a sus vacas lecheras y preparar cachicurpas. Era un pueblo sano, con pobladores sanos, en su gran mayoría; salvo contadas excepciones.
En ese ambiente afable, los juegos infantiles eran de antología. Se usaba lo que naturaleza nos prodigaba buenamente y había que saberla tomar de manera sabia, ordenada y disciplinada. Con mucho respeto a la madre tierra, a los árboles, a los animales, al río, que eran los facilitadores de los elementos para nuestra diversión.
Cómo no recordar los juegos que emulaban a comerciantes ganaderos cargando sus toros en la explanada de la residencia de don Marcial “Jape” Miranda. La pared que separaba la casa de la calle, una especie de barrera de champas y tierra, se convertía en el camión Titina y los juguetones, todos niños y adolescentes, en los toros laceados y cargados uno a uno, con destino a los mataderos de Lima. Claro que se hacían el pago en “soles de oro” y las tinkas mirando al Apu Chipito.
Los partidos de fulbito nocturno, pateando chapitas de gaseosa Vidu o Nectarín, en el “quiosco” de la plaza de Armas, hasta que la luz de Plantahuasi se apague a golpe de las once de la noche. Las caídas en “berlina” y sus memorables “quién te ha dicho…”, en la puerta de la tienda de “Machu” Luis Tello. La cacería o pesca de oqollos y ahuaqos en los manantiales de Oqopata y Ccotomayo, siempre en patota de desinhibidos maktillos, solo con el fin de pasar el tiempo en alegría y conjunción amistosa.
La enormes a interminables carreteras, con puentes y túneles construidos en las laderas de Oqopata, Aqomoqo, Cuncahuacho, en las que hacíamos carrera de autos, al estilo de los Caminos del Inca, jalando latas de sardina con hilos de pakpahuato. Más original y natural que estos y otros juegos, solo en nuestra infancia lambramina.
En las noches, niños, varones y mujeres en la plaza, en “Ampay salvo a mi compañero”; al papá y la mamá, con intenciones ya atrevidas; en los juegos mecánicos instalados tras la iglesia San Blas, donde disputábamos hasta casi pelearnos el columpio, el subibaja y el memorable rodadero, donde muchos sentimos el dolor de caer sobre la tierra golpeándonos el coxis o el “huesito de la alegría”, cuando algún anónimo jijuna enceraba la canaleta.
A propósito del rodadero, la originalidad de nuestros abuelos fue heredada en un juego que trasciende generaciones de lambraminos: la suchuna. La lectura nos enseña que la suchuna es un legado ancestral que supera siglos de existencia. La más famosa debe ser la que se ubica en la explanada posterior de las ruinas de Sacsayhuamán, en Cusco, visitada y utilizada como juego de rodadero por miles de turistas nacionales y extranjeros. También hay en Saywite, y seguramente en otros lares, dentro y fuera del Perú, con más o menos prestancia que las mencionadas.
En Lambrama, los niños de mi generación sí que éramos afortunados. En lugar de una, teníamos a disposición de nuestros usos, tiempos y necesidades de diversión, muchas suchunas. El capricho de la naturaleza que ha prodigado a mi pueblo de una geografía impregnada de laderas y cuestas, nos facilitó crear suchunas en los lugares menos imaginados. 
Teníamos suchuna en las chacras de ladera o ccatas, en los pajonales de las punas, en las caídas de Paqpapata, en Cuncahuacho, en Gamarrapata, en la enorme roca laderada de Weqe y particularmente para mí, en las resbaladizas y corredizas pendientes de Calisfaccha, en Itunez, donde al entrar en ese juego, literalmente para uno “la vida no valía nada”.
La caída o pendiente no era necesariamente muy pronunciada, sino que obligaba a uno, mozo de siete a doce años de edad, a saber dominar el equilibrio del cuerpo y ganar a la velocidad que se generaba en el cruce de la gravedad con el viento y el arrastre acelerado que se creaba con el “caballito” de cabuya que se utilizaba para lanzarse cuesta abajo y no caer y ser tragado por el río Atacama.
La hoja de la cabuya era “afeitada” de sus filosas espinas que surcaban sus bordes y se usaba como si se tratase de una tabla de patinaje, sentado sobre esta y correr cuesta abajo, sobre la grama seca, evitando colisionar con las pircas que separan las chacras, caer en los huecos o piedras grandes en la ruta, afectar los maizales o trigales y llegar a la orilla del río, sin rasguños. 
Claro que esto último era imposible. La atrevida travesía no solo causaba heridas y golpes en los cuerpos de los maktillos, que se desvanecían con un “ayayau caraju”, sino dejaban, además de cicatrices, heridas imparchables en pantalones y camisas, cuyo efecto cobraba adicionalmente reprimendas, jalones de oreja y pelo o latigazos de los padres. 
Una wajadita por el castigo y otra vez al suplicio de Calisfaccha, conocido así porque en sus cercanías hay una caída de agua cristalina, que alimenta con su ligera fuerza, la sed del río Atancama, que este a su vez, aumenta el caudal del río Lambrama, cuando se encuentran en Sima, lugar de riqueza forestal y piscícola, que nos regalaba frutas y truchas con generosidad, cada vez que nos aventurábamos río abajo.
Hace pocos días pasé por enfrente de Calisfaccha y me sorprendió imaginar cómo es que podíamos jugar en esa ladera, hoy poblada de maizales. Niños de otros tiempos, sin duda.
En la misma zona está Weqe, un paraje agreste con una población reducida, tres o cuatro familias. Allí había una piedra enorme -para un niño- que se usaba como resbaladera. El resultado era que el pantalón vaquero, ganaba listones de tela cruda en las posaderas, lo que provocaba a su vez, latigazos con un “Sanmartín” de cuero de tres puntas, en el mismo lugar de los rasgones. En Chacapata, una enorme piedra liza empotrada frente al puente, era nuestra suchuna de diario.
En la puna, la suchuna era pura imaginación. Con ichu seco sacado desde la raíz y todo, se simulaba una cabalgata cuesta abajo, hasta llegar a una pampa, cabreando yaradas, mulajisas, piedras y, sobre todo, waraccos, que son espinas filudas camufladas en mantos de lana blanca. Pedro, hijo de Jesús, el vaquero de Laureano, era un trome suchunero.
Seguramente al leer esta crónica de nostalgia que nos invade de solo pensar en ese juego infantil de alto riesgo, muchos lectores recordarán sus propias aventuras, que sería útil, compartirlas y afirmar que antes, los niños de antes, éramos felices con juegos que nos obligaban a ser creativos, solidarios y respetuosos. Jugábamos y nos divertíamos. No había ganadores ni perdedores, sino niños felices.

