La casa vieja se cae, hermano…
Escribe, Efraín Gómez Pereira
En reciente visita a Lambrama, con mis hermanos Genaro y Dino, me ganaron las lágrimas por la nostalgia y dolor al ver el techo de la casa de Tomacucho caído y sin visos de acogerse a una innecesaria reparación. Las lluvias de temporada, que se precipitan a raudales, han horadado sin piedad paredes y techos de la añeja vivienda de la familia Gómez.
Sentirse impotente ante una realidad que no podemos afrontarla, porque estamos lejos y hemos abandonado la casa de nuestra niñez, es un pecado imperdonable. Es una dolorosa realidad que nos caracteriza como humanos.
Solo nos queda recordarla como parte importante de la vida, parte de la férrea raíz que permitió desarrollar el tronco del árbol de los hermanos Gómez Pereira y Gómez Gamboa, en dos generaciones, que comulgan el respeto y el amor a la tierra de nuestros ancestros.
Es cruel admitir que una casa abandonada es como un ser vivo que sin sentir afecto ni calor, se deteriora lenta e irreversiblemente. Las viejas paredes de metro y medio de ancho de adobe, barro y piedra, levantadas en el barrio de Tomacucho, que soportaron estoicamente techos de tejas de arcilla añejas como la vida misma, permanecen aún de pie, con la seguridad que por fuerza de la naturaleza o decisión humana, también sucumbirán en cualquier momento. Así es la vida, como dirían los poetas.
Entre la emoción y la nostalgia, me permito rememorar la calidez acogedora de la cocina, ubicada en la parte superior del inmueble, a la que se ingresaba pisando una inmensa roca lisa empotrada en el piso de tierra. Pegada a ella, el cuarto de Antuco.
Cuántas historias familiares. Cuántas anécdotas, buenas y malas, como la vida misma, se habrán tejido dentro de sus paredes. Cuántas lágrimas de pena y alegría, matizadas con chicha de jora y cañazo compuesto, entre huainos y jarawis después de las chacrakuskas, habrán moldeado el piso de tierra de esa cocina, siempre abrigadora, siempre viva.
Un fogón hechizo que daba cabida a más de un par de ollas enormes que sancochaban motes, lawas, estofados. La tullpa de piedra y adobes alimentadas por leños de unca, generaban fuego, carbón y calor capaces de dorar un breve tiempo kankachos, chicharrones, cuyes rellenos incrustados en listones finos de murmuskuy.
El marán o batán de piedra de río tallada artesanalmente y plantada a unos pasos de la puerta, donde se molían café, maíz, chochoca, ajíes. El lamparín colgado sobre la cocina, guareciendo quesos maduros y ahumados, charkis. Los rincones abarrotados de leña, peroles, ollas gigantes de barro para madurar chicha; los makas y puiños, que esperaban su momento para brindar atención a Dora y Victoria.
La mesa de diario grande y arrinconada por una banca enorme de madera, la ventanita con malla que custodiaba apetitosas gelatinas de pata; los cuyes que en andanada variopinta ponían música celestial, son parte de esa escenificación natural, alumbrada por la tenue luz de un foco amarillento. Esa era la cocina.
Pegadita a ella, con la puerta de ingreso al medio de la casa, estaba la despensa, un cuarto grande que servía para guardar papa, ollucos, oca, en cahuitos armados de unca y tasta, encamados con ramas y hierbas secas de muña de altura y chachacomo, que impedían la proliferación de gusanos y roedores.
Frente a ellos, otro cahuito donde estaban colgados en fila ordenada, monturas, caronas, pellones, costales, lazos, reatas, picos y palas, allachus y hachas, para el uso productivo de don Laureano. En un rincón, la escalera enorme de eucalipto seco amarrado con kewes de cuero de vaca, daba acceso a la marka, donde había maíz, trigo y cebada en cantidades industriales, dispuestos para el uso diario, para la preparación de alimentos y cocavíes de los constantes viajeros.
Esa casa, hoy encorvada lastimosamente, al igual que la casa de los Altos, tiene una presencia gravitante en la vida de los hermanos Gómez de Tomacucho. La recordaremos, como se rememora a un ser amado, con nostalgia y pena, pero también con orgullo por haber sentido su protección de las lluvias y del calor, por habernos acompañado en la idiosincrasia de un pueblo ameno, tranquilo; donde primaban el respeto, la reciprocidad y la sinceridad.