Julia, de Lambrama
Escribe:
Efraín Gómez Pereira
Diminuta, de figura frágil y ojos vivaces. Dinámica y activa para todos los quehaceres domésticos. Presta, siempre dispuesta para atender al mínimo detalle cualquier pedido, cualquier encargo, por más difícil que se muestre.
Destacaba su natural humildad, que se confundía con una casi sumisión patriarcal. “Ari papay. Ari mamay. Ari niñucha”, repetía casi de memoria con voz delicada, a cualquier inquietud de los “señores de la casa”.
Su risa, fresca y chillona, era contagiosa. Creo que era su arma de defensa que le permitía afrontar cualquier momento malo. O, tal vez, esa era su personalidad. La vida era para reírse. A veces soltaba una carcajada que terminaba en lloriqueos quejumbrosos, llenos de lágrimas. “Chajcha pashña”, le increpaba alguien del entorno, no sin antes también reír contagiado por la muletilla soltada. Era inevitable no reírse con su risa.
Era una joven mujer libre. Quechuahablante. Campesina y pollerona. Se llevaba de maravillas con mi madre, Dora, a quien no solo admiraba, sino quería como a su propia madre.
Doña Julia, Julia Ccahuana, a quien veo eventualmente cada vez que regreso a Lambrama, era la empleada doméstica, la nana, la encargada de ayudar a una madre de cinco menores hijos. Dora, mi madre, la había “adoptado” apenas a sus ocho años y la cuidó y crio, como una hija más, hasta su matrimonio.
Sus
padres vivían en el barrio de Chucchumpi, hasta donde se llegaba a través de
escaleras artesanales de piedra que intuían el camino. Cada vez que visitaba a
sus padres, Julia nos llevaba, de regreso, canchita “chullpi” con pedacitos de
“cachicurpa”, el queso lambramino de lujo. En casa había cancha en abundancia;
pero, cómo disputábamos la que, desde su pobreza, nos traía Julia.
Hoy, a Chucchumpi se sube a través de una vistosa escalera de peldaños pavimentados, que sale desde la plaza de Armas, en línea recta cruzando Ccotomayu, por la residencia de don Manuel Milla, donde se encontraban los panes más sabrosos del pueblo y donde los comprabas, portando tu propia canasta de alambre, de paja o tu bolsa de tocuyo. No había bolsas plásticas, que hoy han invadido todos los rincones del mundo.
Julia se casó con un muchachón jovial que trabajaba en una mina de la costa. Dora y Laureano, armaron una gran fiesta, con chicha, arpa y violín. Se casaba su “hija” mayor. Le regalaron, además, un caballo y una vaca preñada. Ese día Julia soltó alas y voló hacia su nueva vida.
Ya casada, siempre regresaba a casa, a “ayudar en alguito”. El marido, se iba a la costa. Cada vez que este regresaba a Lambrama, una a dos veces al año, endiosado, masticando el español y enfundado en botas punta de acero, una casaca de cuero y luciendo un reloj de cuerdas en la muñeca, le llevaba ropa de colores chillones. Sombrero, zapatos y mantas nuevas. Julia vivía el paraíso en esos días, pues era a quien miraban con sana envidia, sus coterráneas, las mujeres de su edad. Julia reía. Vivía feliz. Era feliz.
Tuvo dos hijos. La hija, igual de risueña y reilona como ella. La “Evacha”, quien chiquita, “jalachaqui” y con su mantita de colores, heredada de su madre y que le cubría casi todo su cuerpo, acompañaba a Julia cuando visitaba la casa. Era la amiga de juegos de mi hermana menor, Mery, también chiquita, “ccoñasurucha”.
No tengo idea cuánto le pagaban de mensualidad a Julia. Obvio, no estaba en planilla, no tenía vacaciones. No era el uso corriente. Pero sí recuerdo que Laureano y Dora, mis padres, la consideraban muy bien, como a todos quienes trabajaron en casa, en la tarea de apoyo doméstico. Era una hija más. Compartía con ella y con otras trabajadoras del hogar, las sorpresas que nos llevaba desde Lima. Dulces, fruta, ropa.
Así como a Julia, recuerdo a otras niñas y adolescentes, que vivieron con nosotros, en un natural tránsito de su desarrollo personal, dejando su familia, su propia localidad para “aprender” en casa. Si, pues, aprendieron y mucho.
Recuerdo a Antonio –Antuco- que era un joven aguerrido, casi el secretario, el hombre de confianza de Laureano. Lo vi en casa toda la vida. Tenía su propio cuarto, sus propias pertenencias. Era nuestro compinche de juegos y travesuras. Era un hombre muy identificado con “Papá Laureano”.
Pero, regresemos con Julia. Se levantaba al despuntar el día, cuando las luces del pueblo, manipuladas por la destreza de don Mario Gamarra o don Cirilo Ayala, iluminaban las casas desde las cinco de la mañana, por unas cuatro horas. Luego la luz regresaba a las cinco de la tarde, también por cuatro o cinco horas. Lambrama tenía energía eléctrica por horas, como todos los pueblos de nuestra región. Eran otros tiempos.
Julia era experta en preparar humitas. Esperaba que estas lleguen a cocción, a vapor encamadas con pancas y ramas de anís; y casi a la medianoche, compartía un café con mi madre. A mí, me separaba, casi en secreto, dos o tres humitas “kulli”, que eran la predilección de los hermanos en los desayunos.
Cuando se trabajaba en las chacras, ya sea en la siembra, cultivo o aporque de maíz o papas, desde un día antes, Julia lideraba a un grupo de “mamachas” encargadas de preparar el picante consistente en arroz, tortillas, estofado, yuyo, papa sancochada, mote y ají. El picante de chacra era llevado por las mamachas, en grandes ollas de barro, protegidas en mantas de tela blanca, pulcra. La comida llegaba al campo en una procesión de mujeres que iban en fila india, con el alimento en las espaldas. Comer picante en las chacras era una aventura deliciosa y exclusiva de nuestra tierra. Hacías tus tenedores con trinches conseguidos en ramas de arbustos cercanos; mucho mejor si eran de “murmuskuy”. Era parte de nuestras tradiciones, inolvidables.
Hoy, Julia es una anciana que vive con su hija. Es amiga de Victoria, la viuda de Laureano, con quien también fructificó una amistad que rompe esquemas. Una le lleva alguna propina y ropa, aunque estén usaditas; la otra le llena de afecto y gratitud. “Yo he criado a los hijos de papá Laureano, que son tus propios hijos”, le dice en runasimi, entre risas. Ambas ríen. Ambas lloran y se abrazan.
Entre sonrisas y nostalgia, en el recuerdo y gratitud a Julia y a todas las Julias que “viven en casa de los señores”, mi homenaje a esta mujer que, sin proponérselo, me lleva a mi Lambrama de infancia. Viva la Vida.