martes, 16 de enero de 2024

"Waca Markay", fiesta lambramina

“Waka Markay”, fiesta lambramina
Escribe, Efraín Gómez Pereira

El verdor del prado de Lambrama, en los meses de abril, mayo y junio es único. Pasto fresco y abundante, forestas renovadas, chala por doquier, se convierten en elemento básico para una actividad que los lambraminos desarrollan desde siempre, con religiosa puntualidad y disciplina campesina. 
Los maizales del pequeño y acogedor valle, que dibujan sombras y claroscuros, pinceladas por el viento y las nubes, desde Itunez, en la parte baja, hasta Uriapo, en el desvío norteño; han llenado los cahuitos y markas de los waqrapukos, con mazorcas de color diamante, oro, plata y arcoiris, con el brillo que el taita Inti prodiga desde los miradores de Chipito, Kaukara, Chaknaya y Llakisway. 
Lambrama, pueblo que custodia variedades especiales de maiz.

Hay maíz para todos, para todo el año, inclusive para usarlo como medio de pago en los tradicionales y memorables trueques. Maíz por charki, maíz por lana, maíz por frutas. La cosecha ha hermanado diferentes variedades del grano que se produce en los predios casi atomizados desde tiempos ancestrales: Paraccay, chullpi, kulli, okesara, qellosara, surfu, ccasayhuasa, amahuaccaychu, luntuya, michikiru, yana y otras que deben superar la treintena de especies en el valle y sus anexos, forman parte de la diversidad en riqueza natural que conservan los lambraminos.
Pueblo maicero y arraigado a la tradición del waca markay. 

