Adiós Casimira, doña de Tomacucho
Escribe, Efraín Gómez Pereira
A través de un mensaje del lambramino Carlos Flores Medrano, me entero del fallecimiento, en Lambrama, de doña Casimira Hermoza viuda de Medrano. Tenía 95 años de edad y pertenecía a una gran legión de hombres y mujeres, casi centenarios, que pusieron en relieve la buena fe y solidaridad de los lambraminos del siglo pasado.
Con Casimira, la “hermana” Casimira se va una parte de la historia de Lambrama y deja en evidencia que esa generación de lambraminos, por fuerza de la ley natural, está partiendo al viaje sin retorno. Quedan muy pocos viejos, longevos, añejos que se van llevándose parte de la historia de ese pueblo vital, jovial y, al mismo tiempo, pobre pero esperanzador.
Descansa en paz, Casimira.
Mujer de coraje, querendona, dinámica y muy activa, supo afrontar muy temprano el dolor de la partida de su esposo, con quien había procreado cuatro hijos Mauro, Cipriano (+) Hilda e Ignacio, a quienes extiendo mi abrazo solidario de condolencias.
Recuerdo a Casimira, vecina en Tomacucho, espigada, blanca y de largas trenzas, hábil en el arte del tejido en telares, que tenía tendido en su patio, pegado a Yarqapata, lugar de tránsito obligado para quienes querían ir a la yarqa o al canal de riego que llevaba el agua desde Tomacucho hasta Huaranpata, surcando laderas y canaletas por encima de la plaza de armas, para regar las chacras de maizales.
Nuestro saludo rutinario era muy especial “buenos días, hermana”, en la muy lambramina costumbre de familiarizar a los ahijados de nuestros padres. Laureano, mi señor padre, era padrino de Casimira, con quien comulgaba una maravillosa amistad y respeto recíprocos, como los de antes.
De niño, jugueteaba con mis hermanos, primos y los hijos de Casimira: Ignacio e Hilda, en travesuras infantiles que nos permita empatar una amistad sincera, trasparente y de mutuo respeto. Al costado de la casa de Casimira había un galpón abandonado que convertíamos en camión de carga, para alimentar de imaginarios toros y machorras que serían transportados por Laureano hasta Abancay o Lima.
En la “marca” o almacén de la casa de la vecina siempre había queso madurado, que la “hermana” nos alcanzaba en diferentes oportunidades, con mote paraccay o papa nativa. Sospecho que era uno de los ganchos para hacer asiduas las visitas.
Casimira, la “hermana” Casimira, tenía una huerta casera prodigiosa. Cebollas, asnapas, coliflores con sus blancas cabezas que brillaban con el rocío de las mañanas; flores nativas que eran muy codiciadas, eran su riqueza.
Al costado de la huerta, dando sombra al terreno de doña Casiana, la otra vecina de Tomacucho, se levantaba un enorme eucalipto, que era el posadero de aves chillonas que alegraban el entorno vecinal con sus cánticos interminables.
Ese eucalipto nos sirvió en algún momento de nuestra niñez, como escenario de una aventura selvática, para lanzarnos desde su media copa, amarrado con un lazo tejido de cuero, emulando al Tarzán de los monos. El lazo tensado nos llevaba como papel cometa, casi hasta el río, a unos treinta metros.
Algo superior nos custodiaba seguramente porque imaginando el escenario hoy, siento que era un juego muy peligroso, casi un suicidio. Cosas de niños, de niños lambraminos de Tomacucho.
A través de estas líneas, mi saludo y recuerdo a la “hermana” Casimira, en la seguridad que su don de gentes, su afabilidad, su amor de madre, su coraje lambramino, harán difícil que la olvidemos. Mi reiterado abrazo a sus hijos, con la certeza que Casimira, la Doña de Tomacucho, ya descansa en paz, en los brazos del Señor.