Estos prados que encierran historias transmitidas de generación en generación, a través de cantos, jarawis, huancas, carnavales y wacatakis, son escenario de una tradición campesina que se vive también en muchos lares de nuestra serranía. El waka markay o la señalización de los becerros de las crianzas familiares, a fin de identificarlos con el sello particular de cada uno de sus propietarios. 
Si bien la costumbre mayor es que el waka markay se realice en los mismos campos de crianza; es decir, en las cabañas de las punas; los lambraminos aprovechan la conjunción de sus animales en la quebrada, para dar curso al marcakuy.
Los hatos de ganado vacuno criollo, que se crían en las altas punas, custodiados desde los tradicionales jatus, viviendas hechizas en cono, con techo de paja que soportan fríos gélidos, con un microclima interior que el campesino ha generado para su propio bienestar; son trasladados en caravanas intermitentes hasta el acogedor y prodigioso valle, en una travesía que se sucede una vez al año. 
Yanas, misitus, barrojos, alccas, moros, callejones, occes, soccos. Toros, toretes, vacas, vaquillonas, becerros y machorras, copan los pastizales a su libre albedrío. Las chacras separadas por pircas de piedra sobre piedra, se democratizan y acogen a los animales de las punas que en dos o tres meses habrán gozado del pasto variado, que supera en cantidad y calidad a las gramas e ichu, al que están acostumbrados durante todo el año. 
Las chacras del valle se pintan de colores. En los bordes o al medio de la chacra, los lambraminos acostumbran levantar plataformas elevadas con listones de eucalipto, lambras y otras especies arbóreas, a los que denominan “chakllas”, donde acumulan chala fresca en abundancia, a la que se le dará uso, solo cuando los pastizales del campo se agoten.
Las familias también gozan de leche fresca, quesillo y cachicurpas, que se aprovechan durante esta época de fiesta. Hay quienes levantan chozas en sus mismas chacras, desde donde vigilan no solo la cosecha de maíz, sino la integridad de sus animales. 
Al final de la cosecha, como despidiendo a los animales, los lambraminos juntan sus vacas en los corrales improvisados entre las chacras. Familiares, compadres, ahijados y vecinos se dan cita al llamado del dueño de los animales que serán “marcados”.
Los hombres más decididos y los más jóvenes, se lanzan de voluntarios para acorralar los vacunos; mientras los más veteranos, entre los que destaca un aprendiz de sacerdote nativo, ensaya rezos y juramentos implorando la buena voluntad de los Apus, a punta de sahumerios de incienso y palo santo, sobre un kallmi o pedazo de teja. Todos tienen una bola en la boca, señal del chacchado milenario de la hoja de coca, que nunca falta en ocasiones como esta.
En un lugar estratégico fuera del alcance de los curiosos y warmas, se levanta un caldero artesanal avivado con troncos secos de unca y tasta, donde se calentará hasta el rojo vivo, el fierro candente que lleva las iniciales del nombre y apellido del marcakuska.
Un lazo diestramente lanzado por un experto, atrapa de los cachos al primer becerro que es inmediatamente sometido por la fuerza de tres o cuatro maktas, que lo tumban. El dueño del animal hace la primera marcación, presionando el fierro candente sobre el anca del becerro. Un relámpago causado por el humo y pellejo chamuscado, sacude al animal, mientras el dueño y el compadre brindan con cañazo y chicha de jora, haciendo la tinka en honor a Apu Chipito.
El hijo mayor o el ahijado más cercano al propietario es colocado sobre la panza de una vaca preñada recién marcada, donde es zarandeado con fuerza y recibe latigazos con un lazo o “Sanmartín” de tres puntas, señal que el castigado será dueño del becerro que viene en camino. Es una norma no escrita pero que se cumple a pie juntillas, en respeto a la palabra dada en una ocasión muy especial.
Los animales “marcados” por el fierro también reciben señales en los cachos y aretes de cintas de colores cosidos en las orejas, con un yauri de metal que está al alcance. Las heridas causadas por la “marca” son aliviadas por espolvoreadas de harina de maíz cancha y toques de kreso.
La fiesta del waka markay prosigue con la tinka, rindiendo culto a las orejas y rabos cortados, lazos, marcas, tijeras y cuchillos utilizados en la jornada. Se toma abundante chicha de jora en keros de madera, y cañazo curado en copitas hechas con los cachos de un toro; y se comparte el pito, que es un amasijo de maíz chullpi tostado y mezclado con chicha de jora y un toque de cañazo.
El convite es de abundancia. Picante con varios potajes pasan de mano en mano en platillos hechizos de madera o puqus. La fiesta es de alegría y la alegría es fiesta lambramina.
Al final de la jornada los vacunos son liberados en fragor de fiesta y música campesina, música lambramina. “Wacallay waca… torollay toro…” cantan las mamachas en el coro del huanca y wacataki tradicional, arremolinadas en medio del coso improvisado y cubriéndose la boca con una mano. 
Mantones pallay de colores chillones y sombreros adornados con flores nativas de estación, pintan al grupo de lambraminas, mientras muy cerca, dos o tres quenas o lahuitos, elevan la música campesina a los cielos, al son de una tinya típica que no deja de sonar. Tar, tar, tar, tar…

miércoles, 10 de enero de 2024

Pie derecho, pie derecho...

Pie derecho, pie derecho…
Escribe, Efraín Gómez Pereira

Era un muchachón en el tránsito de la adolescencia a la juventud, con abundante y alborotada cabellera. Recién egresado del colegio Miguel Grau, llegaba a Lima, desde Abancay, a bordo de un guerrero “Cóndor de Aymaraes”, con asientos de madera forrada con tela avejentada, que era la empresa de transportes oficial que los abanquinos usábamos para llegar a la capital sorteando el frío de las punas de Puquio y Negro Mayo, los pajonales de Pampa Galeras y los arenales de la costa iqueña y limeña. Tierra sobre tierra, polvo sobre polvo, hasta Nazca, en donde ya había pista asfaltada.
Cóndor de Aymaraes y Línea 38, en los recuerdos. 

No había mochilas ni maletines como las que hoy abundan sobre las espaldas de hombres y mujeres; viejos o jóvenes, trabajadores o estudiantes. La poca indumentaria recogía un par de pantalones, camisas y chompas añejas, dentro de un costalillo de tela o una maleta liviana de madera con acabados, cinchos y hebillas.
Laureano, mi señor padre, se prodigó en recomendaciones para encarar los retos de vivir y forjar un futuro en la gran ciudad, en esa Lima de los setentas, que solo conocíamos de contadas, aunque a los cinco años de edad ya había estado por una semana en el jirón Huanta, de Barrios Altos. “No descuides tu alimentación, porque la tuberculosis no perdona”, me dijo mi padre con mirada de sermón.
Dos de mis hermanos mayores ya radicaban en Lima. Otros primos ya habían encaminado sus propios derroteros en esta ciudad de luchas, triunfos y fracasos. Como muy pocos jovencitos tuve la gran ventaja ser acogido en casa familiar.
Recuerdo lo sorprendido que quedé al ver y mojar mis pies en las aguas del mar, en La Punta, Callao. Las frescas correntadas del río Mariño o las gélidas y cristalinas aguas de nuestras lagunas Ampay y Taccata, no eran nada frente a la inmensidad interminable del Pacífico.
Los edificios de pisos elevados que se codean con el cielo, el agitado tránsito vehicular y el bullerío de Lima, sobre todo en las avenidas principales, en plazas y parques como la Plaza Unión y Dos de Mayo así como el Parque Universitario, puntos de nostálgica concentración dominguera de provincianos de todas layas y procedencias, eran de pavor. Había que caminar con la mirada puesta en todos lados, desconfiando hasta de la propia sombra.
Mis primeros meses en Lima fueron de búsquedas e indagaciones. Visitando tíos, primos y paisanos en diferentes puntos de la ciudad, llegué a Breña, Villa El Salvador, San Juan de Lurigancho, Comas, Collique, Naranjal, Puente Piedra. También a la céntrica avenida Tacna, Mirones, Av. Perú, donde conocí muchos familiares a quienes tenía en la agenda mental, para darles el encargo de que los nuestros en Lambrama y en Abancay “están bien”.
Recuerdo la Línea 38, que tomaba en Chacra Ríos para ir hasta la Plaza de Armas y Correo Central, y dejar un telegrama para don Laureano informándole de algunas nuevas o preguntar por ellos. Algunas veces había que viajar casi colgado en la puerta del bus ‘azul, rojo y blanco’, para no esperar en las esquinas de riesgo la llegada de otro bus, que también venía atiborrado de pasajeros. Uno debía ser ducho en el trajín. 
“Avancen, avancen..” la voz ronca del cobrador obligaba a desplazarse hasta el fondo del bus, sentado o parado. “Pasajes, pasajes…” el cobrador avanzaba a empujones por entre los pasajeros, dejando sus olores y humores avinagrados acumulados en todo el día. Una moneda agarrada con mano sudorosa era entregada al cobrador a cambio de un boleto cancelatorio. En algunas ocasiones, nos ganaba la viveza o lo que llamamos “criollada” y con un “Ya te pagué”, proseguíamos el viaje gratis, de “gorrión”.
Una noche de viernes, había comprado en el jirón De la Unión, un disco de vinilo de “The Shadows” con su legendario “Apache”, para escucharlo a todo volumen en el equipo “JVC Nivico, tres en uno” que la prima Zoila lucía en casa del jirón Cajatambo. Para sostenerme asegurado en el pasamanos del bus 38, guardé el disco 45 RPM, ajustado con mi correa de cuero y un jean azul desgastado.
“Pie derecho, pie derecho” sermoneó el cobrador cuando pedí bajar en la avenida Arica, una cuadra antes del destino final. El carro disminuyó la velocidad y salté casi con el vehículo en marcha. ¿Pie derecho?, nada que ver, salté de plano e intenté detenerme en seco. La gravedad me arrastró a su antojo y como empujado por un resorte, volé por los aires hasta caer de bruces sobre el asfalto cascajoso. Mi cuerpo adolescente que buscaba aventuras de todo tipo, se arrastró por unos tres metros. Me paré avergonzado, viendo cómo el vehículo seguía su camino, como si nada hubiese pasado. El disco “Apache” había perdido la batalla. Era un “tres en uno”.
Llegué a casa y el contar mi tragedia de primerizo, provocó carcajadas incontenibles entre los hermanos y primos, que compartían la cena. Mi pantalón había ganado una medalla que colgaba desde del muslo hasta más abajo de la rodilla. Las palmas de mis manos aún tenían sangre mezclada con tierra. Un baño apurado y una pasada de alcohol y agua oxigenada, pusieron punto final a la aventura.
En otra ocasión no muy lejana, José, mi primo hermano que hoy es un destacado médico radicado con su familia en Chile, llegó a casa hecho un boxeador noqueado. La camisa hecha jirones, el pantalón rasguñado por todos lados; los brazos y pecho ensangrentados y hasta un raspón visible en la frente. Regresando de la academia pre universitaria de la avenida Wilson, también había bajado en la avenida Arica, haciendo caso omiso al llamado del cobrador. No usar el pie derecho al saltar del carro en marcha, le costó la zarandeada ejemplar que marcó su corta presencia en Lima, antes de enrumbar a otro país, en busca del futuro. 
Cuántos habremos vivido esa experiencia de besar el piso sin que haya habido un conteo oficial hasta ocho, y abandonar la lid, apagado, rasguñado, apaleado, castigado y dolido. Recuerdos que han dejado no solo cicatrices, sino huellas anecdóticas que bien vale la pena rememorar como una lección aprendida, con una sonrisa simulada.

miércoles, 3 de enero de 2024

Miski verde "yuyopicante" lambramino

Miski verde “yuyopicante” lambramino

Escribe, Efraín Gómez Pereira

“Wakcha mijuna” (comida de pobres) escuché alguna vez cuando se referían, de manera despectiva y discriminatoria, al tradicional “yuyopicante”, sencillo potaje que sin ostentar valor económico, supera a otros muchos en costo, calidad nutritiva y saludable. La base para este platillo que se consume en todo el Perú, en especial en la Sierra, es muy simple. No hay que sembrarla ni abonarla. Solo se necesita un poco de tiempo para recogerla en los campos, en los maizales, chacras, acequias y puquiales, donde crece a su libre antojo, como maleza.

Retrocediendo a Lambrama de mi infancia, recuerdo haber ‘cosechado’ hojas de ataqo (amaranto, kiwicha), culis (col silvestre, mostaza), labanus (nabo), oqoruru (fruto de manantial), (berro) en diferentes ocasiones con la finalidad de que en casa preparen el guiso verde que, acompañado de canchita o mote y uchucuta, se convierte en un manjar de Dioses. Su tono verde oscuro le da una apariencia poco agradable a la vista pero una vez probado, cualquier paladar se rinde con facilidad.

Yuyopicante, potaje económico y de gran valor nutritivo (Foto capturta de internet).

En los maizales de Uriapo, Oqopata, Espitira, Allinchuy, Itunez, Huaranpata, Aqomoqo, Taribamba, Huayqo y otros cercanos al pueblo, crecen prodigiosas cantidades de ataqo, que hay que recogerlo muy temprano, seleccionando solo las hojas tiernas, sacudiéndolas de la shulla (sereno mañanero) que lo mantiene fresco. 

Culis y labanus, son variedades de raíces tuberosas, crecen en los maizales, papales, trigales tanto en las quebradas como en las punas, y tienen brotes tiernos de hojas sedosas y brillosas, que hay que saber recogerlas cuando estén ‘en su punto’, porque si se pasan a la madurez, no sirven para preparar el antojo.

El oqoruru o berro también se regala en cantidades generosas en los manantiales de Oqopata, Qotomayo, Heccerpaiso, Uriapo, Tomacucho, Huallpachaca, en la caída de Surupata y otras fuentes naturales de agua, donde se recoge sin pedir permiso a nadie, sino calculando las cantidades adecuadas para la elaboración del sabroso bocadillo.

El “yuyopicante” es la base o complemento principal del convite que se sirve en las chacras como “chacrapicante”, en las jornadas comunales y familiares, en las minkas y aynis, durante la preparación del terreno, chacma, siembra, aporque o cutipa, deshierbo y cosecha de los principales alimentos de la canasta lambramina. El “chacrapicante”, se sirve además en un solo plato acompañado de generosas porciones de arroz aderezado, tallarín, estofado de carne, pedazo de chicharrón, tortilla de verduras o qachucebolla, con abundante mote, cancha, chuño o papa sancochada y rociada de chicha de jora y cañazo.


Hermoso valle de Lambrama, donde aún se consume la riqueza que brinda la naturaleza.

Muchas familias con dificultades económicas para acceder a productos industriales que se comercian en las bodegas, como el duo impuesto del ”arroz-fideos” tienen en el “yuyopicante”, una alternativa asequible, nutritiva, saludable y sin costo. Es parte de la dieta familiar desde hace mucho tiempo.

Además, en los mercados y paraditas de cualquier ciudad o barrio de Lima mestiza, el “yuyopicante” es un antojo que se ofrece en las ventas ambulatorias, a las que en algún momento hemos sucumbido. Agradable platillo verde con canchita y uchucuta, servido en pancas de choclo o platos descartables. 

La preparación del “yuyopicante” es muy simple, fácil y de una docilidad que muchos productos carecen. Las hojas seleccionadas se lavan en detalle y se sancochan hasta su cocción plena en agua de ceniza. Se retira del fuego y se enjuaga con abundante líquido para quitar su amargo natural. Cuando está frío, se hacen bolas con la mano retirando todo el agua y se reserva, mientras se prepara un aderezo común de cebolla, ajos y ají panca. De manera paralela se sancocha papa negra que se pica en cuadritos.

El yuyo en bolitas y las papas en cuadritos se mezclan con suavidad en la olla con el aderezo, agregando agua necesaria para que mantenga su consistencia, ni seca ni aguachenta. Y a servirlo con mote, canchita y uchucuta. También se añade “trigofata” o mote de trigo. Nadie se escapará de esta oferta de sabores y colores. Provecho. Y si se animan a prepararlo, avisen. También se puede utilizar espinaca, que es fácil de encontrar en cualquier mercado. Yo lo hago de vez en cuando, aunque no tiene comparación con el del ataqo lambramino.